Por Francisco Sánchez* y Verónica Zubillaga**
“Es que no les importa lo que pase con nosotros, con la gente. Dicen que vienen por la banda, pero es mentira, todos los de la banda se fueron. Matan a los inocentes, a los carajitos que agarran por ahí, los sacan de sus casas. Nos roban las cosas. ¿por qué? Si ellos también vienen de barrios como este. Esos funcionarios también son del barrio. Queremos protestar, pero tenemos miedo”. (Reconstrucción de relatos de vecinos de la Cota 905)
Para muchos habitantes del oeste de Caracas, el 7 de julio quedará grabado como uno de esos hitos trágicos que la violencia armada ha impreso a la fuerza en la memoria. Los estruendosos enfrentamientos entre fuerzas de seguridad del Estado venezolano y los integrantes de la banda de crimen organizado arraigada en la Cota 905 irrumpieron en la precaria cotidianidad de la ciudad sembrando la zozobra, el pánico y la muerte. No era el primer enfrentamiento que tomaba por asalto la rutina diaria de los habitantes de zonas como La Cota 905, El Paraíso, El Cementerio, Quinta Crespo o La Vega. Pero esta vez algo parecía haber cambiado. Ya no era la banda haciendo un performance de su poder de fuego retando al Estado. En efecto, algo cambió ese día. Aún cuando la masacre de la Vega precedió esta operación, esta vez las fuerzas del orden, bajo el comando de la ministra Meléndez, tomaron masivamente al barrio, demostrando en su turno su abrumador poder de fuego en lo que días después conoceríamos como “operación Gran Cacique Guaicaipuro”.
Un nuevo operativo que tendría resultados similares a los que tuvo justo cinco años antes, el operativo conocido como Operación de Liberación del Pueblo (OLP), en julio del año 2015, también en la Cota 905: una nueva masacre perpetrada por el Estado, esta vez con un mayor número de víctimas y la evasión de los líderes de la banda de crimen. De nuevo expresiones como: “elementos hamponiles neutralizados”, “paz recuperada”, “influencia paramilitar eliminada”. Pero, ¿por qué luego de 5 años el Estado decide entrar nuevamente en La Cota? ¿No era La Cota una zona de soberanía recuperada sujeta a los cuadrantes de Paz? ¿Qué ocurrió en el trascurso de 5 años para que una banda armada tomara el control de diferentes barrios de la ciudad?
La mano dura y sus contradicciones estructurales
El 7 de julio fuimos testigos, una vez más, de la ferocidad y el elevado costo humano de los constantes enfrentamientos en la Cota 905. Solo en este año se han presenciado al menos cinco enfrentamientos que reportan heridos y muertos, ya sea directamente por participar en los enfrentamientos o por las balas perdidas. Este espectáculo y esta zozobra vivida nos puede hacer pensar que estamos sumidos en “un estado de descomposición único en la región”. Pues bien, una mirada a la región nos revela que el fenómeno del fortalecimiento y control territorial y armado de las bandas de crimen organizado se encuentra en numerosos países. De la revisión de algunas de estas experiencias podríamos aprender a comprender nuestro malestar como único y a su vez compartido por otros, así como otras lecciones.
Algunos de los ejemplos más dramáticos de este dominio territorial ocurren en países como Brasil y El Salvador, países que como Venezuela han aplicado políticas de mano dura. En Brasil encontramos una de las más significativas expresiones de lo que científicos sociales han denominado gobernanzas criminales: “la imposición de reglas o restricciones sobre el comportamiento de la gente por una organización criminal”1 a manos del Primer Comando do Capital (PCC). El PCC es una compleja y sofisticada red criminal originada en las prisiones de Sao Paulo. El dominio y control que el PCC ha logrado instaurar en ciudades como Sao Paulo, y luego su extensión hacia otras regiones del Brasil, especialmente en las favelas, ha llegado a hitos significativos de demostración de poder como la reducción de los homicidios en la ciudad, anunciado por ejemplo paros armados o severas sanciones para criminales que se propasen de su dominio.
