Minerva Vitti
“Se murió”, dijo un niño en voz muy baja mientras corría descalzo hacia el hospital con un tensiómetro en sus brazos. Sabrina y Milagros se paralizaron algo confundidas. “¿Quién se murió?”, le preguntó Milagros e inmediatamente su rostro palideció, “es que creo que fue mi prima”. Sabrina corrió a avisarle a los doctores. En la sala de espera del hospital dos enfermeros dijeron: “Ella solo tenía dolor de cabeza”.
Sabrina, Verónica, Diana, Katherina, pasantes de la Escuela de Medicina José María Vargas de la UCV que están haciendo sus prácticas por dos meses en San Francisco de Guayo, y Milagros, una joven habitante de la comunidad, comenzaron a correr por la caminería de cemento hacia la ranchería, lugar de donde venía el niño. Al llegar, un silencio mortuorio invadía el lugar. La gente estaba afuera de sus casas, expectantes; más adelante un gran número de vecinos esperaba al frente del janoko (vivienda típica de los waraos) que en vez de estar sobre las aguas estaba a varios centímetros del terreno fangoso con algo de hierba.
Dentro yacía una mujer inmóvil tendida en su chinchorro. Las pasantes la bajaron y la colocaron en el piso de tablas. “¿Desde hace cuánto tiempo está así?”. Nadie sabía responder. Katherina se arrodilló junto al cuerpo, colocó la base de una mano en el esternón, justo entre los pezones, la base de la otra mano sobre la primera mano, y comenzó a presionar con fuerza el pecho desnudo de Daritzia Medina. Con cada compresión rápida y fuerte el vientre de la mujer hacia ondas como las del río Orinoco que afuera seguía su curso. Su falda de tablones amarilla y negro también danzaba en un tiempo inmóvil. Siguió Verónica y comenzó a aplicar la misma presión sobre el pecho de Daritzia. La madera crujía por el mínimo choque del cuerpo contra el suelo.
“No tiene pulso”, dijo Diana. Sabrina me pidió prestada mi linterna y desplegó hacia arriba los párpados de la mujer. Sus pupilas confirmaban la muerte. Las pasantes siguieron haciendo reanimación cardiopulmonar (RCP).
Al fondo del janoko casi oscuro un hombre sentado al lado de un plato de arroz recién empezado veía la escena ensimismado y un niño de pie, asustado, lloraba. Eran el marido y el hijo de Daritzia. Dos ancianos más simplemente observaban y del otro lado, junto a las doctoras, unas mujeres con los ojos enrojecidos de tanto llorar veían como Daritzia simplemente se iba. También había ropa guindada, algunas bolsas y una gorra tirada en el piso que ya no era roja, sino negra por el sucio del suelo. Quién sabe cuántas veces la habían arrastrado. El Lizetica Gobernadora, bordado en la parte frontal, era una invitación a recordar qué tanto han hecho las instituciones del gobierno local por los waraos del bajo delta, el segundo grupo indígena más numeroso de Venezuela. Sin duda Lizeta Hernández era un huésped invisible, una simple gorra, un simple detalle que pasó inadvertido para muchos pero que resultó ser una señal devastadora, como las decenas de afiches o franelas con nombres de autoridades y consignas que se encuentran en esta comunidad a ocho horas de navegación desde Puerto Volcán en Tucupita, un lugar que forma parte del municipio Antonio Díaz del estado Delta Amacuro, uno de los más pobres y con la más alta tasa de mortalidad infantil del país, donde el Estado solo está presente en el costoso material que usan para promocionarse.
Crisanto, enfermero del hospital Hermana Isabel López de Guayo y hermano de Daritzia, entró.
—¿Qué pasó?— le preguntó una de las doctoras.
—Yo no sé, yo estaba en el Mercal. Ella comenzó a vomitar moriche y arroz, se sentía mal.
—¿Por qué no la llevaste al hospital?
—Yo no sé. Es culpa mía, es culpa mía. Ella vomitaba sangre.
Todos estaban confundidos. La mujer warao tenía sangre en la nariz y sus piernas estaban frías. Uno minutos después llegaron los doctores Alfredo y Luis, que hacen su año de rural en Guayo, y se colocaron uno hacia la cabeza de la mujer y el otro hacia los pies.
—¿Qué sucedió?
—A ella le dolía la cabeza.
—¿Era paciente de tuberculosis?
—Le sacaron muestras ayer.
—Uno de sus familiares murió de tuberculosis.
—¿Estaba tosiendo mucho?
—Sí.
—Pero ella fue ayer a la graduación de sexto grado y estaba bien, esto fue de repente.
—Ella estaba bien, solo le dolía la cabeza.
