Por Carlos Torrealba
Técnicamente, Venezuela salió en el 2021 de la hiperinflación en la que se encontraba desde 2017, aunque sigue atrapada en una elevada y creciente inflación que varios especialistas estiman seguirá siendo de 3 dígitos en 2023. La pregunta es, entonces, ¿cómo se puede atacar y abatir el azote de la inflación?
En la literatura económica hay múltiples ejemplos de lo que hicieron otros países, incluyendo varios de América Latina, para doblegar la inflación que padecieron, algunos con problemas similares al caso venezolano.
He aquí tres acciones básicas:
Lo primero es imponer disciplina fiscal y monetaria, para que el gasto público corresponda a los ingresos esperados, evitando con ello que los gobiernos se endeuden masivamente y, eventualmente, acudan a sus bancos centrales, buscando que financien los enormes déficits mediante la creación recurrente y creciente de dinero inorgánico, lo cual se traduce en expansiones de la oferta monetaria, por lo que habrá más dinero persiguiendo los mismos bienes, y los precios subirán.
Lo segundo es instaurar normas muy claras que obliguen al respeto de la autonomía de los bancos centrales, los cuales deben tener la potestad no solo de negarse a financiar gasto público deficitario, sino también de establecer metas anuales de inflación, a los efectos de instrumentar las políticas y acciones en procura de las mismas. Esto, indudablemente, no ocurre en Venezuela, porque el Banco Central de Venezuela se ha convertido en un apéndice del Gobierno nacional.
Lo tercero es tener políticas económicas centradas en estimular la oferta mediante incentivos a la inversión productiva en sectores como el manufacturero, la agroindustria y la agricultura, de manera que se incremente y diversifique tanto la gama de productos que se ofrecen en el mercado interno, como aquellos destinados a la exportación. Eso se logra con incentivos financieros, fiscales y de otra índole, siempre respetando el Estado de derecho y las reglas de funcionamiento de la economía de mercado, lo que es fundamental para la creación de confianza.
Esto es contrario a lo que ha ocurrido en Venezuela, donde ha prevalecido, durante un largo período, un entorno hostil para las actividades productivas por los excesivos controles y regulaciones que impiden el funcionamiento racional de los mercados y la óptima asignación de los recursos, originando un proceso de desinversión por parte de la empresa privada, expresado en el cierre de miles de fábricas y de muchas otras que se encuentran operando a un tercio de su capacidad, con lo cual se ha afectado severamente la oferta de bienes y servicios, factores todos que generan presiones alcistas de los precios.
La instrumentación de estas acciones, que se resumen en la imperiosa necesidad de un programa de estabilización y recuperación económica que combata la inflación, estabilice el tipo de cambio y libere a las fuerzas productivas –desmantelando todo el andamiaje de controles y regulaciones que asfixian la actividad empresarial– exige el convencimiento del Gobierno, por cuanto se requiere un compromiso firme y decidido para llevarlas adelante.
En este programa, igualmente, es crucial la concertación de un cuantioso financiamiento del Fondo Monetario Internacional y, en general, de multilaterales como el Banco Interamericano de Desarrollo o el Banco Mundial –e incluso de países amigos– para inversiones en gasto social (salud, educación, servicios básicos) y en infraestructura, a fin de atender las necesidades apremiantes de la población y de las actividades económicas. También es necesaria la reestructuración de la deuda externa, incluyendo el establecimiento de periodos de gracia y la puesta en marcha de reformas económicas e institucionales que reactiven la producción y amplíe significativamente la oferta de bienes y servicios.
Para el actual gobierno de Venezuela es cuesta arriba diseñar y llevar a cabo un programa de ajustes de esta naturaleza, entre otras razones, por las restricciones a las que está sometido, tales como un contexto altamente polarizado, institucionalidad destrozada, sanciones económicas y la imposibilidad de obtener financiamiento internacional, lo que eleva el costo político y, con ello, el riesgo de poner en peligro su permanencia en el poder. Por otra parte, con un modelo de Estado intervencionista es imposible realizar un ajuste con la calidad suficiente para destrabar los mercados y promover el desarrollo del sector privado, que son elementos imprescindibles para desasir los obstáculos que impiden el desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad.
Frente a esta realidad es probable que se sigan profundizando los desequilibrios macroeconómicos, si se mantienen ausentes un sistema de seguridad jurídica a la propiedad, la existencia de instituciones confiables de administración de justicia y de resolución de conflictos, la posibilidad de construir el consenso requerido para implementar reformas de largo alcance dirigidas a estimular la inversión y la diversificación productiva, la existencia de un Estado de Derecho y la credibilidad suficiente a nivel gubernamental para formular y conducir eficazmente la política económica antiinflacionaria y de desarrollo productivo.
Pese a lo anterior, se vuelve perentorio aceptar que la superación de la crisis económica que azota al país des 2013, demanda conciliar intereses y concertar acuerdos, lo que es imperativo para detener el desgaste económico de Venezuela y la estrepitosa caída del poder adquisitivo de la población, con el consiguiente incremento de la pobreza y de la desigualdad. Por ello, es vital insistir en vías de entendimiento, con la mente centrada en construir consensos que duren 30 o 40 años, de manera que se construya la estabilidad suficiente para que sea atractivo invertir en el país, que es lo que permitirá derrotar la inflación y generar riqueza y un desarrollo económico y social sostenible.