Un itinerario similar lo ha vivido el Salvador. El fortalecimiento de los grupos criminales conocidos como “las Maras” se vincula también, como en Venezuela y Brasil, con las políticas de mano dura que comprendieron el encarcelamiento masivo, la pérdida de control de las prisiones y la conformación de grupos criminales de organizaciones más sofisticadas2. En este país también se hicieron públicas las negociaciones que el gobierno, con participación de la Iglesia y el apoyo de la Organización de Estados Americanos sostuvo con representantes de la Mara Salvatrucha (MS13) para reducir las muertes violentas en las principales ciudades del país centroamericano. El pacto, si bien polémico, de hecho, logró reducir de manera significativa las muertes. Este pacto se vio truncado posteriormente por el cambio de autoridades, pero dejó muchas lecciones y abrió posibilidades.
En Venezuela, pasamos de una etapa de encarcelamiento masivo, llegando a tener elevadas cifras de encarcelamiento de poblaciones jóvenes y empobrecidas, que terminó por generar fenómenos como las sofisticadas organizaciones criminales en los centros penitenciarios. Los reclusos se organizaron cada vez más para obtener recursos –rentas– armas y poder construir operaciones más sostenibles, en confrontación, pero también con la colaboración de agentes de las fuerzas del orden quienes resultan socios en la distribución de armas, municiones y ganancias.
En el año 2015, como hemos mencionado, con la OLP, la política de seguridad dio un viraje al pasar el encarcelamiento masivo a matar impunemente3. El perfilamiento de las víctimas fue similar: hombres jóvenes, morenos, de sectores populares, con antecedentes penales. En este viraje también se perfilaron y definieron territorios con una mayor carga estigmatizante para poder invadirlos y saquearlos impunemente: Los “corredores de la muerte” fue el nombre atribuido a toda esta cadena de barrios que, precisamente en días pasados fue de nuevo tomada. Ante esta avanzada del Estado, el mundo criminal también reaccionó. El Estado se convirtió en enemigo. Así surgieron bandas fortalecidas, con vínculos con el mundo carcelario, a través de pactos internos en diferentes barrios para hacer frente al “enemigo”.
Las políticas llevadas a cabo intermitentemente, conocidas como “Zonas de paz”, fueron una mala puesta en escena de pactos con las bandas para su pacificación. Estas políticas, si bien pueden ser prometedoras en términos de producir una reducción sustantiva de homicidios, en el marco de un Estado fragmentado, fueron un fracaso. Primero porque tolerar a las bandas criminales y ceder espacios para el establecimiento de sus “gobernanzas criminales”, implicó una renuncia por parte del Estado a la soberanía territorial y a sus obligaciones en términos de políticas sociales y de seguridad humana hacia la población ¿cómo explicamos que grupos armados impongan toques de queda, repartan alimentos e, incluso, impongan medidas de cuarentena si no es a partir de esta renuncia del Estado de asumir sus funciones más básicas? Segundo porque con fuerzas policiales y militares fragmentadas y enfrentadas entre sí, las bandas de crimen organizado siguieron proveyéndose de municiones y armas pesadas por parte de elementos de las fuerzas del Estado, y agentes de estas fuerzas persistieron en sus incursiones de extorsión a las mismas bandas.
Vistos en su conjunto, las políticas de mano dura revelan sus contradicciones estructurales. Así como Marx, digamos de manera casi jocosa y muy simplificada, decía que el capitalismo llevaba de manera inherente una profunda contradicción, puesto que, al reunir al proletariado hambriento en fábricas, esta reunión y la toma de conciencia de su situación e identidad, les llevaría inevitablemente a la revolución, la mano dura también conlleva esa contradicción en sus entrañas. Con esta misma lógica dialéctica, la concentración en prisiones de hombres empobrecidos y entrenados en armas, sin alternativas para vidas alternativas y de respeto, les llevará a su alianza y rebelión armada frente a los gobiernos que los encarcelan, cuyos policías corruptos facilitarán las armas para esa rebelión. Rebelión que, de paso, no tiene visos políticos: las bandas no quieren tomar el Estado, quieren tener el control territorial para el manejo e incremento de sus rentas. Las políticas de mano dura, una y otra vez demuestran su fracaso y sus trágicas contradicciones en el continente.
