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La conversión cristiana desde las heridas de Ignacio

arte

“Sin maduración afectiva, sin renuncia a los deseos y pasiones de la infancia, es difícil, incluso casi imposible, vivir el misterio de la cruz, corazón y cúspide de la vida cristiana” (Hughes Didier)

Por Maximiano G. Millán Guevara*

En el marco del Año Ignaciano, el objetivo de estas líneas es llamar la atención sobre ciertas condiciones no deseables en el desarrollo emocional de una persona que, dada la situación social de polarización, atomización y destrucción de los elementos familiares tradicionales de nuestras ciudades modernas, se han convertido en eventos muy cotidianos que pudieran ser causa de elevados casos de frustración o algún diagnóstico mucho peor. Al mismo tiempo, se proponen ciertas estrategias de tipo pastoral para que, desde la prédica del Reino de nuestro Señor, podamos colaborar en la concientización de estos eventos y canalizar las necesarias ayudas, facilitando el acercamiento de los fieles al camino de la santidad.

Conceptos elementales

Comenzaremos por compartir unos conceptos básicos que, por no ser de nuestra competencia profesional, tuvimos que colocar como ancla de velero, para evitar divagar en lo desconocido.

Lo primero es definir por “herida emocional” una desconexión o desadaptación donde se pierde el control de nuestros actos, pensamientos y sentimientos según recordamos, vemos o vivimos sucesos similares a los que provocaron dicha herida. Cualquier evento doloroso que causó un gran dolor emocional en el pasado, si causa ese proceso de desconexión de la realidad al ocurrir un evento similar que nos lo recuerde, se considera una herida.

Podemos diferenciar aquí dos conceptos que están cerca, pero no son iguales. La herida es la cicatriz que dejó el evento, y este es considerado un trauma. Mientras que la primera es una marca en el inconsciente de la persona, el segundo es el hecho que causó esa marca y que se activa ante un estímulo del entorno.

El diccionario de la Real Academia Española (RAE) define “trauma” como “choque emocional que produce un daño duradero en el inconsciente”. Este daño duradero es lo que vamos a considerar la herida, y el evento, el trauma.

No cualquier recuerdo doloroso es una “herida emocional”, para que este recuerdo doloroso sea considerado “herida emocional”, tiene que dificultar y/o distorsionar el funcionamiento mental y emocional. Según esta autora, este comportamiento atípico puede incluir dolores de cabeza, ansiedad, irritabilidad, ira, pesadillas, insomnio, depresión, entre otros.

Lo que más nos llama la atención, entre los efectos de estas heridas emocionales y que tienen que ver directamente con el tema que tratamos, es que “(…) se pierde el equilibrio y ante la vivencia de inseguridad el estado de alerta se activa de forma permanente”. Este nivel de inseguridad hace que las personas heridas necesiten un apoyo espiritual que en no pocos casos generan apegos o relaciones de dependencia que impiden de fondo la libertad de elección, tan importante para los procesos de seguimiento espiritual.

La misma autora nos advierte que “(…) se desarrollan creencias condicionadas a la o las situaciones vividas que se acompañarán con las correspondientes emociones y su correlativo fisiológico”. Por lo tanto, la herida produce en el acompañado, la imposibilidad de discernir desde la acción de Dios en su vida; sino que su proceso de discernimiento se hace desde el trauma o eventos que causaron dicha cicatriz. Se le hará muy difícil a esta persona, vivir la acción del Señor en el presente de su vida, puesto que todo lo conectará con el evento traumático, es decir con el pasado.

Finalizamos esta parte con dos conceptos necesarios para explicar la conducta del personaje que vamos a estudiar en el presente trabajo. Una persona es considerada psicótica cuando presenta una conducta con delirios y alucinaciones en una buena parte de su accionar social. “Las personas con psicosis pierden el contacto con la realidad. En este sentido, debo aclarar que desde nuestra perspectiva no se puede trabajar pastoralmente con una persona psicótica, puesto que su evasión de la realidad, hace imposible la búsqueda en la Tierra de la misión que el Señor le pide para la construcción de su Reino.

En cambio, la neurosis no produce una pérdida de contacto con la realidad. Aunque el término está en desuso y se tiende a sustituirlo por “trastorno de ansiedad”, porque sus manifestaciones más evidentes son la angustia y la ansiedad. El psicoanálisis lo considera un conflicto entre un impulso reprimido y el “yo” de la persona. Cualquiera sea la causa que dispara estos episodios de ansiedad, lo más importante para nosotros es que esta situación es controlable en la mayor parte de los casos.

