En estos tiempos de postverdad, estamos asistiendo a una creciente y gravísima devaluación de la palabra que expresa y mantiene la abrumadora devaluación de la ética y de la política. Vivimos intoxicados de retórica, de palabras huecas, sin verdad. Dichas sin el menor respeto a uno mismo ni a los demás, para confundir, para engañar, para ganar tiempo, para triunfar, para sacudirse de la propia responsabilidad. Ernesto Sábato deplora la pérdida del valor de la palabra y añora los tiempos en que las personas eran “hombres y mujeres de palabra”: “Algo notable –escribe- es el valor que aquella gente daba a las palabras. De ninguna manera eran un arma para justificar los hechos. Hoy todas las interpretaciones son válidas y las palabras sirven más para descargarnos de nuestras actos que para responder por ellos”.
Pero será imposible resolver los gravísimos problemas del país y del mundo, si la palabra no tiene valor, si lo falso y lo verdadero son medios igualmente válidos para lograr los objetivos, si proliferan libremente los bulos y las fake news, si ya nunca vamos a saber qué es verdad y qué es mentira, si no hay intención de cumplir con lo acordado y prometido. Vivimos en una especie de Torre de Babel en la que, al matar el valor de la palabra, es imposible comunicarnos y entendernos. Por ello, necesitamos un nuevo Pentecostés, que nos lleve a entendernos a pesar de hablar lenguas diferentes y nos llene a todos de valor para trabajar juntos y con desinterés por construir un país y un mundo mejor.
En consecuencia, necesitamos políticos y funcionarios que aprendan a callarse para poder escuchar el clamor de los que sufren y puedan escucharse a sí mismos, escuchar la voz de sus conciencias para responderse con sinceridad qué buscan, qué pretenden, y si les interesa la suerte de sus conciudadanos o les interesa más la suya. Políticos decididos a abandonar la retórica y la mentira, capaces de hablar tan sólo palabras verdaderas y amables, que no ofenden ni amenazan, que buscan unir y no dividir. No olvidemos que, como decía José Martí, “El mejor modo de decir es hacer”. O como expresa el viejo refrán castellano “Obras son amores y no buenas razones”. Sólo palabras-hechos, sólo la coherencia entre discursos y políticas, entre proclamas y vida, entre promesa y realidad, y la pasión inquebrantable por la verdad, nos podrá liberar de este laberinto que nos asfixia y nos destruye.
Políticos dispuestos siempre a evitar toda palabra falsa, ofensiva, hiriente, que siembra discordia o violencia. Recordemos que, por lo general, las peleas comienzan con insultos y los genocidas necesitan justificarse con la descalificación verbal del adversario, que crea las condiciones para el maltrato e incluso la desaparición física. ¿Por qué tenemos que ofender y considerar como enemigo a alguien sólo porque piensa de una forma distinta y pide rectificaciones profundas al palpar y sufrir los penosos resultados de las políticas implementadas?
Necesitamos recuperar una palabra cercana y sincera que posibilite y favorezca la verdadera comunicación. Comunicarse es abrir el alma. Con frecuencia, hablamos y hablamos, pero no nos comunicamos. Y las palabas son trampas con las que nos ocultamos. Por eso, palabras tan graves y tan serias como “lo juro”, “lo prometo”, “te amo”, “cuenta conmigo”…encierran con frecuencia la traición, la mentira, la utilización. Si Jesús dijo “la verdad les hará libres”, la mentira encadena, oprime, esclaviza y sobre la mentira no será posible construir convivencia, reconciliación, prosperidad y paz.