Por: F. Javier Duplá
Ha sido un acierto de la curia general de la Compañía de Jesús establecer el año ignaciano entre el 20 de marzo de 2021 y el 31 de julio de 2022, porque así se da a conocer mejor este gran hombre, este gran santo, este gran modelo para todas las épocas.
Por él pasan, uno después del otro, dos ideales de vida, dos enamoramientos, dos maneras de relacionarse con los demás, dos formas de entender a Dios. Vamos por partes.
Íñigo era su nombre de familia. Había nacido en 1491, el menor de 13 hermanos y no conoció el amor materno, porque su madre murió pronto. A los quince años su padre lo envía a educarse en la casa del Contador Mayor del Reino, algo así como el ministro de economía, de nombre Juan Velázquez de Cuéllar, y allí recibe una educación de altísima calidad mundana y modales cortesanos. Leía libros de caballerías, escribía con hermosa caligrafía y aprendió a manejar la espada y también a tañer instrumentos musicales. Todo esto le preparaba para una vida de corte, cuando lograra casarse con una dama de la nobleza. Y él soñó con eso, porque se enamoró de una dama que no era condesa ni duquesa, sino de estado más alto. Los biógrafos hablan de la infanta Catalina, hija de la reina Juana, a quien conoció en Arévalo, pero Ignacio no dijo su nombre cuando dictó su autobiografía al final de su vida.
Es bien conocido cómo cambia la vida de Ignacio cuando recibe la bala de cañón en la fortaleza de Pamplona en 1521. El duque de Nájera, a cuyo servicio militaba Íñigo, combatía contra el depuesto rey de Navarra, Juan de Albret, que quería recuperar su independencia. Los franceses le ayudaban e invadieron Navarra hasta Pamplona. El 20 de mayo Íñigo recibió la bombarda que lo puso en muy mal estado. Los franceses, muy corteses, lo llevaron hasta Loyola en una angarilla y allí se inició para él un cambio que lo haría otra persona.
Estuvo a punto de muerte el 24 de junio, día de san Juan, pero la Providencia le reservaba para otras tareas. En su lenta recuperación se aburría, se daba a la imaginación cómo sería su vida cortesana cuando sanase, se acordaba de los libros de caballerías que había leído. Pero su cuñada Magdalena de Araoz le proporcionó vidas de santos que impactaron enormemente al postrado. Y aquí viene ese cambio formidable en su pensamiento y disposición de vida, ayudado por la reflexión sobre lo que había sido su vida hasta ese momento y cómo sería si imitaba a los santos que leía, Santo Domingo, San Francisco… Se alegraba leyendo libros de caballerías, pero al terminarlos quedaba triste; en cambio quedaba entusiasmado al leer las vidas de santos. Cayó en la cuenta de esa diferencia y es el comienzo de lo que luego llamará discernimiento, examen de las apetencias personales, de las circunstancias de la vida, para ver qué es lo que Dios quiere. Aparece otra persona, otro Íñigo, muy distinto del cortesano.
Decide cambiar radicalmente de vida sin decir nada a sus hermanos para que no se lo impidan. Se ha enamorado de Jesucristo, quiere vivir donde él vivió, hacer lo que hizo, amar como él amó. Y decide ir a Jerusalén y quedarse allí el resto de su vida. ¿Qué le dice este Íñigo a los jóvenes de hoy que lean sus aventuras vitales? Que tales locuras no se pueden hacer si el que las hace no está tan enamorado como lo estuvo él de Jesucristo. Fue una conversión hasta el fondo del alma, hasta el arrepentimiento total de lo que había sido su vida hasta entonces. Hoy día para muchos jóvenes la vida es un medio para obtener una profesión, formar una familia y hacerse con una riqueza bien habida. Es la traducción moderna de lo que Íñigo pensó para su vida. Esto en el mejor de los casos. Pero cuando la sociedad y los gobiernos se corrompen, la vida para muchos jóvenes es hacerse violentamente con lo que no tienen, disfrutar lo más posible de los placeres del cuerpo, sean sexuales o de droga, y llegar a tener poder, mucho poder. El pasado no importa, el futuro no existe, sólo el presente, lo más intenso posible…
Sigamos con Íñigo. Salió de Loyola, pasó por la ermita de Aránzazu, donde hizo voto de castidad ante la imagen de la Virgen y después de algunos meses llegó a Montserrat. Allá se confesó largamente con un monje, pasó una noche en oración y dejó ante el altar su espada y su puñal. Se despojó de sus vestiduras y las regaló a un pobre, a quien acusaron de haberlas robado.
No voy a hacer un recuento de su vida, sino simplemente fijarme en cómo ese hombre de familia rica, con buena formación, con ideales mundanos legítimos, cambia totalmente a un hombre pobre, dependiente de la limosna, y pone como ideal de su vida vivir literalmente como vivió Jesucristo. Es un hombre impetuoso y valiente, pero solitario. Va solo persiguiendo su ideal de quedarse en Jerusalén, ajeno al complicado mundo europeo que le rodea: Erasmo, Tomás Moro, Carlos V, Lutero, la imprenta, la vuelta al mundo, América…
De Montserrat pasa a Manresa y aquí surge otra persona en Ignacio. Va a pasar en ella varios meses hospedado en el hospital, mendigando por las calles, hablando a los niños y a quien quiera escucharlo, despertando admiración porque ven que es un hombre ilustrado y piadoso. Se va dando cuenta de que puede hacer el bien comunicando su experiencia espiritual y eso le lleva a dejar de ser un solitario. Dios le va enseñando y orientándolo hacia su vocación futura apostólica.
