Por Antonio Pérez Esclarín | @pesclarin
La educación es un bien público, básico y prioritario, porque conviene a todos los ciudadanos para su vida, su dignidad y el ejercicio de una ciudadanía responsable. La carencia de este bien lleva a las sociedades al fracaso, pues la educación es el medio para desarrollar todas las potencialidades humanas, sociales, creativas y espirituales y alcanzar la plenitud. Ahora bien, la plenitud solo es posible en el encuentro, en la convivencia respetuosa y amorosa con los demás. Nos construimos como personas con los otros, y según la perspectiva cristiana acuñada en esa bellísima expresión jesuítica, nos realizamos en el servicio, siendo hombres y mujeres para los demás.
La educación es un derecho del que todos deben disfrutar en igualdad de condiciones. En consecuencia, el derecho a la educación implica derecho no a cualquier educación, sino a una educación de calidad. Cuando un bien público existe de igual manera para todos en calidad y oportunidades, se posibilita la equidad, la justicia y la solidaridad, lo que contribuye a fortalecer la convivencia y el pacto social. Pero si un bien público se ofrece de manera desigual, se convierte en fuente de inequidad.
Hoy debemos reconocer con dolor que en Venezuela, la educación es un bien público negado, en la práctica, a numerosos niños, niñas y jóvenes que están fuera del sistema educativo, o que no disfrutan de la misma calidad educativa. Una pobre educación para los pobres reproduce la pobreza y, en vez de contribuir a una sociedad fraterna y justa, agiganta las desigualdades.
Para garantizar a todos, el derecho a una educación de calidad, no basta con proclamar que la educación es gratuita y obligatoria, y mantener unas condiciones económicas y sociales que impiden su realización. En consecuencia, el logro de este derecho debe asegurar que los más pobres gocen de condiciones de vida dignas en alimentación, salud, vivienda, conectividad, que permitan a todos adquirir los aprendizajes esenciales y las actitudes para seguir aprendiendo a lo largo de toda la vida. Por ello, la lucha por el derecho a una educación de calidad para todos implica no solo garantizar más presupuesto para educación, sino también más presupuesto para mejorar las condiciones de vida de la población. Por supuesto, esta educación de calidad para todos exige como requisito indispensable y condición irrenunciable que los educadores gocen de un salario que les permita vivir con dignidad, realizar su tarea con entusiasmo y seguirse formando. Con sueldos miserables no tendremos educación o solo tendremos educación miserable.
Si la educación de calidad es un derecho, es también un deber humano fundamental. Todos somos corresponsables y debemos colaborar para que este derecho se cumpla. Si estamos convencidos de que la educación de calidad para todos es exigencia para la dignidad y libertad de las personas, clave de la democracia política, del crecimiento económico y de la equidad social, debería ocupar el primer lugar entre las preocupaciones públicas y los esfuerzos nacionales. De ahí, la necesidad de asumir la educación de calidad como tarea de todos, como proyecto nacional objeto de consensos sociales amplios y duraderos.
Este es el clamor de Fe y Alegría que está convocando al Estado y a todos los sectores de la sociedad a una alianza en pro de la educación, que nos devuelva la confianza y la esperanza y ponga cimientos sólidos para una sana convivencia y posibilite vida digna a todos.