Fuente: Adalberto Roque

Por lo tanto, es más factible, trabajar espiritualmente a una persona neurótica que, a una psicótica, para lo cual siempre vamos a necesitar un diagnóstico psicológico que nos indique sobre cual terreno estamos sembrando la semilla del Reino. En ambos casos, la persona debe demostrar que tiene control sobre su trastorno de conducta.

La conversión cristiana, el duelo por mi vida pasada

No pretendemos, en ningún momento, profundizar sobre el proceso de conversión o llamado vocacional de los fieles cristianos. Nos disponemos a comparar de manera sucinta el proceso de conversión de un hombre, para encontrar la definitiva vocación a la cual el Señor le llamaba en un momento especial de su vida.

Pero antes debemos aclarar que toda conversión implica un dejar atrás la vida que llevamos. Por lo tanto, si la persona gusta de lo que hace, como normalmente pasa, entonces esa renuncia en su vida implica la vivencia de un duelo. Duelo viene de dolor, y es un proceso muy estudiado por los psicólogos y psiquiatras, los cuales han propuesto vivirlo por etapas, para mitigar el dolor y minimizar la cicatriz de la herida. De esta forma ayudamos a la persona en proceso de conversión, a no caer en conductas indeseables o que la desconecten de la realidad.

La doctora Elisabeth Kübler-Ross en su libro “Sobre la muerte y los moribundos”, propone un proceso de duelo en el cual aparecen las consabidas etapas que muchos de nosotros a lo mejor conocemos: La negación (“¡A mí no me puede estar pasando esto!”); la ira (“¿Dios mío por qué a mí? ¡Te odio!”); la depresión (“Nada me trae paz, todos me han olvidado”); el pacto (“Está bien Señor, pero si acepto esto ¿tú me darías algo a cambio?”) y la aceptación (“Está bien Señor, tu decisión es la mía”). Es importante aclarar que los paréntesis son interpretaciones nuestras.

Ese modelo, es el que más o menos, siguen todas las personas en proceso de duelo. Si se queda en alguna de esas etapas y no las supera, estamos entonces ante una condición que posiblemente necesite ayuda externa y debemos pedir a la persona que no tome una decisión vocacional en ese estado.

Una última cosa sobre este modelo. La esperanza aparece como un eje transversal en el proceso de duelo. Es decir, todas estas etapas de superación de un duelo deben estar bañadas de esperanza. ¿Esperanza en qué o en para qué? Pues diríamos, esperanza como virtud teologal. Esperanza en que, a pesar de todo, el Señor actuará en mi persona y me llevará en este proceso hacia el camino que más me convenga. Haré una nota marginal en este párrafo de que el trabajo de la Dra. Kübler-Ross fue con moribundos, y en ellos fue que encontró la importancia de este factor.

Íñigo de noble a mendigo

Este es el nombre de pila, de un gran santo de la Iglesia. Vamos a centrar esta parte en el proceso de conversión de Íñigo, para extraer de esa pequeña parte de su vida, algunas conclusiones pastorales para los que seguimos su espiritualidad.

Íñigo era un noble de la casa de Loyola en España. A los 26 años una bala de cañón le fractura las piernas y es obligado a una convalecencia en su casa. Es durante ese reposo obligado, lleno de dolores por los tratamientos médicos, que su proceso de conversión ocurre.

Para nada estamos pensando en ser parte de la discusión, sobre si los hechos de su infancia, unidos a este gran trauma, hicieron de Íñigo un hombre psicótico o neurótico. Sobre esa discusión hay mucha bibliografía en la red. Vamos a tratar de ver el proceso de su duelo vivido, siguiendo su “Autobiografía”; proceso por demás necesario para llegar a su conversión al Señor.

Por datos biográficos se sabe que Íñigo quedó huérfano de madre en su niñez. La atención materna del niño y adolescente la tuvo a cargo la esposa de su hermano mayor. Esta situación y un testimonio posterior durante su generalato, ha hecho pensar a algunos estudiosos que nuestro personaje creció con una herida emocional hacia la relación con las mujeres.

Su entrega a la muy conocida vida cortesana era, posiblemente, una respuesta compulsiva a esta herida. Pero también ha servido de explicación para entender el devocional amor que le profesaba a Nuestra señora Madre de Jesús y Madre nuestra.

Este primer aspecto, basado en muy pocos datos, puede servir de ejemplo de cómo ante un evento traumático, la herida no puede ser un aspecto definitorio de la vocación. Podemos convertir esta desventaja en un elemento de arranque para encontrar una acción personal que me ayude a vivir plenamente feliz.