En Manresa pasa Ignacio un período terrible de sequedad interior, de falta de sentido, de dudas de fe, de desaliento, de pérdida de gusto por la oración. Esa experiencia interior tan fuerte la llamará después desolación y cuando diga que a pesar de ella el cristiano no debe cambiar de vida, lo dice desde esa experiencia tan fuerte que él pasó. Tanto, que pensó en tirarse al río y suicidarse. Dios le llevó al extremo de la desolación personal para que luego él pudiera ayudar a tantos otros a superarla. Pero en ese tiempo de Manresa, a su desolación le siguió un período de altísima consolación, en que sintió una comunicación cercanísima de Dios con él. Ignacio dice que se le empezaron a abrir los ojos del entendimiento: “Fue como una gran claridad en las cosas de la fe, que ya sabía, pero que le parecieron como nuevas. Una vivencia imborrable. El misterio de Dios y de la Trinidad, la Creación, la Eucaristía, la presencia divino-humana de Cristo, se le hicieron más transparentes y luminosas. Es como si Dios le inundase el alma. Él, espiritualmente niño, se vio transformado en adulto. Fruto de aquella experiencia y de lo mucho que iba ahondando en los secretos del alma fue una primera redacción del librito que lo haría inmortal: los Ejercicios.” (José Ignacio Tellechea Idígoras: Ignacio de Loyola: la aventura de un cristiano, p. 31).
Actualmente hay una corriente de espiritualidad que pone en entredicho todos los dogmas de la religión católica porque van supuestamente en contra de lo que han avanzado las ciencias humanas. La astronomía, la física y la biología van explicando lo que hasta ahora era un misterio. Esos autores llaman “mitos cristianos” los hechos narrados por la Biblia y que no son explicables científicamente: el pecado original, la Trinidad, la Redención, la Encarnación, la superioridad de la religión cristiana, la trampa del poder en la Iglesia, su rechazo de la modernidad, su obsesión moral, especialmente en el tema sexual. Llaman mitos porque son expresiones simbólicas, ajenas a la física y a la biología científicas, que sirven como expresiones simbólicas de la energía universal en la que Dios consiste. Ni que decir tiene que esta corriente no acepta las expresiones místicas de Ignacio.
A la vuelta de su estancia en Jerusalén se quedó en Barcelona un tiempo largo y tuvo la intuición de reunir a tres jóvenes para que fuesen como él hablando de Dios. Los jóvenes no continuaron, pero por consejo del maestro Ardevol se puso a estudiar latín, ya con treinta y tantos años y compañeros de diez. Ignacio pasó pues de ser un penitente solitario a un comunicador de sus vivencias espirituales. Es un gran cambio al que Dios le va conduciendo.
Pero ¿cómo hablaba de Dios y de temas espirituales si no había estudiado? La Inquisición lo persiguió en Alcalá y luego en Salamanca, donde estuvo preso más de un mes. Pero no pudieron condenarle a la hoguera porque vieron que lo que decía y cómo vivía no tenía objeción. Íñigo decidió estudiar ya con treinta y largos años, un acto de humildad y de obediencia a las circunstancias a través de las cuales le hablaba Dios. Fue a París, a la Sorbona, y pasaba muchos apuros para vivir: hambre, falta de asilo, y además se empeñó en seguir hablando de su experiencia espiritual a los compañeros de estudios, algunos de los cuales serían los fundadores de la Compañía de Jesús. Ha dejado de ser solitario y ahora piensa en ese grupo, se solaza con él, hacen juntos bellos proyectos de futuro. En la fiesta de la Asunción de 1534 en la iglesia Saint Dénis de Montmartre los siete compañeros pronuncian el voto de peregrinar a Jerusalén y emplearse en el servicio de Dios y de los prójimos. No ha nacido todavía la Compañía de Jesús, que será aprobada por el papa Paulo III el 27 de septiembre de 1540, pero ya Ignacio ha sabido comunicar su espíritu a esos primeros compañeros.
Hay muchos aspectos de la vida de Ignacio y de la naciente Compañía de Jesús que serían dignos de mencionar, pero no se pueden desarrollar en este artículo: su viaje a Azpeitia en 1537, supuestamente para recobrar la salud, y que resultó chocante para sus hermanos y luego muy edificante para la población; su difícil relación con el papa Paulo IV, con el que no se había entendido cuando lo conoció en Venecia; su comunicación con toda la Compañía y con personajes de todo tipo a través de las cartas, de las que se conservan unas 7.000 además de otras que se han perdido; su espíritu de oración tan intenso que no pudo decir misa durante algún tiempo porque lloraba demasiado y los médicos se lo prohibieron; su visión de Dios en la naturaleza, que luego plasmará en la Contemplación para alcanzar amor, de los Ejercicios.
Como resumen final volvemos al título de este artículo, “Ignacio de Loyola, dos personas en un solo hombre”: Ignacio fue pecador y luego radicalmente convertido; impulsivo e individualista y luego supo escuchar a los demás porque quería hacerles bien; aspirante a los más altos títulos de nobleza y luego muy humilde aprendiendo con los niños; peregrino a Jerusalén y con deseos de quedarse allí y luego peregrino por el mundo a través de los jesuitas que él conquistó para en todo amar y servir. Pidámosle a él con todo fervor que nos haga participar de ese espíritu que Jesucristo le regaló.