Los tres secretos del portavoz del Vaticano durante 22 años
Cambió para siempre la manera de comunicar de la Iglesia católica. Este es el primer pensamiento que viene a la mente este miércoles al recibir la noticia del fallecimiento de Joaquín Navarro-Valls (Cartagena, 1936), portavoz durante 22 años de la Santa Sede, durante el pontificado de Juan Pablo II y el inicio del de Benedicto XVI.
Doctor en psiquiatría, periodista, corresponsal en varios países, numerario (consagrado en el celibato) de la Prelatura Personal del Opus Dei, su biografía se fundió con la de Karol Wojtyla cuando éste le nombró en 1984 director de la Oficina de Información de la Santa Sede.
¿Cuál fue el secreto de Navarro-Valls? ¿Qué hizo para transformar la comunicación de la Iglesia, que hasta ese momento padecía una comunicación bastante amateur, convirtiéndola en una voz identificable y tremendamente creíble en la aldea global de la era de la comunicación?
La clave de esta labor, que los libros de historia de la Iglesia se encargarán de subrayar en el futuro, está en tres secretos.
Un verdadero profesional de la comunicación
Cuando conocí a Navarro-Valls al llegar a trabajar como corresponsal en el Vaticano, en septiembre de 1991, le planteé esta misma pregunta: “¿Cuál es tu secreto como portavoz?”. No tardó ni medio segundo en responder: ser auténtico portavoz del Papa.
Me explicó que, cuando Juan Pablo II le llamó para proponerle este trabajo, Navarro-Valls expuso al Papa una necesidad como condición de éxito: mantener una línea directa con el mismo Papa. “Yo soy portavoz del Papa, no de un cardenal, que quizá no sabe bien lo que el Papa quiere decir”, me respondió.
Juan Pablo II comprendió muy bien esta necesidad. Cuando llamó a Joaquín, éste era desde hacía un año presidente de la Asociación Internacional de Prensa de Roma. Es decir, era un periodista, corresponsal del diario español ABC, y elegido por periodistas para representarles.
Durante todo su servicio a Juan Pablo II, Navarro-Valls se aferró a la profesionalidad como su mejor garantía de servicio a su amado Papa. Y el Papa, hasta el final mismo de su pontificado, le mantuvo siempre las puertas abiertas.
Ahí está el primer secreto de Navarro-Valls: fue capaz de dar a entender que la comunicación no es algo instrumental, sino que forma parte de la esencia misma del ministerio petrino. Esto sólo lo logró porque era un auténtico profesional.
Un verdadero humanista
Pero lo que a mí más me impresionó de Navarro-Valls fue su fuerte humanismo. Había estudiado en la escuela alemana, después hizo Medicina y Cirugía, ganando una beca en Harvard, luego pasó a la psiquiatría. Le apasionaba la filosofía y tuvo que adentrarse de lleno en vericuetos teológicos para poder estar a la altura de los debates que tenía que afrontar diariamente.
Todo este bagaje, así como la herencia recibida de su familia y la influencia de amigos, le otorgaron una profunda humanidad. Recuerdo que en una ocasión, cuando uno de los periódicos italianos se inventó una noticia negativa contra la Santa Sede, me dijo: es fácil juzgar, pero piensa en ese periodista, con tres hijos, a quien su director le dice: “Si no lo publicas, mañana te quedas sin trabajo”.
Ese profundo humanismo, que conquistó a Juan Pablo II, fue decisivo cuando este último le encomendó una misión totalmente revolucionaria: participar en la Conferencia Mundial de la Mujer, convocada por la ONU en Pekín, en 1995. En vez de mandar a un cardenal o arzobispo, el pontífice nombró como a su representante a una mujer, Mary Ann Glendon. Y para que se sintiera respaldada, como miembro de la delegación, nombró a su portavoz. Lograron cambiar la percepción del mensaje cristiano sobre la mujer en la cumbre.
Un laico de verdad
Pero por encima de todo, Joaquín Navarro-Valls era un cristiano. Quizá esta fue la gran herencia que recibió de san Josemaría Escrivá de Balaguer: sentirse orgulloso de su dignidad de bautizado, de laico.
La gran tentación de muchos laicos que trabajan en la Iglesia es la de clericalizarse, hacerse como curas. Navarro-Valls aplicó magistralmente el carisma del Opus Dei: santificarse en la vida ordinaria, en el trabajo, como un auténtico profesional.
Adiós, Joaquín, amigo, hasta la eternidad.