Por Albe Pérez | @albeperez
Por estos días escuchamos hablar sobre muchos conceptos que se aplican a distintos ámbitos de la vida en sociedad. Son palabras que se repiten muchas veces, palabras que resultan urgentes y necesarias para ser tomadas en cuenta de la manera más seria posible, ahora mismo y en el tiempo que está por venir.
En muchos casos, estos conceptos, estas palabras, son claves para estrechar brechas sociales, para expresar que la vida, la de todos, nos importa. Son códigos básicos de convivencia y entendimiento y, aun así, en algunos casos debemos volver a recordarlas, ya no como obviedades sino como omisiones que a veces se cometen en la cotidianidad.
Uno de esos conceptos es la empatía que se refiere a la habilidad cognitiva que tiene una persona para comprender el universo emocional de otra. Aquello que nos permite percibir los sentimientos de los demás y hacer que se sientan menos solos.
La empatía no es un don, todos podemos desarrollarla, si nos planteamos la intención de comprender los sentimientos y las emociones, intentando al mismo tiempo experimentar de forma objetiva y racional lo que siente el otro. Para que esto ocurra se deben dejar de lado los juicios morales y los sentimientos de simpatía o antipatía por los demás, y enfocarnos en comprender los requerimientos, sentimientos, actitudes, reacciones y problemas de los otros, poniéndonos en su lugar no desde la compasión sino desde la comprensión.
Entrando en el terreno que nos suele ocupar en esta columna, resulta que uno de los elementos más llamativos en las propuestas que forman parte de la Economía Creativa es la empatía.
Casi todas las propuestas, los proyectos, los productos asociados a la Economía Creativa, llevan de manera implícita una altísima cuota de empatía, pues ella garantiza en buena medida el desarrollo de las mejores soluciones posibles ante el reconocimiento de las necesidades de una comunidad.
Según podemos ver en la publicación del BID Economía Naranja, 50 innovaciones que no sabías eran de Latinoamérica y el Caribe, nos encontramos frente a una serie de creativos que han logrado capitalizar el resultado final de sus productos y servicios, cuando se han puesto en el lugar del otro, del beneficiario, del consumidor final.
Y es entonces cuando se generan soluciones inclusivas, que consideran la participación activa del otro, sumándolo de alguna manera al proceso creativo, haciéndole sentir que es parte fundamental de todo el proceso, lo que, por supuesto da como resultado final, un producto o un servicio completamente alineado con las necesidades reales de ese beneficiario y su entorno.
Y al sentirse parte de ese proceso, ese beneficiario se siente incluido, atendido, escuchado, es parte de un proceso integral y claramente, esto afecta de forma directa la preferencia, y sobre todo la capacidad de relacionarse sana y sinceramente con una propuesta, un producto o un servicio, según el caso.
Más importante aún, cuando la empatía forma parte del proceso de creatividad, puede incluso lograr un alto impacto social, puede generar empleos y de alguna manera romper con los patrones tradicionales de la cadena de producción de algunos sectores de la economía.
Por ejemplo, citan en el libro del BID, el caso del arquitecto chileno Alejandro Aravena, quien estructura sus proyectos arquitectónicos en franco diálogo con las comunidades beneficiadas en la construcción de viviendas sociales en Chile.
Aravena y su equipo organizan sesiones muy participativas donde se plantean las necesidades y las expectativas de la comunidad y este diálogo entre creador y beneficiario ha marcado una tendencia que han trascendido las fronteras de la construcción.
Imagínense esto, en el año 2003, el gobierno de Chile abre la convocatoria para resolver un difícil caso: 100 familias habían vivido ilegalmente, durante los 30 años anteriores, en un terreno de media hectárea en el centro de Iquique, una ciudad en el desierto de Chile.
La propuesta completa del equipo de Aravena es muy bella, pero en aras al tiempo, les dejaré un resumen…
En este caso, se plantean varios asuntos asociados a la sociedad moderna… la revalorización de los terrenos y las construcciones, la desmovilización de sectores sociales, la calidad de vida en comunidad, los limitados recursos económicos otorgados para el proyecto, la sostenibilidad en el tiempo.
Luego de muchas reuniones con el grupo de 100 familias y las autoridades locales, y entendiendo la complejidad que resultaba intentar una comunicación fluida con todos al mismo tiempo, deciden organizar la comunidad en grupos más pequeños, núcleos de 20 familias, de modo de mantener el espíritu de redes sociales, pero poder controlar las comunicaciones y los acuerdos de cada grupo según su naturaleza e intereses comunes.
Comienzan fijando las necesidades comunes de cada grupo, entre ellas los espacios para esparcimiento, plazas, escuela, servicios básicos… y una vez contemplados estos espacios y el área que ocuparían, el terreno restante se convierte entonces en el área donde se desarrollará la primera parte de una casa para cada familia.
Pero en esa primera parte de una casa que es cuesta arriba lograr para familias con poco poder adquisitivo, es decir, aquello que incluye baños, cocina, muros, placas y escaleras.
Deciden entonces destinar los recursos a los primeros treinta metros cuadrados de las cien casas para las cien familias, cada una con esos elementos básicos que permiten hacer vida en un espacio privado.
Pero lo interesante del asunto es que no se detienen allí, sino que dejan proyectado el resto de los cuarenta metros restantes, que luego cada familia, según sus capacidades irá construyendo en el futuro, a medida que cada quien según sus posibilidades vaya consiguiendo los recursos.
De esta manera, garantizan el bienestar básico para toda esta comunidad y les permiten al mismo tiempo fijarse una meta como familia particular, pero también como comunidad. Una meta que, a pesar de estar delimitada, puede ser lograda según las capacidades y oportunidades de cada quien.
Vemos cómo el problema de la vivienda se deja de pensar como un gasto y se empieza a ver como una inversión social. La comunidad formó parte del proceso de construcción de la primera etapa, una casa básica con equipamiento de servicios y sanitario y dos habitaciones, en treinta metros cuadrados, y cada familia se hizo cargo de la construcción del resto de la casa a medida que fueran ahorrando el dinero, de manera de ir cambiando progresivamente, de una vivienda social básica a una casa mucho más atractiva, digna y deseable.
En palabras del equipo de Aravena, esta es la manera que ellos propusieron desde la creatividad, para contribuir con herramientas propias de la arquitectura a una pregunta no-arquitectónica, una pregunta común para nosotros en Latinoamérica y el Caribe: ¿cómo podemos ayudar a superar la pobreza?
Fuente: https://www.elnacional.com/opinion/la-empatia-ponerse-en-el-lugar-del-otro-y-entenderlo/