José Virtuoso sj
Cada día que pasa nos abruma el sentimiento de indefensión ante el crecimiento sin ningún control de la inseguridad ciudadana. Es como una epidemia que se expande sin barreras ni tropiezos, un mal que se nos aproxima por todos los costados.
En el año 2011 se registraron más de 18.500 asesinatos. Nuestro índice de homicidios sigue incrementándose, afianzando a Venezuela entre los países del mundo con mayor número de muertes por asesinato.
Grandes redes de rostros ocultos y organizaciones clandestinas desarrollan a gran escala una innumerable diversidad de negocios ilícitos, cuyos principales rubros son: el tráfico y distribución de drogas, la venta de armas, el contrabando y el secuestro. Los grandes oferentes se vinculan con medianos y pequeños distribuidores, ampliando sus tentáculos hasta las comunidades de nuestros barrios y campos, los centros educativos, las cárceles y otros espacios de nuestra sociedad.
En ese mercado se genera un mundo de vida propio, con sus pautas de conducta, modelos y símbolos. En él se construyen prácticas de violación a los derechos más elementales: a la vida, a la dignidad y al respeto. Quienes más padecen los efectos de este modo de vida son los pobres, por la vulnerabilidad en que se encuentran.
Las instituciones del Estado, responsables de garantizar el derecho a la seguridad de los ciudadanos, han colapsado ante este grave problema. La complicidad se teje a través de múltiples puntos de intersección entre funcionarios públicos y las redes del delito, distribuyéndose en cascada desde las jerarquías institucionales hasta niveles más inferiores.
Los poderes del Estado, al no crear y promover eficientemente las condiciones necesarias para que el derecho a la vida, a la integridad física, a la protección de la propiedad, al libre tránsito, entre otros, sean derechos efectivos, crea por omisión un ambiente de anarquía y desamparo que propicia la propagación del delito y de relaciones de violencia social. La impunidad es a todas luces un factor de promoción del delito.
El gobierno nacional no ha mostrado suficiente voluntad política frente al problema, más allá de algunas notables iniciativas, especialmente en la promoción de la reforma policial. Los gobiernos estadales y municipales, dirigidos por la oposición, tampoco muestran grandes avances.
Hasta ahora solo se siente el clamor ciudadano, a través de la prensa, las manifestaciones de calle, los foros de reflexión, etc. Únicamente cuando este clamor se convierta en exigencia y castigue electoralmente la indiferencia, la complicidad y la impunidad, quizás comencemos a salir de este empantanamiento.