Yovanny Bermúdez
A finales de octubre, en Roma, se celebró el Encuentro Mundial de Movimientos Populares organizado por el Consejo Pontificio para la Justicia y la Paz en coordinación con la Academia Pontificia de las Ciencias Sociales. En este encuentro se debatió sobre la tierra, la vivienda y el trabajo, desde la perspectiva de los pobres y excluidos: “Este encuentro de movimientos populares es un gran signo: vinieron a poner en presencia de Dios, de la Iglesia, de los pueblos, una realidad muchas veces silenciada. ¡Los pobres no sólo padecen la injusticia sino que también luchan contra ella!”[i]. Por tanto el signo es claro, aunque no guste: los pobres enseñan que la solidaridad implica a todos los humanos y a todo lo humano, porque el sentido de ethos social compartido y la exigencia de justicia no tienen nada que ver con el comunismo ni con revoluciones, vengan de la derecha o de izquierda, sino con ser parte de la misma historia humana en la cual los problemas de la existencia no tienen pertenencia ideológica, sino consecuencias para la vida humana. Los tugurios del mundo, del primero o del tercero, están despertando, desde hace tiempo, al adormecimiento que el mismo sistema social-político-económico promueve para no reclamar y exigir instituciones justas y relaciones ciudadanas fundadas en el estado de derecho. El papa Francisco llama a despertarse para encontrarse y promover la justicia como medio de socialización. Los movimientos populares tienen el privilegio de ser la memoria de las injusticias.
Petición justa
El discurso del papa Francisco giró alrededor de tres pilares: la tierra, la vivienda y el trabajo. Y para que ellos puedan mantenerse debe existir un clima de paz y de respeto por la naturaleza. Este es el aire que sopla: “Cuando vemos en movimientos a pueblos se siente el viento de promesa que alivia la ilusión de un mundo mejor. Que ese viento se transforme en vendaval de esperanza”.
El dominio por la tierra se está convirtiendo en la causa de múltiples violencias y conflictos armados. Los campesinos, sin duda, sufren las consecuencias inmediatas del olvido de la vocación de custodio de la tierra que tiene el hombre, porque aumenta el acaparamiento de tierras; la deforestación; el control de las fuentes de agua dulce; el uso indiscriminado de los agro-tóxicos. Por tanto, al destruirse la vocación de socialización, que solo es posible en un ethos socializado, las consecuencias son el desplazamiento y la migración forzosa de millones de personas.
Muchas familias sienten amenazado el principio de la unidad familiar por la carencia de una vivienda que les haga más plena su humanidad. El papa Francisco ha señalado una ruta interesante para referirse al derecho de una vivienda digna. La vivienda tiene una dimensión comunitaria que es posible en el barrio: “Es precisamente en el barrio donde se empieza a construir esa gran familia de la humanidad, desde lo más inmediato, desde la convivencia con los vecinos”[iii]. El confort citadino destruye la convivencialidad empezando la segregación y la destrucción del diálogo social. De allí que: “Los asentamientos están bendecidos con una rica cultura popular: allí el espacio público no es un mero lugar de tránsito sino una extensión del propio hogar, un lugar donde generar vínculos con los vecinos. Qué hermosas son las ciudades que superan la desconfianza enfermiza e integran a los diferentes y que hacen de esa integración un nuevo factor de desarrollo”.
Lo público no puede concebirse como un trabajo que atañe solo al Estado, sino como la construcción sostenida y conjunta de todos los estamentos de la sociedad. La ciudad debe ser el lugar de reconocimiento responsable del otro. Una sociedad segmentada oculta sus periferias y por ende sus pobrezas. Como último aspecto del derecho a la vivienda surge la necesidad de curar las heridas sociales escondidas en los barrios pobres y marginados. Por consiguiente, es imprescindible dejar el discurso de la erradicación y marginación por el de integración urbana que hace referencia a la integración auténtica y respetuosa de los pobres en la infraestructura de la ciudad moderna[v]. Los pobres no estorban en la sociedad ni son los descartables por el desarrollo económico carente de fraternidad.
La otra petición que hace el Sumo Pontífice es por el trabajo, ya que no tenerlo es la peor pobreza material porque se fomenta la cultura del descarte. Y por ende, quienes no pueden aportar al ciclo económico son un estorbo para la sociedad. Los ancianos, los jóvenes y los niños son los primeros grupos descartables. En este siglo se hace la opción social por el confort tecnificado. Es decir, para mantener los niveles de satisfacción individual el dinero es el centro y la dignidad es la periferia. Por consiguiente, se prevalece a quien pueda satisfacerse el confort a costa, inclusive, de valores fundamentales en y de la persona.