Injusticia estructural y zozobra: un país que clama por convivencia pacífica y la recuperación del Estado social y de derecho
En el tratamiento discursivo de los enfrentamientos por parte de voceros del Gobierno operan unos mecanismos que, inicialmente, buscan negar toda la responsabilidad estatal, no solo en la negligencia histórica en la búsqueda de responsables en el seno del Estado por la fuga de municiones producidas por las industrias militares venezolanas, o por armas como granadas que terminan en la dotación armada del grupo criminal, sino también en la desatención histórica de los jóvenes de los sectores populares. Desatención por la cual la pertenencia a una banda armada sigue siendo una alternativa para los jóvenes. Se presentan los enfrentamientos como producto de una eventualidad espontánea y no como resultados de la cadena de decisiones estatales que producen los malestares sociales que se simbolizan en un joven de 14 años disparando un fusil.
Por otro lado, observamos nuevamente, tal y como ocurrió con los operativos OLP en el año 2015, que más allá de los operativos policiales militarizados no existió ninguna política de seguimiento a los hechos ocurridos. ¿Mejoró la presencia del Estado en las zonas “recuperadas” en principio por la OLP? ¿Se siente la población realmente más incluida en una sociedad más justa y equitativa? Luego de la militarización de La Cota 905 hemos contemplado la extensión de la militarización de la ciudad, siendo testigos, una vez más, de relatos de abuso policial y uso excesivo de la fuerza letal contra la población.
Esta ambivalencia del Estado para con los sectores populares, caracterizada por una presencia ausente: presencia policial y ausencia de políticas sociales, sigue afirmándose como el patrón histórico de relación entre el Estado venezolano y las poblaciones cada vez más precarizadas, en un contexto de emergencia humanitaria compleja acentuado además por la imposición de las sanciones económicas.
¿Cómo dar respuesta a la injusticia estructural que no es incorporada como prioridad de Estado? Si bien muchos venezolanos vieron en la elección de Hugo Chávez una posibilidad de saldar esas deudas, el escenario actual es de una profunda fragmentación de la presencia del Estado en los sectores medios y populares, con el aumento de las brechas para alcanzar mínimos de igualdad social.
Las políticas para lidiar con la violencia estructural que se traduce en la violencia institucional concentrada en los sectores populares, así como las consecuencias de la prevalencia de las armas de fuego en la sociedad venezolana deben girar en diferentes órdenes. En el diseño de estas políticas también podemos aprender de las experiencias de otros países para adaptarlas a nuestras particularidades: la instauración de procesos de justicia transicional; la desactivación del enfoque y las políticas de mano dura; programas de desarme, desmovilización y reintegración para los más jóvenes; las posibilidades de reparación a las víctimas de la violencia; los escenarios de búsqueda de justicia y verdad en un contexto de violencia armada.
¿Puede un país volver a una senda de pacificación con los actores armados y de recuperación de las garantías democráticas? ¿Hacia dónde ir con los actores armados estatales y no estatales?
Este viraje en el enfoque implicaría comenzar por reconocer el nefasto impacto de las políticas de mano dura, que, junto con la corrupción de las fuerzas policiales y militares, han contribuido a la alianza y mayor armamento de los grupos criminales para responder a la guerra. Aprender asimismo de las políticas de reducción de daños, que apuntan a fortalecer el tejido social e introducir oportunidades de inclusión en las comunidades para evitar que más jóvenes se integren a estas bandas, así como una mayor profesionalización de la policía. Esto último implicaría colocar el foco en el mejoramiento sustantivo de la investigación criminal y la intolerancia contra los crímenes más graves como el homicidio. Exigiría además el mejoramiento de las condiciones laborales, así como la premiación a los agentes por la reducción de homicidios en las zonas bajo su vigilancia, como fue la política del Pacto por la Vida en Pernambuco Brasil.
