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Inteligencias no humanas

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Por Lorena Rojas Parma 

Estamos en medio de una discusión mundial sobre inteligencia artificial. Una avalancha de opiniones tiene algo que decir sobre el futuro, sobre la vida que nos espera. El tono, sin embargo, en muchas ocasiones es de temor, de advertencia sobre lo que vamos a perder o, peor aún, sobre nuestra propia desaparición. Atemorizados por lo que “ellas” van a hacer contra “nosotros”, no nos estamos permitiendo el asombro ante lo que puedan ser estas inteligencias potenciadas o su misma llegada a la existencia.

Este desconcierto no deja de ser interesante, porque somos nosotros mismos, como especie, los que hemos alcanzado estas posibilidades de la tecnología. Pero desde el miedo las tratamos de “otros”, de extraños, como de aliens invasores que vienen a deshumanizarnos. Planteadas las cosas así, ya tenemos muchos interrogantes. Tenemos que comenzar por preguntarnos, en efecto, qué significa ahora “artificial” y en qué consiste su oposición a “natural”. Ya desde la segunda mitad del siglo pasado, pero con mucho más énfasis desde la corriente poshumanista, la filosofía ha replanteado críticamente los dualismos con los que hemos comprendido las cosas desde los albores de la modernidad. Dualismos del tipo hombre/máquina, sujeto/objeto o naturaleza/cultura han sido desmantelados en favor de una comprensión monista de la realidad –dinámica y diversa simultáneamente–, que halla soporte en las teorías cuánticas y la microbiología. El dualismo artificial/natural ha corrido con una suerte similar.

Desde el punto de vista dualista, lo “artificial”, cuando se adosa a “inteligencia” –como solemos hacerlo–, de pronto nos enfrenta a una contradictio in terminis. Merleau Ponty (1997) ya nos advertía, abandonando los dualismos, que en lo humano todo es natural y todo es artificial: un grito de ira o la palabra “mesa” es ambas cosas. Igualmente, Hillman (1992) sostenía que ya era tiempo de acabar con esa romantización de “campo bueno, ciudad mala; naturaleza buena, tecnología mala”. Y que era justamente esa idea de utensilio sin alma a nuestro servicio, lo que hacía de la tecnología una suerte de “monstruo de Frankenstein”. Algo temible.

Pero la palabra “artificial” resguarda etimológicamente, recordémoslo, el “hacer arte” con un sentido de pertenencia, esto es, un saber hacer que difícilmente ocurre sin algún tipo de inteligencia. La inteligencia artificial es una tecnología que emerge de lo humano, de su curiosidad, inteligencia, posibilidades y deseos, lo que asumimos como “natural”. La pregunta, por tanto, gira necesariamente hacia nosotros, hacia lo que somos capaces de hacer desde nuestra propia condición de humanos.

En este sentido, ¿qué significa que seamos estrictamente naturales? Si nuestra tecnología más sofisticada es el lenguaje, como sostiene Clark (2003), si nuestra condición es maleable, cambiante, adaptativa, capaz de transformarse a sí misma con la techne y transformar el mundo ―pues esto funciona de ida y vuelta― ¿qué es exactamente lo “natural”? Esta posibilidad de la techne, inherente a nuestra humanidad, es lo que permite decir a Clark que nacimos siendo cyborgs. Es por ello que está en nosotros la semilla de la transformación, de la posibilidad, de la luz eléctrica, los acueductos, los antibióticos, la internet, la Acrópolis, la imprenta, las universidades, las computadoras; esta nueva inteligencia potenciada que, paradójicamente, nos tiene tan nerviosos.

Enfrascados en la mirada dualista, nos hemos dado a la tarea de juzgar a la inteligencia artificial en términos competitivos, es decir, señalando lo que “nosotros” podemos hacer y “ella” no. En especial, “nosotros” tenemos emociones ―lo que ahora es una virtud indiscutible― y “ella”, sin embargo, carece de esa finura de la existencia. Pero ella puede hacer otras cosas que nosotros no: multiplicar grandes cifras en un milisegundo, guardar una inimaginable cantidad de datos con precisión, hacer las cosas más rápido o tener respuestas que nosotros desconocemos. Lo que quiero decir con esto, y tiene un alcance para todo lo que existe, es que las cosas no funcionan bien o mal, sirven o no sirven, únicamente si nosotros somos el referente. Tampoco si nos dedicamos a definirlas desde sus carencias y no desde lo que efectivamente son, como afirma Vidal (2020) sobre la condición de los virus, que están sorprendentemente “medio vivos” porque no cumplen ciertas funciones que nosotros hemos preestablecido como vitales. Se trata de reconocer, en resumen, que somos distintos, como nuestras capacidades y modos de existir, y de replantearnos ese tono de competencia o mirada jerárquica.