Luego de quince minutos una de las pasantes detuvo la reanimación cardiopulmonar. Eran las 5:44 pm.
Alfredo y Luis fueron al fondo y le dieron el pésame al marido de Daritzia. Hasta este momento todo había permanecido en silencio dentro del palafito, pero cuando salió el último doctor del janoko, mujeres, niños y hombres entraron como el agua que corre hacia un precipicio y comenzaron a llorar con tanta estridencia que era imposible no sentir su dolor. Los gritos waraos volaban por toda la ranchería y en ocasiones sonaban a canto. “Eso fue una brujería, la joa, la joa [encantamiento]”, me alcanzó a traducir Aquilino, un artesano warao que estaba parado dos janokos más allá. “Parece que fue una botellita que le fue corriendo por el cuerpo, le pasó por el pecho y por el cuello (…) Los wisidatus [dueño del dolor] estaban con ella”.
Los niños lloraban.
Los médicos regresaron en compañía de la hermana Isabel, religiosa de la congregación Terciarias Capuchinas que tiene más de cincuenta años trabajando entre los waraos. Cuando entró al janoko el volumen del llanto disminuyó un poco. “Dale señor el descanso eterno y brille para ella la luz perpetua, descanse en paz”, repitió varias veces. “Vamos a rezar un Padre Nuestro”. Sabrina abrazaba a Elvis, el hijo de 9 años de Daritzia, que se restregaba sus ojos llorosos con los dedos. El esposo seguía atrás como en shock, solo mirando al piso.
***
Luego de dos horas, la hermana Isabel contaba a los doctores que le habían dicho que a la mujer le había caído un palo mientras estaba en el conuco. “Pero nosotros no vimos ningún hematoma o golpe en el pecho”, dijeron Diana y Sabrina. Todo era muy extraño. De pronto entró un hombre a la casa de las hermanas e interrumpió la conversación: “Tenemos una emergencia. El niño está en el hospital. Parece que comió un azúcar amarga y comenzó a temblar”. Todos los doctores salieron corriendo nuevamente.
Cuando llegaron Elvis, quien había perdido a su madre hacía unas horas, estaba en una de las camillas un poco desorientado. Lo había traído su tío. Le colocaron una vía intravenosa con diazepan.
— ¿Cómo lo encontraron?— preguntó uno de los doctores.
—Estaba acostado y comenzó a moverse.
—¿Pero, cómo tenía los brazos?, ¿así?— Verónica hizo un gesto extendiendo sus brazos hacia abajo— ¿Tenía los puños cerrados?
—No.
Para cenar Elvys y su padre habían tomado un guarapo dulce. Por unos minutos más duró la confusión con una fulana azúcar amarga que habían comprado en el Mercal, incluso los waraos llevaron la botella con el endulzante, pero luego esto se descartó. Elvys quedó en observación.
En ese momento también los doctores confirmaron la versión de la hermana Isabel: a Daritzia le había caído un palo en la cabeza. Los galenos deducen que el impacto pudo romper algunos vasos y que la sangre comenzó a regarse por el cerebro, afectando el habla y otras funciones. Hemorragia subaracnoidea, se llama. Probablemente por eso, luego de las 12 del mediodía, Daritizia dejó de responder cuando algún familiar le preguntaba algo. Hubiese sido imposible hacer algo en un hospital tipo 1 que ni siquiera tiene luz, agua y ambulancia fluvial para hacer traslados a Tucupita; y en el que mucho menos hay un tomógrafo o un neurocirujano.
Mientras tanto Elvys, con su manito atravesada por un jelco, se reía con alguna de las gracias que hacia Katherina para consolarlo, comía un pan dulce hecho por la hermana Isabel, y guardaba las tres chupetas que le había regalado Sabrina. Un día que seguro quedará fijo en su memoria.
***
Era jueves y un llanto intenso se escuchaba afuera de la casa de las religiosas. Caminé hacia la puerta y estaba entrejuntada, seguí hasta la iglesia y ahí estaba el ataúd en el centro y un grupo de waraos. “Las madres van al cielo, porque traer un hijo al mundo es cosa grande”, les decía la hermana Isabel.
Terminó la ceremonia y comenzó un canto. Dos hombres tomaron el ataúd y lo sacaron hasta el muelle de cemento, justo al frente de la iglesia. Los waraos se quedaron atrás. Por un momento solo la madre lloraba, cantaba, hablaba en warao: “Ma noboto, ma noboto”. Ella vestía una falda de pliegos verde, una camisa blanca y tenía un plato hondo de plástico en sus manos. Su cabello iba suelto y estaba descalza. Luego alguien me dijo que aquellas palabras tan insistentes, estridentes y dolorosas significaban “mi hija”.
