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Ideología, farsa y crueldad

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Humberto García Larralde

Hubo un tiempo en que las ideologías políticas competían buscando apoyo en la población. Eran épocas en que el ideario socialista rivalizaba con interpretaciones liberales o demo-cristianas en el ofrecimiento de promesas de desarrollo y/o para superar dificultades existentes. A pesar de los sesgos inherentes a cada representación, procuraban reflejar aquellos aspectos que consideraban más relevantes del entorno con el propósito de “desmentir” o confrontar versiones competidoras. La realidad era, por tanto, una referencia obligada.

La autoproclamada “Revolución Bolivariana” acabó con eso. Si en principio la invocación de la gesta emancipadora buscó insuflar pasiones redentoras que convocaban a conquistar la dicha negada por los “enemigos de la patria”, la retórica oficial se fue convirtiendo progresivamente en un catálogo de excusas para “legitimar” ante los suyos los abusos de poder que se fueron cometiendo. Mientras la bonanza petrolera posibilitó los recursos con los cuales tapar los destrozos que dejaban a su paso decisiones arbitrarias y personalistas, la prédica nacionalista-socialista del chavismo cumplió sus propósitos de “falsa conciencia” (Marx dixit) para obnubilar las percepciones de los venezolanos y neutralizar las críticas. Pero, para infortunio de estos embaucadores, los estragos acumulados empezaron a desbordar las capacidades de simulación ofrecidas por un barril a $100 y la manipulación carismática del comandante eterno. Al desaparecer el galáctico de la faz de la tierra y desplomarse los precios del crudo en los mercados mundiales, el adefesio “socialista” se derrumbó como castillo de naipes.

Pero el heredero, desprovisto de toda capacidad para gobernar, buscó refugio en la retórica radical de su mentor y entregó creciente poder a la cúpula militar a cambio de que lo dejaran en la presidencia. La ideología ya no cumplía ningún propósito de “justificar” ante los venezolanos los designios de la nueva oligarquía que se había apoderado del país, y se convirtió simple y llanamente en un clarín para deslindar campos de batalla y poder aglutinar a los suyos en la guerra declarada contra la abrumadora mayoría que se le enfrentaba. Como todo ejercicio fascista, la política devino en una guerra conducida por otros medios (y a veces no tanto, por la apelación tan frecuente a la violencia como “argumento” para acallar la disidencia). Los remanentes milico-civiles del chavismo nunca les interesó la política, en el sentido de una contienda abierta de propuestas por las mentes y voluntades de los electores, sino como un ejercicio de fuerza en el que el adversario es visto como enemigo que debía ser aniquilado, por ser una amenaza a la “revolución”, es decir, a su poder. No hay forma de justificar en un debate político democrático las enormes fortunas amasadas bajo el amparo de la demolición institucional, la ausencia de transparencia y de rendición de cuentas. Tampoco las prácticas de extorsión, especulación y de negociados fraudulentos pueden taparse esgrimiendo una retórica de. redención social en la que ya pocos creen.

La ideología se transformó así en grito de alistamiento para que un “nosotros” -la oligarquía y sus secuaces- saliera a preservar lo que consideraba suyo (el país) contra todos aquellos ajenos a tales pretensiones y que, por tanto, son “enemigos de la patria”. Dio cobijo a un tribalismo primitivo con códigos de identidad construidos con base en mitos para que una secta de iniciados convergiera en torno a ellos en defensa de “su territorio”. La ideología buscó “legitimar” un sentido de propiedad, cimentado con base en el desmantelamiento de las instituciones que resguardaban el patrimonio público contra las apetencias de quienes hoy siguen en el poder. Y tal desmantelamiento lo llamaron “revolución”.