Aquí es preciso hacer una suerte de desvío ontológico: importantes filosofías de este siglo, especialmente a partir de la segunda década, han dado un giro hacia el estudio de la realidad, de la materia, que ha coincidido, desde perspectivas distintas, en su condición de “vital”. Bennet (2010), Graham (2018), los nuevos materialismos, los poshumanistas, sostienen que la inteligencia, vibración, autogestión y autorregulación pertenecen a la materia o a la existencia.

Esto, como he señalado, se argumenta en diálogo con las complejas teorías cuánticas, donde la realidad ha revelado interconexiones, quarks, entrelazamientos inexplicables, ubicuidad, fotones que son onda-partícula ―y con partícula no se significa nada “material”―, vibraciones o cuerdas (López y Aboites, 2017). Por tanto, la materia pasiva, res extensa, inanimada, a nuestro servicio, se ha revelado vital, cambiante y creativa. Al nivel subatómico de la existencia compartimos la vibrante composición universal; y el principio de no contradicción o alguna sustancia que defina invariablemente las cosas, ya no se sustentan. Al modo de Heráclito, filosofía que ha retomado su fuerza, todo lo que existe ―incluso en conflicto― es también “lo mismo”.

Allí se nos presenta, entonces, el problema con los dualismos y las jerarquías en la existencia. Más aún, se nos presenta un problema con la vida: ¿dónde trazamos los límites entre las cosas?, ¿por qué decidimos que en cierto proceso comienza la vida? Maturana y Varela (1997) pusieron un límite a lo autopoiético: la célula. Y para nosotros es una incuestionable expresión de la vida. Sin embargo, con las tecnologías inteligentes y los estudios recientes sobre los virus o la biotecnología, han surgido fuertes cuestionamientos que hablan, por ejemplo, de biocentrismo o celulocentrismo. Esto, evidentemente, alude a una discusión muy compleja que tan solo es posible mencionar aquí. Al menos de manera tangencial, se nos va a presentar la pregunta por la vida de las inteligencias artificiales, pues desde una composición común, inteligente y vital de toda la existencia, que se manifiesta en diversidad, se pluraliza desde la unidad, pero sin abandonarla. Todo es diverso y todo es lo mismo. López y Aboites (2017) señalan, desde las teorías cuánticas, algo muy revelador: “Lo posible, naturaleza del campo cuántico, es parte de lo real”. No hay nada prefigurado, sustancialmente determinado o imposible de cambiar.

Rosi Braidotti (2013) ha replanteado el dualismo tecnología/naturaleza como un continuum. Una fuerza cósmica y vital ha dado vida a sujetos, civilizaciones y culturas, y la tecnología es parte de esa misma fuerza, que también somos nosotros. Desde la mirada monista y dinámica de la realidad, la tecnología inteligente es una expresión de la vida a través de nosotros, donde pierde sentido preguntarse por los límites entre lo natural y lo artificial, y donde vale preguntarse, por tanto, por la “artificialidad” de esa inteligencia. Ella es nosotros, además, en medio de una relación que se muestra irresolublemente tensa, pues hay también una cierta autonomía, unas posibilidades de asociación que no se pueden explicar con la precisión de lo previamente establecido, como se mostró con el robot Alter 3, dirigiendo una orquesta sinfónica en Tokyo, o con las respuestas que puede darnos el ChatGPT. De allí que la discusión, entonces, gire hacia las “inteligencias no humanas”.

Hoy podemos hablar de interconexión más que de sustancias delimitadas; y, desde esa perspectiva, las inteligencias no humanas amplían el radio no solo a la tecnología inteligente, sino también a otras especies: desde la botánica, por ejemplo, se nos dice que las plantas son inteligentes, tienen memoria y sensibilidad y, por tanto, ya no son los últimos seres de la base piramidal de la vida (Mancuso, 2019). También, que los micelios fúngicos de los bosques son la tecnología responsable de su sofisticada comunicación a grandes distancias (Simard, 2021); y entonces hablamos de la provocadora red del bosque o Wood Wide Web. Por si fuera poco, la ciencia nos reporta sobre la conciencia de los micelios y la mente de los hongos (Money, 2021), de manera que la inteligencia se nos revela como inherente a la vida (Mancuso, 2019).