—¿Por qué no la llevan— preguntó la religiosa.
—Porque no hay gasolina. Un señor dijo que me la daría y no apareció— respondió un hombre.
—Eso han debido prepararlo anoche. Vaya y pídale a Laureano dos tanques de las hermanas— indicó la religiosa.
El hombre se fue corriendo y el resto se quedó llorando en el muelle. Al parecer Serafina, la capitana de la comunidad, les había enviado cinco tambores de gasolina para que trajeran la urna desde Tucupita, fueran al cementerio y regresaran a la capital, pero ese día nadie sabía dónde estaba la gasolina.
—Yo les dije que tuvieran paciencia, ya ella no va a volver y fueron a tocarle las puertas a las hermanas a veinte para las cinco de la mañana— dijo una mujer.
Así había sido. El funeral estaba planeado para las siete de la mañana, pero una de las personas llegó tocando la puerta porque según ellos el cadáver “iba a explotar”. Las mujeres continuaban llorando y cuando la madre terminaba alguna frase todas decían en coro: “Ma noboto, ma noboto”. Los antropólogos Werner Wilbert y Cecilia Ayala Lafée-Wilbert explican que los entierros se practican en medio de un profundo duelo por parte de toda la comunidad. Las mujeres entonan cantos fúnebres y “las lloras” se extienden por varias horas[1].
Pero aquel no era un entierro warao como el que había leído en los libros, donde utilizan como tálamo mortuorio una curiara sin terminar envuelta en hojas de temiche. Tampoco había indicios de que luego del entierro verificarían si había sido una joa: “La manera de confirmar si existió daño o no por parte de terceros es utilizando un procedimiento destinado a despejar las dudas de los familiares sobre el origen de la muerte de su deudo. Se trata de colocar arcilla gris, sacada del fondo del río, sobre el túmulo mortuorio de la persona fallecida. Pasado un día regresan al lugar del entierro en compañía del chamán de la comunidad. El fin es averiguar si hay huellas de algún tipo sobre la superficie de la arcilla, pues éstas delatarían que la muerte se produjo por la intervención del espíritu de Joebo, quien durante la noche llegó a chuparle la sangre al cadáver”[2].
Mientras tanto otros waraos conversaban sobre la versión de la causa de la muerte: “Eso fue el azúcar, el hijo también tomó del guarapo y convulsionó, sino lo llevan al hospital se ahoga”. Pero en todo esto lo único definitivo es que aunque muchos waraos continúen viviendo las enfermedades entre lo mágico-espiritual y la biomedicina, la realidad es que sus modos de vida se han visto afectados profundamente.
Un perro se acercó al ataúd y la madre de Daritzia lo espantó. Unos minutos después llegó la curiara, se subieron como treinta personas, pero todavía la embarcación no se dirigía al cementerio. Tenían que pasar por la casa de Daritizia a buscar las herramientas para cavar la fosa. Ya una de las religiosas les había facilitado cuatro láminas de zinc. Allá estaba el esposo de Daritzia. Él sufrió un accidente con un pez raya y desde entonces no caminaba bien. Con este ya eran dos días que tenía sin comer, simplemente estaba destrozado.
Los entierros son en Burojoina. La hermana Isabel no va desde que tres monjas murieron ahogadas: “Ellas habían ido a pasar las vacaciones de navidad e hicieron hallacas. Un día fueron a pasear a una parte que le dicen la playa, pero siguieron hasta el mar y la curiara se volteó”.
Una llovizna ligera comenzó a caer. Las mujeres aglomeradas en el muelle comenzaron a llorar más fuerte. La lancha partió y el perro que la madre de Daritzia había espantado antes se quedó acostado en el muelle.
—Ay Dios mío santo, este es el perro de la dueña— dijo Raúl.
—Es que los animales también sienten— le respondió la hermana Leida.
—Nunca había visto algo igual.
La mayoría de los waraos han visto enfermarse y morir a un hermano. A diario padecen diarreas, vómitos, parasitosis, fiebres, dolores de cabeza, picaduras de insectos e infecciones de la piel, lo que hace que vean la enfermedad como algo intrínseco a su vida cotidiana. Lo que sentí aquel día fue un dolor muy profundo. Quien me diga que los waraos están acostumbrados a la muerte se equivoca, porque alguien que se habitúa no actúa de esta manera. No, definitivamente no están acostumbrados a la muerte, sino sumergidos en ella, porque a estas tierras no llegan las políticas públicas y el warao siempre está esperando a que algo bueno le suceda.
Referencias
[1] WILBERT, Werner y AYALA LAFEÉ-WILBERT, Cecilia (2007): Salud indígena en Venezuela. Volumen II.
[2] Ibídem.