Luis José Oropeza, rescata el legado de la doctrina Betancourt, como el arma más eficaz de las naciones libres para salir de la tiranía. La propuesta de Rómulo Betancourt, primer presidente electo por voto popular que logró concluir su mandato y entregarlo, tiene particular interés y vigencia en este impase político al que estamos sometidos por la tiranía castro-madurista. Publicamos su prefacio:
La democracia es una forma de organizar la convivencia humana, indeleble ya en la conciencia de los pueblos que en Occidente aspiran a ser o mantenerse libres. La libertad es el valor y la fuerza que le empuja a la vida y la hace sostenible y, se toma por ello, en una de sus condicionantes fundamentales. Sin ella no podría amonizar las diferencias en su seno ni establecerse como un orden donde se hace posible la cultura y sus avances. Sin embargo, en algunas sociedades concretas la democracia ha encontrado oposición y resistencia.
La historia registra así matices particulares de la misma e incluye figuras esperpénticas como las del llamado “césar democrático”. Nada más inesperado y difícil, desde que Roma logró el suyo, que llegar a tener un déspota bienhechor, fenómeno que no pocos positivistas venezolanos pretendieron encontrar, por ejemplo, en el penoso y largo siglo de las feudales tiranías que sufrimos y cuyas secuelas más nefastas de retraso social y cultural se mantienen activas y vivientes.
Nosotros, los ciudadanos de esta inmensa comarca que llamamos la América Hispana, hemos tenido muy pocos períodos – más o menos prolongados- sin que el acecho incesante de los enemigos de la libertad no haya estado presente. No por azar la literatura de estas tierras ha enriquecido la llamada “novela histórica” con obras magistrales acerca de nuestros dictadores. Recuérdense “Yo, el supremo” de Augusto Roa Bastos y “La fiesta del chivo” de Mario Vargas Llosa, para citar sólo dos ejemplos formidables que testimonian esa lastimosa inclinación despótica. Pero lo más lastimoso es que a estas alturas del tiempo histórico, aún sigamos siendo campo fértil para asentar con novedosos modos del oprobio el caótico género.
Ante la ausencia de un devenir espontáneo, con aptitud genuina para resguardar los valores de la libertad en un suelo cultural donde ellos pudieran germinar y florecer por sí mismos, hemos requerido siempre de instituciones que poco a poco fecundaran su viabilidad.
Al parecer, estaríamos como destinados a forjar costumbres y maneras políticas que nos vayan – con equilibrio y sin arrebatos- “forzándonos a ser libres”. Sin duda parece fundado en esta realidad, el que nuestro continente cuente con una antigua organización multilateral que desde su creación prescribe para todos sus miembros un sistema necesariamente democrático y compartido. A comienzos de este siglo esa norma se ratificó y se amplió con la aprobación de una Carta Democrática. De eso, precisamente, trata la Doctrina Betancourt objeto de estas reflexiones.
En todos los ensayos democráticos que en diversas formas y múltiples matices hemos intentado, nunca ha faltado el sobresalto intempestivo de las imperfecciones, el rezago de las imprevisiones o de la indisposición de la endeble musculatura de frágiles o incipientes instituciones, insuficientemente precavidas, y privadas de la destreza indispensable para reaccionar con eficacia ante la amenaza de sus adversarios. Hemos sido desde el principio de nuestra vida republicana un pueblo empeñado en ser falsamente independiente a todo sometimiento extraño, pero nunca hemos sembrado una vocación perenne de ser libres de nosotros mismos.
Esta realidad contrasta con los países del hemisferio que han adoptado políticas públicas distintas y flexibles, tanto en sus concepciones como ejecutorias y donde la democracia ha podido prevalecer. Allí la lucha frontal contra los autoritarismos de izquierda se ha expresado con el mismo repudio contundente con que se han rechazado a los de la derecha.
