Javier Brassesco | El Universal
Fe y Alegría lleva casi sesenta años al servicio de los más necesitados “Somos mensajeros de la fe y al mismo tiempo mensajeros de la alegría. Dos vuelos espirituales tan hermosos que son capaces de enamorar una vocación” “Estos centros en el corazón de las barriadas irradian la alegría del rescate social a través de la educación”
“Fe y Alegría comienza donde termina el asfalto, donde no gotea el agua potable, donde la ciudad pierde su nombre”.
Las palabras del padre José María Vélaz (1910-1985), fundador de Fe y Alegría, siguen siendo ciertas más de medio siglo después, cuando esta organización ha fundado 160 escuelas (33 de ellas en Caracas) en los rincones más olvidados del país.
Este movimiento de educación popular integral, que hoy está presente en 15 países, nació en Caracas en una casita del 23 de Enero, cuando el obrero Abraham Reyes le ofreció al padre Vélaz la casa que había construido con sus manos para que fundara su primera escuela, allá por 1955.
Cien niños sentados en unos bloques recibiendo educación en un ranchito de Caracas de parte de una institución que consiguió sus primeros fondos gracias a la rifa de unos zarcillos de Isolda Salvatierra: para Charles Lázzarri, hoy presidente de la junta directiva, este movimiento de educación popular y promoción cultural no pudo tener un mejor comienzo.
Y si la primera escuela fue todo un símbolo de la organización, la última, en Telares de Palo Grande (Caricuao) es un ejemplo de lucha, de compromiso de varios sectores. En efecto, el colegio Padre José María Vélaz se pudo inaugurar porque una empresa privada (Telares de Palo Grande) cedió los espacios y la dotación y la Universidad Católica se encargó de su diseño y construcción.
“Pero cada vez es más difícil -se lamenta Lázzarri-. A ninguna de las instituciones de la AVEC (Asociación Venezolana de Educación Católica) se les está permitiendo crecer. Es casi imposible registrar un nuevo colegio porque no hay recursos. Estamos tratando de encontrar una nueva fórmula”.
El método hace la diferencia
Lo que hace la diferencia entre una escuela de Fe y Alegría y otra cualquiera es el método de enseñanza, y eso lo saben muy bien quienes han estudiado allí.
El abogado Antonio Guerrero, quien en la década del 60 estudió en la escuela Enrique de Ossó (Artigas), cuenta que él tuvo la oportunidad de enviar a sus hijos a los mejores colegios privados de Caracas, y que sin embargo echa en falta aquella educación que él recibió de pequeño y que estaba centrada en inculcar valores, en el trabajo en equipo, en la relación con el entorno, en la inspiración… una formación para la vida. Y recuerda que aparte de las materias de cualquier escuela, ellos también estudiaban contabilidad, jardinería o música (en las escuelas de hoy también ven computación), y que muchos que no pudieron continuar sus estudios formales fueron capaces de hacer de alguno de estos oficios su profesión para ganarse la vida.
“Creo que la base de todo el empuje que tuve en la vida nació de allí”, dice Guerrero, quien recuerda además que siempre fue educado en tolerancia, al punto que él salió de aquella institución católica a ser secretario general de la Juventud Comunista: “Aprendí a conjugar aquellos valores católicos con la conciencia social, aprendí que no eran excluyentes, que aquello de que la religión es el opio de los pueblos es más un cliché que otra cosa”.
Para Lázzarri el mensaje está en el propio nombre: “Es un humanismo alegre el que proponemos, el que llama a trabajar en grupo, a apoyarse en el que está al lado para construir y progresar en la alegría”
Por su parte Lucio Segovia, quien ha estado relacionado con Fe y Alegría desde hace medio siglo, cree que el sistema educativo “formal” debería tomar nota de sus métodos, que siguen siendo vanguardistas sesenta años después: “No es una educación rutinaria, se centra en la creación de valores como el trabajo en equipo, el reconocimiento al otro, la relación con el entorno que se extiende más allá de las paredes de la escuela”.
En esos valores, pregonados aquí por primera vez por un jesuita chileno cuyo gran sueño era crear una red de escuelas campesinas en los Llanos y en los pueblitos andinos, puede estar todavía hoy, sesenta años después, la clave para la transformación del sistema educativo.