Javier Antonio Vivas Santana
Se dice que la historia de los pueblos está marcada por un antes y un después. Pero, muy pocas veces, existen seres humanos que no dividen esa historia, sino que la marcan en un eterno presente. Un eterno presente que sólo la prosa vertida en lo más profundo de los sentimientos, era expresada en hermosas e inolvidables canciones. Canciones que denotaban la textura de sonrisas o lágrimas biográficas de cualquiera de nosotros. Melodías que conjugaban el espacio infinito del alma. Estética y esplendor musical que nos hacía vibrar los corazones.
Ante tanta belleza que sintetizaban en colores la vida y el amor. O en plenilunio, la vida y la tristeza, no había distinción para medir la intensidad de una entrega inigualable por llevar sobre cada escenario, sobre cada presentación, la luz de un pueblo a través de sus composiciones, a través de su voz, a través de sus insuperables espectáculos.
La geografía mágica de Teotihuacán se convertía en cristales de arte en cada de sus interpretaciones, cuando desde sus inicios como joven soñador se confundía entre los espacios del “Noa-Noa” de su amada Ciudad Juárez. Era sólo el preludio de un interminable ascenso hasta los albores del firmamento de la música mexicana. La entonación de sus letras se hicieron Olimpo. El sentido de lo que cantaba era miel para nuestro paladar y cerúleos para nuestra vista. Lo que escuchábamos se transformaba en reflexión y deleite para el ser.
“No tengo dinero” sería la prosa nacional que llevaría por su México y América Latina. En ella, estaba reflejada la identidad cultural de nuestros pueblos ante el amor. De ese amor que siempre soñaba, que siempre luchaba. “Querida” revelaría aquel capítulo de un enamoramiento desesperado. De esa condición que imploramos cuando el espíritu nos ha confundido en una realidad nugatoria. Es el ir y venir de la incertidumbre hasta que llegaron los “Pensamientos” que nos hicieron sucumbir ante un “Te lo pido por favor”. Fue el paso de querer mirar por las remembranzas sublimes y apoteósicas que navegaron en un mes de marzo cuando la serenidad de aquella mujer se fueron hasta otros brazos.
Los avatares de la vida nunca abandonan los cimientos de los caminos recorridos. En ellos se forman y construyen los capítulos que iremos narrando en cada paso, en cada amanecer, en cada anochecer. Por ello, la complexión en la oración “Hasta que te conocí”, aunque no empiece y termine por la misma palabra, es el mismo referente y significado de una pasión por los seres que más han fecundado en su dimensionalidad el universo de cada existir.
¡Juan Gabriel! Sería mentira decir que no estamos llorando. Sería mentira decir que el llanto no se ha apoderado de nuestros ojos. Sería mentira decir que al volver a escuchar tus canciones no vaya a invadirnos la melancolía. A lo mejor, por eso en aquel coro con aplausos y bailes en en Palacio de Bellas Artes, me dijiste que “Debo Hacerlo” todo para evitar que la soledad que acabas de dejar entre nosotros, sea una permanente nostalgia. Ahora lo comprendo. “Debo Hacerlo” no era sólo una canción. Era un manifiesto musical para que siempre viéramos en tus composiciones lo grande de tu herencia artística. La cima de la cultura popular mexicana extrapolada al mundo entero.
Y ante tanta gloria, ahora comprendo la unión de los pueblos y de la historia. Esa es la razón, por la cual, tú, Juan Gabriel, también entregaste la eudaimonia de tus palabras melodiosas a una mujer, para que fuera ella quien te dedicara tus propias canciones. Allí comenzaría la historia de un “Amor Eterno” sincronizado por “El Destino” que ahora los une desde la inmensidad de las fuerzas espirituales. ¡Grande Juan Gabriel! ¡Tus canciones siempre estarán en nuestra mente! ¡Vuela alto!