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Edificio Centro Valores, local 2, Esquina de la Luneta, Caracas, Venezuela.

“La casa grande”

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Tiempo de tormenta. Turno de decisiones. Clima de borrasca y viento. Luz difícil

 Leonardo Padrón

Desde hace meses no dejo de recibir invitaciones a charlas, conversatorios y tertulias que gravitan alrededor del mismo tema: las razones para seguir apostando por el país, para quedarse y lidiar, para no irnos en desbandada. No es un tema fácil. Es complejo por inédito, por extraño a nuestro hábito, por subjetivo y personal. Es un tema espinoso por el espinoso país que hoy vivimos. Por el caos que nos rodea. Por la violencia de la marea que golpea nuestras certidumbres y ataduras.

Ahora bien, ocurre que habitualmente uno no anda explicando las razones que tiene para no irse de su casa. Uno, simplemente, está, permanece, hace hogar en ella. Construye familia. Teje su día a día. Come allí, duerme en ella, la pasea descalzo, se demora en sus ventanas, erige su biblioteca, pone su música, domestica su almohada, conoce sus ruidos y caprichos. Es el lugar donde pugnas con tus gripes, tus despechos o tus resacas. El espacio donde ocurren tus epifanías y descalabros. Donde más has celebrado la navidad, los pequeños triunfos y cada nuevo centímetro de altura de tus hijos.

Mi casa, si me pongo específico, limita al norte con la fiesta que es el Caribe, al sur con la selva fantástica de Brasil, al oeste con kilómetros de vallenato, cumbia y hermandad y al este con la vastedad del Atlántico y ese litigio histórico, otra vez de moda, que es Guyana. Mi casa tiene el techo azul casi todo el año. Mi casa es un clima de mangas cortas y risa fácil. Mi casa tiene un catálogo de playas irrepetibles. Y si la camino a fondo me topo con la belleza de sus abismos de agua, con la neblina a caballo de sus páramos, con sus árboles redondos, con su sol de tamarindo y papelón. Mi casa tiene 30 millones de habitantes. Tiene un océano de mujeres hermosas, nocturnas y sensuales. Mi casa es una geografía vehemente y delirante. La han llamado Tierra de Gracia, Pequeña Venecia, Norte del Sur, El Dorado, Crisol de Razas, Paraíso Perdido. En mi casa se baila en todas las esquinas, se toma cerveza sin piedad, se coleccionan abrazos, se hace el amor en cada vestíbulo, y se hace el humor hasta el amanecer.

En mi casa está mi infancia, mi ventana y mi lámpara, mi postre favorito, mi carro, mi lista de amigos, mi cine recurrente, mi ruta de librerías, mi estadio de beisbol, mi zona de costumbre y apegos. El sol nace y se pone en mi casa.

Resulta que mi razón de ser, lo que me explica y define, limita por todas partes con mi casa. Este es el domicilio de mis entusiasmos y obsesiones.

Tengo una vida entera en ella. Y una vida entera es mucho tiempo. Es todo el tiempo. Una vida amueblada por mis años, mis logros y mis mejores fracasos.

Y sucede que a pesar de todo eso, tengo que explicar por qué no me quiero ir de mi casa.

Generalmente, cuando no llega el agua a mi casa averiguo, pregunto, resuelvo, compro, instalo un tanque. Cuando aparecen filtraciones busco, llamo, persigo al plomero. Cuando la basura se acumula en el depósito reclamo, toco la puerta, hablo con la junta de condominio. Cuando se agrietan sus paredes, cuando se colma de insectos, cuando la cubre el polvo, cuando se trastornan sus aparatos, cuando la polilla ataca, en todos esos casos, no suelo irme, no desisto, no salto por la ventana. Sencillamente, me ocupo. La lleno de atenciones. Busco prodigios que la sanen.

Sí, en estos tiempos las goteras se han vuelto absurdas, el techo se ha corrompido, el agua sale negra, la luz es escasa, el tronar de las armas eclipsa el bullicio de las guacamayas, la nevera se ha llenado de vacío y nostalgia, a los insectos se le han sumado alimañas impensables. Mi casa es hoy un tesoro arruinado, malbaratado, saqueado. Pero es mi casa. Me cuesta no atenderla. No procurar remedios. No aportar la cal de mis opiniones, la despensa de mis esmeros, el martillo de mi insistencia y su tanto de ética, perspectiva y confianza.

Mi casa está rota. Y yo me sumo a la reparación. No al adiós. Irme es un verbo posible. Tengo derecho a hacerlo. A veces me intoxico de ganas. Pero entiendo que en cualquier otro confín seré un extranjero. Un emigrante. Un nómada accidental.

