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Isabel II: algunas cosas nunca cambian

REUTERS (3)

Por Germán Briceño Colmenares

Alrededor de las 6:40 de la tarde del jueves 8 de septiembre (casualmente el día en que los católicos celebramos la Natividad de la Santísima Virgen María), una escueta nota fijada sobre una pequeña cartelera de madera, que un par de ujieres de impecable librea colocaron a las puertas del Palacio de Buckingham, como seguramente se habrá hecho desde tiempos inmemoriales, anunciaba oficialmente la muerte de la reina Isabel II a los noventa y seis años, el reinado más longevo en la historia del Reino Unido y la presencia más notoria y constante en la vida pública británica por más de siete décadas. La nota, como no podía ser de otra manera, había sido suscrita por el Rey Carlos III, poniendo de relieve ese rasgo inconfundible de la monarquía: bajo su égida no existe nunca el vacío de poder.

A partir de ese momento, se han sucedido una infinidad de manifestaciones y declaraciones desde todos los rincones del orbe, que ponen de manifiesto una trayectoria no solo larga, sino además ecuménica, coherente y fecunda. Casi todo el mundo ha hablado de ella como un signo de estabilidad y continuidad, una presencia que irradiaba una auctoritas poderosa pero discreta, un influjo perdurable y tranquilizador en un mundo cambiante e incierto, un testimonio de constancia y resiliencia, una señal de que, a pesar de los avatares, crisis y vaivenes de la historia, las aguas de la humanidad casi siempre vuelven a su cauce.

No había nacido para ser reina, pero la sorpresiva abdicación de su tío Eduardo VIII la situó de repente en la línea de sucesión. Algunos años después, ante la súbita, aunque no inesperada muerte de su padre, le tocó asumir el trono abruptamente siendo una joven veinteañera, y desde entonces puso en primer plano no solo el papel de las mujeres en el poder, sino el principalísimo rol que cumplen como pilar de la familia y de la sociedad. Tuvo la inmensa fortuna de que su reinado comenzara junto con el resurgimiento de la posguerra, en que el mundo, a pesar del fantasma de la Guerra Fría, se abocaba hacia el futuro con renovados ímpetu y esperanza.

Condujo, en un brillante ejercicio de poder blando, el relativamente pacífico declive de Inglaterra desde una posición de potencia imperial, a una mucho más sostenible de cabeza de una mancomunidad de intereses. Bajo su reinado, la Commonwealth pasó de 7 a 56 países, y a su muerte era la Jefa de Estado de quince naciones.

La flamante primera ministra, Liz Truss, la décima quinta que vio pasar y a quien encargó formar Gobierno apenas unos días atrás, declaró solemnemente que la Reina fue la roca sobre la que la Gran Bretaña moderna ha sido edificada. A lo largo de su dilatado servicio representó todo aquello en que los británicos estaban de acuerdo al margen de las diferencias políticas, permaneció como un pilar firme y un remanso de tranquilidad en tiempos de tempestad y un bastión de unidad en tiempos de división.

En efecto, fue ese factor de unidad en un país que no ha permanecido ajeno a las tentaciones del separatismo, al punto de que los independentistas escoceses jamás se han cuestionado su continuidad como Jefa de Estado y los unionistas irlandeses reconocen su papel en la búsqueda de la reconciliación y la paz. Siendo la primera soberana británica en visitar la República de Irlanda, expresó el insólito reconocimiento de que algunas cosas han debido hacerse de otra manera o no han debido hacerse del todo. A la luz de las declaraciones y demostraciones de los líderes de prácticamente todas las tendencias políticas, religiosas y culturales, se puede concluir que hasta el final de sus días concitó una rara unanimidad.

Condujo a su país desde los tiempos de las máquinas de vapor hasta los tiempos de los teléfonos inteligentes, conoció a cinco Papas, vio cómo el Muro de Berlín era erigido y derribado, coincidió con Stalin y fue testigo de la caída de la Unión Soviética. Para hacerse una idea de la amplitud histórica de su mandato, Winston Churchill, quien era el primer ministro al asumir el trono, nació cien años antes que Liz Truss, la última jefa de Gobierno a quien designó. Fue, de hecho, la única reina conocida en el curso de sus vidas por la inmensa mayoría de los británicos de hoy, un país profundamente monárquico, en el que sin ocultar ni negar los posibles defectos de las personas, se han entendido las virtudes de la institución.

Muchos atribuyen su éxito al haber practicado siempre una unidad de vida. Quienes la conocieron dicen que fue siempre la misma persona a lo largo de los años. Sobre la base de fe y sentido del deber, intentó dar cumplimento al compromiso iniciático de consagrar toda su vida al cumplimiento de su tarea, con la ayuda de Dios. A diferencia de muchos gobernantes, procuraba poner de manifiesto sus creencias –y no solamente por ser cabeza de la Iglesia de Inglaterra–. Se sentía bien en su propia piel, desempeñando su papel con decoro, naturalidad y sencillez.

Bajo su reinado no sucumbió una monarquía de mil doscientos años que, con criterio y sentido de la realidad, ha sido capaz de esquivar las traumáticas revoluciones que dieron al traste con buena parte de los absolutismos europeos para transformarse en una monarquía constitucional. Una monarquía que ha sabido entender que los enormes privilegios de que goza, conllevan una enorme responsabilidad. Isabel II supo entender claramente los límites de una monarquía constitucional, haciendo gala de una impecable imparcialidad, siguiendo escrupulosamente aquella antigua máxima que reza que los reyes no gobiernan, pero reinan.

Por encima de todo, tal vez, supo imprimirle al trono sus propias circunstancias y su propia personalidad, y así nos enseñó a todos lo que significa asumir graves responsabilidades a una edad muy joven y cómo ejercerlas con dedicación y dignidad hasta alcanzar una edad provecta, reivindicando en distintos momentos, como decíamos, el papel de los jóvenes, de las mujeres, de las madres y de los ancianos.

Por supuesto que, como en toda trayectoria, especialmente una tan dilatada como la suya, ha habido sombras y horas bajas, especialmente por razones que le incumben más a sus familiares y descendientes que a ella misma, pero han sido más bien excepcionales salidas de tono en un largo periplo por lo demás caracterizado por un sosegado ostinato.

En un mundo en cambio constante, fue un bastión de permanencia y, como bien los expresó Joe Biden, fue la primera monarca británica reconocida por buena parte de la humanidad y con la que pudo establecer una conexión personal e inmediata, al punto de que hablar de La Reina, a secas, era entendido casi inequívocamente en todas partes como referido a ella.

No es fácil la misión que se le avecina al Rey Carlos III –quien, ojalá en una suerte de augurio, pasa a compartir nombre con uno de los monarcas españoles más ilustrados y benévolamente recordados–, que ya parecía perfectamente amoldado a su relativamente cómodo rol de sempiterno heredero. Si optara por seguir los pasos y el ejemplo de su madre, no iría mal encaminado.

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