El desmantelamiento de las políticas de mano dura, implica también el examen profundo de la tradición de abuso sistemático de la fuerza letal por parte de la policía, de ahí la pertinencia de apostar por procesos de justicia transicional. Originados en contextos post-autoritarios4, los procesos de justicia transicional intentan hacer frente a los abusos del pasado, al tiempo que generan mecanismos para evitar su repetición. La investigación comparativa5 destaca la importancia de los procesos de justicia transicional para garantizar la seguridad ciudadana en los países que pasan de regímenes autoritarios a democracias. Muestran que en los países donde no hubo un proceso serio de justicia transicional que abordara a los grupos violentos que permeaban o que eran tolerados por el Estado, se produjeron epidemias de violencia al mantenerse estos grupos articulados y romperse los acuerdos básicos que contenían la violencia. Este fue el caso de Brasil, El Salvador y México. En cambio, Bolivia, Chile y Perú –donde se establecieron sólidas comisiones de la verdad– presentan los índices más bajos de muertes violentas de la región.
La consideración sobre los actores armados no estatales es relevante para la construcción de la convivencia pacífica. Los actores armados son sujetos que han logrado ciertos capitales simbólicos a través del ejercicio de la violencia. Cualquier iniciativa orientada a la reducción de daños debe reconocer este poder de los actores armados en sus territorios. El Estado a través de un proceso institucionalizado de penetración de programas sociales de inclusión que impliquen la coordinación de educación, fomento de actividades productivas y de salud debe recuperar su presencia social en las comunidades. Los programas de desarme, desmovilización y reintegración han sido implementados en otros países, son apuestas complejas que implican la coordinación interna en el Estado, la participación de las comunidades y la reflexión sobre las propias identidades armadas. Pero ello sólo puede llevarse a cabo en un contexto donde existan pactos institucionales por la coordinación entre las instancias del Estado; la abdicación de la militarización de la política (y de la vida social en su conjunto) y la renuncia a la exaltación del uso de las armas, con miras a la recuperación de los valores democráticas, así como el establecimiento del valor de la vida y de la integridad física de las personas como prioridad. Las organizaciones sociales y el tejido social comunitario tenemos un intenso desafío al apostar por este fortalecimiento de nuestros lazos en un contexto de militarización extendida, pero esta sería la apuesta para estar preparados y “enredados” en un tejido social más sólido para cuando ocurra una transición formas democráticas de convivencia.
La consideración sobre las víctimas de la violencia será un insumo relevante para la reconstrucción del tejido social fracturado y la recuperación de la confianza en las instituciones. En un Estado cuyas fuerzas policiales han sido responsables de masivos abusos y la industria militar es la encargada de producir las balas y municiones, las víctimas necesitan en su historia personal el esclarecimiento de la verdad sobre su pérdida y la posibilidad real de reconstruir su vida. Los procesos de reparaciones a víctimas en América Latina dan testimonio de la necesaria tarea de recomponer el tejido social para alcanzar la convivencia política y social.
Para la consolidación de una convivencia pacífica será necesaria la incorporación de estas tareas de Estado con la participación de la sociedad en su conjunto en la discusión pública. La construcción de una política partiendo de lugares compartidos, de exámenes de verdad y justicia, y de la incorporación de los habitantes a la ciudadanía, en lugar de la aniquilación, tendrían que ser las discusiones centrales y existenciales de los factores políticos para la recuperación democrática.
Notas:
- Benjamín Lessing (2020) Conceptualizing Criminal Governance. American Political Science Association. 3.
- Cruz, José Miguel. (2010). “Central American Maras: From Youth Street Gangs to Transnational Protection Rackets.” Global Crime, 11(4): 379–398.
- Zubillaga, Verónica and Rebecca Hanson. (2018). “Del punitivismo carcelario a la matanza sistemática: El avance de los operativos militarizados en la era post-Chávez.” REVISTA M. Estudos sobre a Morte, os Mortos e o Morrer, 3(5): 32–52.
- Organización de Naciones Unidas. (2012). Informe del Relator Especial sobre la promoción de la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición, Pablo de Greiff. Mimeo.
- Guillermo Trejo, Juan Albarracín and Lucía Tiscornia (2018) Breaking State Impunity in post-Authoritarian Regimes: why transitional justice process deter criminal violence in new democracies. Journal of Peace Research.
*Psicólogo e investigador. Miembro de la Red de Activismo e Investigación por la Convivencia (REACIN)
**Sociólogo, investigador y profesora universitaria. Miembro fundador de la Red de Activismo e Investigación por la Convivencia (REACIN)