Imaginemos a un hombre rico de menos de 30 años, que hasta hace poco vivía entre banquetes, vino y mujeres, verse sólo, en una cama, con una pierna deformada que le va a producir una cojera muy visible, sin poder pelear ninguna nueva batalla para ganar el honor que los hombres requerían en esa época. Definitivamente, la autoestima de Íñigo debió estar por el suelo.

En segundo lugar, luego de ese primer discernimiento de espíritus que lo lleva a aborrecer su vida pasada, Íñigo decide hacer lo que otros santos de la Iglesia hicieron por Cristo y comienza un proceso de desprendimiento de su vida pasada. Aborrecer su vida cortesana y salir a hacer penitencia, pudiera significar que, durante la etapa en Loyola, nuestro personaje pasó por las primeras etapas de su duelo y se lanza a vivir una especie de pacto que con el Señor ha hecho. “Haré esto que otros han hecho por ti y tú me darás la Gracia para alabarte y seguirte”, parece decirnos este personaje con su cambio de vida.

Haría falta investigación sobre el hecho, pero para este trabajo nos basta con reconocer, que nuestro personaje está buscando la manera de cerrar las heridas emocionales que le causó el descubrimiento de lo equivocado de su vida pasada y de las emociones positivas que esta nueva vida le pide. Todo este proceso con las herramientas propias de la época.

Se despoja de sus vestiduras de noble, se manda hacer una túnica con tela de saco y se lanza a ser un mendigo para llegar a Jerusalén en una marcha penitente. Se descuida en su aspecto personal, quizás como forma de negarse a sí mismo, y desde esta situación que parece depresiva, es que ocurre la famosa iluminación.

Caminaba hacia la capilla donde hacía sus oraciones en el poblado de Manresa y al pasar al lado del río Cardoner, se quedó extasiado: “Y esto fue en tanta manera de quedar con el entendimiento ilustrado, que le parecía como si fuese otro hombre y tuviese otro intelecto, que tenía antes.” (“Autobiografía”, 30)

¿Será este el momento de la aceptación de su nueva vida y final de su duelo? No tenemos suficientes elementos para responder esta pregunta, pero la vida de Iñigo no fue la misma luego de ese evento.

De allí en adelante la vida lo lleva primero a enfrentar una serie de problemas que le hicieron dejar la idea de ir a Jerusalén, sus discernimientos lo llevan a formarse como sacerdote y luego con seis compañeros más, comienza Ignacio de Loyola su vida comprometida con el Reino.

Lo que aprendemos para el acompañamiento

No se puede aspirar que las personas que busquen el camino que el Señor les pide, sean provenientes todos de familias ideales, con valores cristianos y con un equilibrio emocional que permita un proceso vocacional sin altibajos y sin problemas. Mucho menos en esta época, en que la pandemia ha dejado al descubierto las debilidades de las familias en las grandes ciudades.

Los que nos sentimos llamados a acompañar a otros en este bello proceso de encontrar la voluntad de Dios en nuestras vidas, debemos tener claro que nos van a llegar cada día con más frecuencia personas con neurosis, psicosis y heridas emocionales no tratadas. Es por esto que la formación del acompañante en estos aspectos no debe ser ajena y más bien debemos buscar crecer en el manejo de estos elementos para ayudar realmente a los acompañados.

Íñigo sintió primero la paz del buen Espíritu que le fue indicando como un faro hacia dónde ir a encontrar al Señor. Luego sintió el amor del Señor en las promesas cumplidas, en la conversión de sus amigos, en la construcción de la obra. Finalmente es innegable que Íñigo se sentía hijo predilecto de María, la madre de su Señor. Como vemos, las heridas se cierran con mucho amor, no con alcohol, aunque haya que desinfectarlas… Esa es la primera condición de quien va a acompañar este tipo de procesos.

Debemos ser espejos que reflejen el amor de Dios para la persona guiada o acompañada. No somos psicólogos o psiquiatras, en principio somos compañeros de camino, que tratamos de llevar a nuestros acompañados al encuentro con el camino definitivo hacia la felicidad plena que nos ha prometido el Señor.

El principio y fundamento plasmado por Ignacio en los EE.EE (N°. 23) debe ser el patrón por el cual guiemos al acompañado. Todo lo que nos lleve al Señor debe dejarse fluir y seguir, solo aquello que nos aleje del amor de Dios debe ser dejado de lado. No importa si estamos heridos, neuróticos, ansiosos; parafraseando al autor del encabezado: la gloria de los hombres deberá ser cambiada por la Gloria de Dios, que sana.


*Docente jubilado (AVEC). Colaborador externo del Centro de Espiritualidad y Pastoral (CEP) del Zulia.

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