Por Germán Briceño Colmenares*
Este 18 de mayo se han vuelto a celebrar misas en Italia con presencia de feligreses. El Papa Francisco, cuya solitaria figura presidiendo la liturgia en la inmensidad de San Pedro ya nos resultaba familiar, quiso realzar la ocasión con un gesto entrañable: celebró la eucaristía junto a la tumba de San Juan Pablo II, al conmemorarse 100 años de su natalicio. Pronunció Francisco, ante la cripta de su insigne predecesor, estas poderosas palabras: “Hace cien años, el Señor visitó a su pueblo. Envió un pastor. San Juan Pablo II fue nuestro pastor en la oración, en la cercanía al pueblo, en el amor a la justicia, que siempre va junto a la misericordia”.
Resuena también, en estas circunstancias que vivimos, aquella frase con la que inauguró su pontificado en 1978: “¡No tengan miedo! ¡Abran, sí, abran de par en par las puertas a Cristo!”. Yo no tenía uso de razón en aquel entonces, pero años después esas palabras no dejan de asombrarme. En un instante, Cristo dejó de ser aquel Maestro bueno aunque distante de las imágenes, con el que uno llevaba una relación más o menos formal y diplomática, como una especie de contralor acucioso ante el cual, de vez en cuando, debíamos presentarnos para rendir cuentas. De repente, descubrimos que el Señor nos busca, que nos ama, que sus delicias son estar con los hijos de los hombres. Posiblemente toda la teología de Juan Pablo II quedó revelada en aquel momento de una vez por todas.
A partir de allí fue imposible vivir sin toparnos con la omnipresencia del Papa peregrino, el más mediático, políglota y viajero de la historia, él también, queriendo hacer buena su palabra de venir al encuentro de sus ovejas. Así llegó hasta Venezuela dos veces en 10 años. Recuerdo bien ambas ocasiones. La primera, en la imponente explanada de la Hechicera entre las montañas de Mérida. No puedo decir que lo viera bien entre esa multitud, pero pude escucharlo muy bien. Esa voz estentórea y amable, que nos venía a decir otra vez que no tuviéramos miedo, que no estábamos solos, que Dios estaba con nosotros, aderezada con esa vivacidad y simpatía tan suyas para saber escuchar y responder en el acto. Diez años después, el encuentro fue en La Carlota. El ambiente era algo menos festivo, el país estaba en una encrucijada. La edad y el incansable ritmo empezaban a hacer mella en su salud, pero su voz seguía siendo todavía estentórea y amable. Los venezolanos, al parecer, no quisieron escucharlo y, en vez de buscar a Dios, pocos años después decidieron fabricarse un ídolo.
Seguramente todos tenemos un Papa que toca nuestras vidas de manera especial. El mío sin duda ha sido él. Tal vez producto de esos encuentros, quizás por el irresistible magnetismo de su personalidad, surgió el deseo de conocer mejor su figura. El descubrimiento fue igualmente asombroso. Un inesperado ejemplo de transformación. Una parábola de alguien que nació y se hizo hombre en medio de dificultades, pérdidas y privaciones sin cuento, y fue capaz de transformar ese sufrimiento en disponibilidad para Dios, en alegría y entusiasmo, en donación y servicio incansable hacia los demás.
Benedicto XVI, ha roto su respetuoso silencio para rememorar a su bienamado predecesor en su centenario. En una emotiva carta publicada hace unos días, nos recordaba que el joven Karol Wojtyla había nacido en un país que vivía una situación de angustia, pero también de esperanza. De su familia, a cuyos miembros iría perdiendo uno tras otro tempranamente, y sobre todo de su padre, aprendió una piedad profunda y cálida. A raíz de la invasión alemana de Polonia, sobre su cabeza pendió siempre la espada de Damocles de la deportación, la prisión y la muerte. Pero su fe era todavía más fuerte que el miedo y no dudó en ingresar clandestinamente al seminario de Cracovia. Estudiaba con libros, pero experimentaba y sufría aquello que estudiaba. Tras la liberación, fue ordenado sacerdote y, siendo aún muy joven, elevado al orden episcopal. Allí comienza una meteórica carrera que lo llevaría a participar en acontecimientos centrales de la Iglesia, como el Concilio Vaticano II.
Sigue contando el Papa Emérito que, cuando el cardenal Wojtyla fue elegido sucesor de San Pedro, la Iglesia estaba en una situación desesperada. El ambiente que siguió al Concilio era de incertidumbre, cuestionamientos y reformas inacabadas que parecían poner todo en tela de juicio. Alguien llegó a especular que la situación de la Iglesia era comparable a la de la Unión Soviética bajo Gorbachov, cuando el poderoso Estado comunista colapsó en un intento de reforma. Una tarea que parecía superar las fuerzas humanas aguardaba al nuevo Papa que, sin embargo, asumió el reto de una forma audaz e insospechada: disipando los temores y despertando un nuevo entusiasmo por Cristo y la Iglesia, con un espíritu de alegre y liberadora renovación que le venía de las propias experiencias vividas en la liberación y reconstrucción de su patria.