Por eso, la civilización ha podido predominar y la democracia ha sido posible. Y eso es lo que a nuestro juicio comporta la formulación actualizada para el siglo XXI de la doctrina Betancourt objeto de este ensayo. Con México incluido no podemos seguir siendo una histórica excepción en el contorno de la civilización de la vecindad del norte de un mismo continente. El idioma o el Rio Grande no pueden seguir siendo los linderos donde los fueros de la libertad terminen y a donde el drama de la barbarie y los despotismos, sin nadie que los detengan, vengan por la revancha de los suyos.
Tenemos que imprimirle a la idea de la libertad el ímpetu y la vocación que con preferencia le hemos brindado al ánimo de la independencia, confundida con la estéril y difusa identidad que lleva el nombre de soberanía, una tergiversada institución concebida desde que Jean Bodin escribió sus Seis Libros de la República en 1576.
La soberanía es una entelequia que para nada útil nos ha servido. Ha sido la excusa para aislamos, para liquidar sin fórmula de juicio a la Gran Colombia y desde entonces propiciar el maleficio de los nacionalismos; para creemos una grande y poderosa nación que nunca podrá serlo, haciéndose cada día más exigua, más estrecha y fragmentada. Nos ha servido incluso para que un soberano investido de potestades que no tiene, pueda concertar con otros compinches acuerdos para secuestramos, sometemos y dejamos a todos en la inopia y la miseria.
Nos miramos en la tradición bolivariana y sólo nos servimos de sus yerros en sus constituciones y en algunos párrafos infortunados de su discurso político, suscitados en la disyuntiva crucial de sus momentos más difíciles. Enfatizamos más sus afanes insistentes por la independencia -muchas veces confundida con la libertad- y les ponemos pose de pasajera alusión a sus consejos sobre educación, virtudes republicanas y libertad, siendo ésta, por encima de todo, el concepto que recoge la única razón por la cual la vida de los venezolanos merece ser arriesgada.
No hemos sabido seleccionar ni siquiera entre nuestras propias tradiciones. De sus vivencias solemos elegir las malas y perversas y hemos despreciado las mejores que nos habrían podido conducir hacia mejores rumbos. Bolívar nos ha servido para todo lo desgraciado y pervertido y hemos aprovechado poco de sus mejores legados y enseñanzas.
Cuando nos vamos a la ventana hispánica de donde nunca podremos evadirnos, nos miramos en los accidentes de sus modos de organizarse y le damos la espalda a la hazaña de haber podido construir en la adversidad de muchos siglos hábitos y costumbres municipales, al credo de una religión cristiana, al idioma universal que nos trajo y a algo no menos admirable: el habernos excluido con el mestizaje de la oscuridad de donde procedían nuestros indígenas, para traemos de la mano a la vecindad compartida de la gran cultura de Occidente. 1
Debemos resaltar que la doctrina de nuestro gran líder del siglo XX no tiene -ni debemos atribuirle- connotaciones solamente venezolanas. Es verdad que ni siquiera en esta dura adversidad totalitaria la hemos invocado o esgrimido los demócratas venezolanos de hoy. Con más contundencia se han empuñado sus principios y argumentos para la defensa de la democracia desde la Secretaría General de la OEA, gracias a la infatigable voluntad de Luis Almagro, quien con su firme posición está signando un antes y un después en la historia de las relaciones interamericanas.
Revisemos pues la Doctrina Betancourt y constatemos cómo ella, revisitada y repasada con un juicio crítico actualizador, puede, con el agregado de las nuevas creaciones del derecho de gentes, servir y contribuir a salvarnos de la trágica vicisitud que nos conmueve.
Luis José Oropeza
Abogado, graduado en Caracas con postgrado en Economía y Ciencias Políticas en Gran Bretaña, Wisconsin y Boston. Designado Fellow y Visiting Schollar desde 1979 a 1982. Fue Presidente de la Fundación Rómulo Betancourt.