Es una opción válida, legítima. En ciertos casos, emocionante, y en otros, atemorizante. Es irresponsable juzgar a quien se va. Irse posee el calibre de las desgarraduras. El exilio es una palabra llena de piedras. Quien parte intenta llevarse el peso existencial de la casa. Busca sostenerla desde la distancia. Toda mudanza es incertidumbre y desvelo. Es una acrobacia espiritual.

Hay vecinos que se han ido, otros que están haciendo maletas, ensayando un nuevo idioma, aprendiendo a usar un GPS. Mis hijos se despiden de sus mejores amigos. Mi pareja se despide de sus mejores amigos. Mis mejores amigos se despiden de sus enemigos.

Le pregunto a mi hija de 13 años por qué no se iría del país. Me suelta una ráfaga de sustantivos: la gente, el clima, el idioma, la comida, el paisaje, los amigos. Y agrega algo inesperado: “Me gustaría estar cuando se arreglen las cosas y ver el cambio”.

Hace poco leí en el blog de alguien un concepto interesante. Decía Daniel Pratt: “migrar es aceptar que tu lugar y tú no pueden continuar juntos, rendirse, asumir que no hay manera de arreglarlo. Tienes que divorciarte, perder, naufragar (…) Desde el momento que partes eres extranjero siempre, hasta en tu propio país”.

Y, vamos a estar claros, hay mil razones para irse, y quizás solo diez para quedarse. Pero esas diez razones pueden justificar tu vida.

En estos tiempos los venezolanos estamos viviendo una experiencia inédita. En esta época de ideologías y militancias extremas, el desencanto ha hecho que el país esté advirtiendo el mayor de los éxodos de su historia. Me he topado con la conmovedora circunstancia de ver a una madre hacer todo lo posible por separar a su hijo de ella. Apurándolo para que se vaya a estudiar a Calgary. Lejísimo. Para salvarlo. Para saberlo seguro.

Y, ciertamente, las migraciones son tan antiguas como la especie humana. No debería alarmarnos tanto. Cada ser humano está obligado a vivir sus propios renacimientos.

Pero la casa no puede quedarse sola. Necesita la atención de sus propietarios. Este extrañamiento, este estupor colectivo, nos hace comprometernos aún más con el momento histórico que estamos viviendo.

¿Es este el fin del país? No. Los países no concluyen. Es este un episodio severo. Amargo. Ruinoso. Se habla de la inflación más alta del mundo. De la escasez más pavorosa que hemos vivido. Del corrimiento del sistema de valores. De una violencia sórdida y copiosa que ha convertido al mapa entero en sangre y luto. Así de grave está la casa, así de extrema la inundación. Sí, hacemos agua por todas partes. Los pronósticos del tiempo anuncian sólo noticias oscuras. Entonces, ¿desertamos?, ¿desmantelamos lo que queda? Es una opción, pero ¿realmente queremos renunciar a nuestra casa?

Si esta es la piedra fundacional de nuestros días, ¿qué estamos haciendo para detener su ruina? ¿Basta con el largo quejido que hoy somos? Si no nos involucramos, toca renunciar, incluso estando adentro. Dejar que otros impongan la ruta de nuestros afanes.

Es fácil ser ciudadano de un país cuando el viento es benigno, cuando el subsuelo es oro, cuando el peatón ejerce la alegría como contraseña, cuando la comida abunda, cuando el mar es amable y no hay marea alta en el horizonte.

Pero también hay que ser ciudadano cuando el país está enfermo, acosado por la indolencia, atascado en un pantano de errores, cuando es víctima de sus propias contradicciones. El país, nuestra casa mayor, nos necesita en su adversidad, en sus fiebres, en la penuria y la borrasca. Querer a alguien es también lidiar con su infortunio. Si tu pareja se enferma de cáncer, ¿la abandonas?, si tu mejor amigo cae preso, ¿renuncias a visitarlo?; si tu hijo sucumbe a las drogas, ¿le das la espalda?, si tu madre comienza a sufrir de Alzheimer, ¿le sueltas la mano y dejas que camine sola hacia la locura? Supongo que no. Pasa igual con el país. Si los que aquí insistimos no nos comprometemos en buscarle cura a sus desvaríos, en otorgarle coherencia y sensatez, entonces no vale la pena quedarnos.

Los optimistas (dicen que es una raza en extinción en el territorio nacional) saben que toda crisis genera una mina de posibilidades. Repito a Francois Guizot en su afirmación de que los optimistas son quienes transforman al mundo. La lección ante nuestros errores acumulados ha sido amarga. Pero es hora de responder. De apostar duro. De vivir cada día como construcción. De devolverle a esta tierra de gracia todo lo que nos ha dado, empezando por el derecho a existir y crecer en su aire, en su luz, en su maravilla, maravilla que vamos a devolverle con nuestras ganas de seguir perteneciendo a un gentilicio, de seguir viviendo en la casa grande de nuestra existencia.

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