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La caída de Kabul

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Por Germán Briceño Colmenares*

Tenemos varios días escuchando en todos los medios que Afganistán es uno de los países más peculiares y conflictivos del mundo: un lugar inescrutable, hostil y peligroso que no se parece a ninguno. Enclavado sin salida al mar en medio de uno de los parajes más montañosos de la Tierra – el noventa por ciento de su territorio está surcado por las cumbres y valles del Hindu Kush, el Karakoram y los Himalayas –, se ha ido ganando una reputación de ser una especie de fortaleza inexpugnable, de la que no se puede salir ni tampoco acceder fácilmente. “Cementerio de Imperios”, lo han llegado a calificar algunos. A mí sencillamente me bastaba con contemplar un lebrel afgano para darme cuenta de esa inefable y misteriosa singularidad.

En los entresijos de ese accidentado paisaje se despliega un entramado humano tan abigarrado y variopinto como un tapiz oriental. Pastunes, tayikos, hazaras, uzbekos, turcomanos y otras minorías, conviven, no pocas veces en abierta hostilidad, sin haber logrado encontrar un denominador común o algún elemento unificador: los diversos intentos de construir un estado nacional más o menos viable a lo largo de la historia han sido efímeros y todos han terminado en un estrepitoso fracaso.

Sin menoscabo de esa aparentemente irreconciliable división, de un contexto histórico singular y de unas circunstancias particulares, algunos de los problemas que hoy padece Afganistán tampoco son muy distintos – salvando las diferencias de grado y magnitud – de los que acontecen en otras partes del mundo. Por un lado, tenemos a una minoría de fanáticos que pretende imponer su ideología a cualquier precio; quienes además no tienen ningún escrúpulo para hacerse con el poder mediante la fuerza y no cederlo jamás, caiga quien caiga. Lo explicaba muy bien el otro día sin inmutarse ante las cámaras uno de estos cerriles muyahidines: “estamos en una guerra y si tiene que haber muertos, pues habrá muertos…”

Frente a este escurridizo e implacable adversario, se hallaba una entelequia de Estado, una artificiosa institucionalidad, plagada de ineficacia y corrupción, a pesar de los ingentes recursos y el apoyo vertidos por la comunidad internacional a lo largo de dos décadas. Lo cierto es que esta estructura burocrática no logró ofrecer una respuesta concreta y real a la inmensa mayoría de los afganos. La demostración más evidente de su fracaso se puso de manifiesto en los últimos días, en los que un ejército afgano de 300.000 efectivos, entrenado y armado por los estadounidenses, sucumbió como un castillo de naipes ante la determinación de los 75.000 combatientes talibanes. La razón, según han revelado múltiples testimonios, no era un mero desapego a un gobierno que no solo sentían ajeno, sino que efectivamente lo era: ni siquiera era capaz de pagar el sueldo a los soldados.

En medio de estos dos desprestigiados adversarios, como suele suceder, se encuentra la inmensa mayoría de los civiles de a pie, tratando de subsistir como mejor pueden en uno de los países más pobres, violentos y atrasados del planeta. Ese es, tristemente, un argumento recurrente en casi todos los conflictos del mundo. Las partes enfrentadas están tan ocupadas en sus pequeñas y grandes rencillas de poder, que se olvidan por completo de aquellos a quienes se deben en primer lugar: los ciudadanos.

Y este cruel abandono de los inocentes no ha hecho sino comenzar. La comunidad internacional ha decidido abandonar el país en una caótica retirada ordenada por Biden, producto de un acuerdo negociado previamente entre Trump y los talibanes bajo el argumento de que los afganos debían decidir su propio destino, que excluyó nada menos que al gobierno que los Estados Unidos decía apoyar. Salvo las pocas decenas de miles de afortunados que consigan ser evacuados, el pueblo afgano ha quedado a merced de unos fanáticos. La jurada archienemistad entre el Talibán y el no menos infame Estado Islámico, que ya se ha cobrado las primeras víctimas en sendos atentados perpetrados en las inmediaciones del aeropuerto de la capital atestadas de gente buscando salir del país, amenaza con desatar una espiral de violencia de consecuencias impredecibles. Mientras tanto todos nos hemos quedado con una inquietante sensación de perpleja impotencia: el mundo parece que, por ahora, no puede hacer nada más por Afganistán.


*Abogado y escritor.

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