Pero, según Benedicto, el significado más auténtico de su vida y su mensaje no se pondría en evidencia hasta la hora de su muerte. Murió en las primeras horas de la nueva fiesta de la Divina Misericordia. Luego de amplias consultas, Juan Pablo II había visto consumado un deseo que albergaba desde que se sintiera profundamente conmovido por Faustina Kowalska, la monja polaca que había destacado el mensaje de la Divina Misericordia como centro esencial de la fe cristiana. Esta fiesta iluminó la hora de su muerte con la luz que ya atisbaba en su último libro, Memoria e Identidad, publicado en vísperas de su partida. Era como si Cristo hubiera venido a decir a través de Faustina: El mal no obtendrá la victoria final. El misterio pascual confirma que el bien prevalecerá, que la vida triunfará sobre la muerte y que el amor triunfará sobre el odio.
Otro memorable documento, que recoge testimonios del cardenal Bergoglio en el proceso de beatificación, deja entrever otras facetas íntimas y entrañables del gran Wojtyla. La primera vez que ambos se encontraron fue con ocasión de un rosario, y Bergoglio se quedaría con la profunda impresión de que aquel hombre rezaba en serio. La segunda vez fue en Buenos Aires, en donde, tras un breve coloquio, al argentino le llamó la atención su mirada, que era la de un hombre bueno. El tercer encuentro ocurrió durante un sínodo en Roma. A la hora de comer, resaltaba su afabilidad, su cordialidad y la capacidad de escuchar a cada comensal. Ese rasgo de saber escuchar a todos, de darles confianza, de hacerlos sentir a gusto. Tampoco pasaba desapercibida su prodigiosa memoria para recordar personas, lugares y situaciones, como indicio de grande y verdadera caridad. No le gustaba perder el tiempo, pero era capaz de darlo a los demás en abundancia.
Siempre hay un recuerdo especial y, para Francisco, fue el que presenció en 2002 durante una concelebración. Antes de la misa, el Papa Wojtyla estaba arrodillado en su capilla personal, en actitud de oración y, de vez en cuando, leía algo de un folio que tenía en las manos y se las llevaba a la frente. Era la manifestación inequívoca de la intensidad con que rezaba por la intención que tenía entre manos. En lo que se refiere al último período de su vida, es conocida la santa resignación con la que supo aceptar sus enfermedades y sublimarlas para hacer la voluntad de Dios. No hay que olvidar su particular devoción a la Virgen, de la que el propio Francisco se nutriera. Juan Pablo II nos enseñó, sin esconder nada a nadie, a vivir, a sufrir y a morir, y esto, según Francisco, es heroico.
Cuando murió, recuerda Benedicto, se vieron en la Plaza de San Pedro pancartas proclamando ¡Santo subito! Este clamor no hizo sino aumentar con el paso del tiempo, acrecentado por los incontables testimonios sobre la heroicidad de sus virtudes y su milagrosa intercesión, hasta consumarse en su canonización. La palabra santo indica la esfera de Dios, mientras que la palabra magno se refiere a la dimensión humana. El santo es un hombre que se aleja de sí mismo para dejarnos ver y reconocer a Dios reflejado en él. El término magno, que Benedicto propone adjudicarle, en los dos casos en que su uso ha prevalecido (León I y Gregorio I), tiene una connotación más terrenal y refleja el logro de alguna hazaña política en la que se revela la misteriosa huella de Dios. A la luz de los prodigiosos cambios políticos que se produjeron bajo la serena pero firme influencia de Juan Pablo II, no parece exagerada la propuesta del Papa Emérito.
Como se ve, casi todo lo que dijo o hizo ha sido bien documentado y contado por gente de valía que estuvo muy cerca de él, o por otros eminentes estudiosos. Es poco lo que yo puedo añadir al formidable patrimonio de su testimonio y su legado. Solo me atrevería a evocar aquí, sin pretensiones, el episodio de su vida que, por alguna misteriosa razón, permanece vivo en mi recuerdo con mayor nitidez y cercanía. Contaba él en su libro Don y Misterio que su padre era militar de profesión y, cuando enviudó siendo aún joven, su vida fue de constante oración. Sucedía a veces que se despertaba en la noche y encontraba a su padre arrodillado, igual que lo veía siempre en la iglesia parroquial. Entre ellos no se hablaba de vocación al sacerdocio, pero el hogar paterno fue en cierto modo su primer seminario, una especie de seminario doméstico.
Confieso que, alguna noche en que el insomnio y el desasosiego se interponen en mi sueño, abro los ojos en medio de la penumbra y puedo distinguir claramente a ese niño que perdió a su madre a los 9 años, en la remota aldea de Wadowice –él, también como yo, despierto en medio de la noche oscura-, que se asoma a hurtadillas al umbral de una modesta habitación y contempla con lágrimas en los ojos a su padre postrado de rodillas en oración. Entonces, por obra de algún numinoso y consolador influjo, soy capaz de volver a dormir sabiendo que, pase lo que pase, si recorro el camino aferrado a la mano de ese niño, al final todo va a estar bien.