La ideología del fascismo madurista no pretende convencer a nadie; sirve para demarcar una parcela excluyente de poder que niega de plano todo reclamo desde afuera de que el país es de todos por igual. Son ellos sus dueños y no lo van a compartir. ¿Acaso Diosdado, El Aissami, Maduro,  los hermanitos Rodríguez y Celia, creen sus sermones “revolucionarios”? Pero están obligados a repetirlos ad nauseam para defender unos privilegios inusitados hechos realidad por no tener que rendir cuenta a nadie de sus depredaciones y de reprimir toda conminación a que respeten la Constitución y las leyes. Con la excusa de una “revolución” han acabado con el estado de Derecho para hacer del país su botín. Y están muy conscientes de que sin él no son absolutamente nada. Por eso se cierran en torno a sus embustes, galvanizan a sus huestes con su retórica buscando evitar que los expropien. Necesitan apelar a una fe que disuelva toda referencia moral que pregone el respeto del otro y que se preocupe por el bienestar de todos como base del desarrollo personal en sociedad, y la sustituya por un “moralismo” maniqueo en el que, por antonomasia, ellos representan el bien, enfrentados al mal de los que denuncian la terrible realidad por la que pasan hoy los venezolanos. El símbolo supremo de esa fe es una imagen cultivada de Chávez vigilante desde el más allá que exige, como única prueba de lo que es aceptable, lealtad a su mitología. Quien maneje este símbolo, maneja la secta. De ahí la ideología, los clichés y las campañas de odio.

Los simbolismos invocados aíslan el discernimiento del oligarca de cualquier cuestionamiento externo. Dan forma a una campana de cristal cimentada a base de ficciones, que protege a la secta contra toda increpación ciudadana. Como toda crítica obedecería a intereses perversos de un enemigo que busca desestabilizar a la “revolución”, se despacha con escarnios y descalificaciones. No se toma en serio ni se le presta atención, salvo para usarla como prueba de que hay una conspiración y denostar a su proponente con campañas de odio en su contra. Cualquier contrastación con la realidad -las penurias que atraviesa la población, el hambre y las muertes evitables- es percibida como un intento malsano de engañar a los fieles. No hay forma de construir consensos con esta oligarquía apelando a la realidad, de compartir ideas u opiniones o de labrar un piso común a partir del cual lograr acuerdos mínimos que permitan salir de esta tragedia. De ahí la inmensa crueldad exhibida por los maduristas: de tanto caerse a embuste con sus clichés, se han colocado fuera del alcance de todo reproche basado en sentimientos de solidaridad y de compasión humana. La impostura, la farsa, es su escudo.

Así llegamos a la comedia representada por el ingreso de Fabricio Ojeda al Panteón y el asueto decretado en conmemoración del nacimiento de Ezequiel Zamora. Amparados en estos y otros símbolos, los máximos representantes del gorilaje militar se sienten legitimados para aparecer rasgándose las vestiduras en defensa de la “revolución” y para denunciar a una “ultra-derecha” que intenta desacreditarlos (¡!). Si no fuera tan trágico, sería para desternillarse de la risa.  Pero la mayor farsa fue oír al máximo portavoz de la nueva oligarquía, al presidente Maduro, tararear “¡Oligarcas temblad, viva la libertad!” Sin duda, Venezuela ha sido puesta de cabeza. Y es contra esa sarta de disparates, que nos enfrentamos.

El debate, la contraposición franca de ideas, no obligará a los fascistas a rectificar. Para ellos, la verdad no es lo que está en juego. Pero los interlocutores a que debemos llegar no son Maduro y su combo, sino los que todavía les proporcionan el mínimo de apoyo que les ha permitido, contra toda lógica, mantenerse en el poder a pesar de la destrucción y el saqueo que han causado. Poner al descubierto la impostura del discurso oficial es una herramienta imprescindible para horadar esas bases de apoyo, tanto militar como civil. El reto es cómo acompañarlos en sus propias experiencias de lucha para que asuman las denuncias como suyas. En particular, es menester un mensaje bien claro al estamento castrense que les ayude a entender que solo con la defensa de la Constitución podrán defender su honor y el rol por el cual podrán ser recordados favorablemente por los venezolanos.

Como nos enseña Jesús, “sólo la verdad os hará libres”.

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