Ángel Antonio Pérez Gómez
Pablo Neruda pasó a la clandestinidad en su propio país en 1948 cuando el presidente González Videla ilegalizó el partido comunista chileno –con cuyos votos había sido investido– tras unas declaraciones del poeta, senador electo, en las que arremetía contra el mandatario por la represión contra los obreros. Neruda, de orígenes humildes, se había instalado, sin embargo, en una confortable situación económica desde que ejerciera como cónsul primero y luego como embajador en diversos países (lo fue en París durante la guerra civil española). No renunció a vivir como un burgués acomodado ni siquiera oculto, pues su fama y posición dentro del partido le habían convertido en un icono que había que preservar a toda costa. Finalmente, huyó por Argentina a Europa en una época en que los países occidentales vivían una verdadera paranoia anticomunista, en buena parte propiciada por la despótica tiranía de Stalin en la Unión Soviética y por las sucesivas purgas dentro y fuera de su país que promovió.
El guion del film –de Guillermo Calderón– se articula mediante la pesquisa policial de un inventado comisario, Óscar Peluchonneau, encargado de la caza y captura del fugitivo líder comunista. Las reflexiones y consideraciones sobre su propia suerte como funcionario se entreveran con su inepcia para atrapar al prófugo. Pero es el narrador oficial de esta reconstrucción ficcionada de unos años en los que Neruda escribió su Canto general.
La pintura que se nos presenta del poeta, por otra parte, es claramente ambivalente. Se reconoce su valía como literato y escritor, como comunista militante, pero no se soslaya su narcisismo casi infantil, el enfático recitado de sus versos (en un tonillo de la época pero que hoy nos parece engolado), su alto nivel de vida incluso en sus escondites, su afición a los burdeles y a las fiestas orgiásticas e incluso su incumplimiento de las más elementales normas de seguridad cuando uno ha de vivir de incógnito. El retrato de su carácter, un tanto caprichoso, contrasta con su ideología y produce esa disfunción entre lo que se piensa y lo que se vive, que ha sido un rasgo harto frecuente en numerosos intelectuales y artistas progresistas, de ideas muy a la izquierda, y que han vivido en medio de la opulencia que les proporcionaba o su condición o sus ganancias.
Neruda se erige en representante de ese tipo de personas por obra y gracia del texto del dramaturgo chileno, autor del guion, y de la excelente realización de Larraín que vuelve a deleitarnos con sus imágenes llenas de un claroscuro que es, en sí mismo, una declaración de principios, de su ágil y efectiva dirección de actores (entre los que sobresalen Gnecco y Gael) que trasmiten al igual que Mercedes Morán la ambigüedad y las contradicciones de la vida misma, en la que se mezclan ideales dignos y espurios.
Ni el cazador ni la presa se libran, al igual que casi todos los restantes personajes, de esa ambigüedad fundamental que convierte a los villanos en héroes y a los olvidados en protagonistas. La condición humana en sus fortalezas y debilidades aparece así como denominador común de unos y otros. Y es lo que hay que agradecerle a Pablo Larraín, que nos haya entregado el retrato de una época –la del anticomunismo militante del final de cuarenta y principios de los cincuenta– plena de las contradicciones que son patrimonio del ser humano. No ha desacralizado a Neruda sino que, al hacerlo más frágil, lo he ha convertido en más universal.
La película no es perfecta, pues, tiene sus baches y repeticiones. Hay momentos en que se estaca, en los que cobra demasiada importancia el hombre del bigotillo fascista empeñado en apresar al revolucionario. Pero se ve con agrado porque pretende, en definitiva, hablarnos de personas reales y no de muñecos inventados. Y Larraín se confirma como un director muy relevante no sólo en la cinematografía de Chile sino en la mundial. A ver cómo lo hace en la próxima Jackie, sobre la mujer de John F. Kennedy.
Fuente: http://www.cineparaleer.com/critica/item/1961-neruda