Ahora bien, el mensaje de Francisco a los movimientos populares debe leerse en una perspectiva de transformación social. De poner la periferia en el centro del mundo. De allí que los movimientos populares además de ser memoria de la globalización de la indiferencia, son memoria de cómo es posible propiciar experiencias de humanidad, que suelen pasar desapercibidas, porque esta fuerza de esperanza ayuda a transformar las armas en arados, la destrucción en creatividad, el odio en amor y ternura.
¿Y cómo entender el despertar del adormecimiento de la globalización de la indiferencia? Con la creación-propuesta de nuevos modelos de desarrollo. La pista se puede tomar de la homilía de la festividad de la Virgen de Guadalupe cuando Francisco, refiriéndose a América Latina, decía que se espera de ella la creación de “nuevos modelos de desarrollo que conjuguen tradición cristiana y progreso civil, justicia y equidad con reconciliación, desarrollo científico y tecnológico con sabiduría humana, sufrimiento fecundo con alegría esperanzadora. Sólo es posible custodiar esa esperanza con grandes dosis de verdad y amor, fundamentos de toda la realidad, motores revolucionarios de auténtica vida nueva”. En este horizonte se comprende la petición justa del Papa formulada en octubre pasado: tierra, vivienda y trabajo para quienes lo necesiten y no como una dádiva del sistema, sino como parte de un modelo de desarrollo inclusivo justo, responsable y solidario.
La cultura del encuentro social
El papa Francisco ha utilizado la figura del poliedro para referirse al encuentro de las personas en la diversidad que no anula a ninguno, ni se destruye ni se yuxtapone a otro, sino que lo llama a formar parte de una perspectiva donde, caminando juntos participen democráticamente en los cambios requeridos por la sociedad local, nacional y global. En la cultura del encuentro hay una reciprocidad de dones, es decir, dar y recibir. De allí que del encuentro del Sumo Pontífice con los movimientos populares se colija que la búsqueda de la justicia, a través de nuevos modelos de desarrollo, pasa por el encuentro que humanice integralmente a los pobres y excluidos.
Pareciera que la búsqueda de un nuevo modelo de desarrollo integral es una quimera, el encuentro de movimientos populares una amenaza y la exigencia de los derechos una pertenencia ideológica que depende del gobierno de turno. La dignidad no es una donación ideológica ya que es parte constitutiva del ser humano. De este modo se promueve la anestesia social que arrincona y vulnera sigilosamente la conciencia común; de allí que el encuentro social cause resistencias e inclusive quiera ser arrasado violentamente. Por tal motivo hay que evitar la desilusión y la resignación. La situación actual vista como una crisis a causa del desequilibrio económico-financiero, por la destrucción de la naturaleza, por el quiebre del pacto educativo, por la pérdida de referentes éticos-morales e inclusive del sentido humano, puede soslayar la cultura del encuentro social. Pero es importante no olvidar que es el único camino para la transformación de la humanidad y de la propia existencia del hombre en el mundo. Y este cambio debe prevenir la resignación por medio de la cual no se interviene porque todo está perdido. El fondo de esta decisión deja al descubierto una concepción pesimista de la libertad humana porque paraliza la inteligencia creadora del ser humano para encontrar mejores modelos de vida responsable y justa. Este escaparse y aferrarse a la propia individualidad es una actitud pragmática que evade e ignora el clamor de justicia de los pobres del mundo, que es la justicia de todos en el mundo, además de anestesiar y adormecer la propia responsabilidad social.
Entonces, ¿para qué encontrarse? Para mantener vivo el deseo justo de relaciones sociales equilibradas y ordenadas. El encuentro social no puede postergarse para el encuentro de unos movimientos, sino que debe ser una actitud ciudadana para exigir los derechos y el cumplimiento de deberes; prevenir cualquier tipo de abuso de poder; impedir cualquier amenaza que pretenda silenciar la disidencia; promover el respeto a la vida. De allí que el encuentro social sea visto como una amenaza porque deja al descubierto las esclavitudes contemporáneas y hace un llamado de atención para no ser cómplices del sufrimiento y del mal en la humanidad.
La globalización de la indiferencia a la cual hace referencia el papa Francisco, pide ser artífices de una globalización de la solidaridad y de la fraternidad, que dé esperanza y haga reanudar con ánimo el camino, a través de los problemas de nuestro tiempo y las nuevas perspectivas que trae consigo.