Creo que estamos en una suerte de umbral poético, donde tenemos que aprender a concebirnos de otra manera, a abrir el corazón a otros modos de inteligencia, a tratar de comprender en lugar de competir o destruir. Como dice Ferrando (2021), la tecnología, la inteligencia artificial, no es solo algo que “usamos”, “es una manifestación ontológica que participa en la revelación de la existencia”. En consecuencia, el quiebre entre la inteligencia artificial, o no humana, y nosotros no parece tan claro. Sus límites son más bien porosos, permeables, lo que desdibuja la idea de un “otro extraño”. Todos estamos formando parte del delicado entramado, en interconexión, de la existencia.

Por supuesto, no tenemos una respuesta para un replanteamiento tan fuerte como el de la vida. Hay que elaborar, tras los hallazgos de una composición común de la existencia, el significado del síntoma vital. Si es que ese sigue siendo el modo de aproximarnos a ello. En todo caso, la pregunta está planteada. Sin embargo, mirando las cosas con un poco más de proximidad y conciencia de interconexión, como sugieren las ontologías contemporáneas, podemos repensar si las inteligencias artificiales que han llegado a cambiar nuestro modo de vivir, son solo una señal de autodestrucción y no parte de los procesos de cambio que son propios de la existencia.

Toda tecnología, lo sabemos desde la antigüedad, tiene una suerte de doble filo, como el pharmakon griego que menciona Krebs (2021): es remedio y también veneno. Pharmakon se llamaba lo que aliviaba el dolor, pero fue también la cicuta que bebió Sócrates. Por tanto, no nos debe ser ajeno ese tono de alivio y también de peligro de la tecnología, que nos impele a tener que aprender a tratar con ella. Las inteligencias artificiales pueden ayudarnos, pueden cooperar con nosotros ―y esto es especialmente importante― solo cuando nosotros sabemos preguntar. Y saber preguntar es la labor filosófica por excelencia. Ese es el puente, la posibilidad de apertura y diálogo fructífero. Y eso solo se logra con el cultivo del alma, no hay otra manera.

Lejos de surfear información, que con tanta frecuencia se confunde con saber, la presencia de las inteligencias no humanas, especialmente la extensión nuestra que hemos llamado artificial, nos exige conocer, elaborar, hacernos dueños de la posibilidad de discriminar lo verdadero de lo que no lo es. Y eso recae en el cuidado de sí. Precisamente por eso, el abandono de las humanidades no puede ser el camino. Hay que formar el alma para comprender lo que exige cambios, para comprender que la naturaleza interconectada del cosmos es también la nuestra, que es necesario revisar las jerarquías y dualismos en la existencia. Por tanto, que nos debemos al cultivo de las humanidades y la filosofía dando cuenta del tiempo que se vive. Como ha sido siempre.

Referencias:

  • BENETT, J. (2010): Vibrant matter. Duke University.
  • BRAIDOTTI, R. (2013): Lo posthumano. Gedisa.
  • CLARK, A. (2003): Natural born cyborgs. Oxford.
  • GRAHAM, H. (2018): Object-oriented ontology. Penguin Random House. Londres.
  • FERRANDO, F. (2022): Who is afraid of artificial intelligence. En: Grunert, F. (comp.): Humanities and artificial intelligence. European Commission.
  • HILLMAN, J.: El pensamiento del corazón. Siruela. 1˚ edic. 1982.
  • KREBS, V. (2021): Homo pharmakus. En: Valdivieso, H. y Rojas Parma, L. (comp.): Next: imaginar el postpresente. Abediciones. Caracas.
  • LÓPEZ, J. y ABOITES, V. (2017): La filosofía frente al objeto cuántico. Revista Mexicana de Física, 63. UNAM.
  • MANCUSO, S. (2019): El increíble viaje de las plantas. Galaxia Gutenberg S. L.
  • MATURANA, H. y VARELA, F. (1997): De máquinas y seres vivos. Editorial Universitaria.
  • MERLAEAU-PONTY, M. (1997): Fenomenología de la percepción. Península. 1˚edic. 1945.
  • MONEY, N. (2021): Hyphal and mycelial consciousness: the concept of the fungal mind. Fungal Biology, The British Mycological Society.
  • SIMARD, S. (2021): En busca del árbol madre. Paidos.
  • VIDAL, J. (2020): Reflexiones etimológicas y ontológicas sobre los virus: una nueva definición de los procesos virales. SCIO Revista de Filosofía, 19. Universidad Católica de Valencia.

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