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Identificado con las víctimas

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José Antonio Pagola

Domingo de Ramos (B). San Marcos 14, 1-72; 15, 1-47

Ni el poder de Roma ni las autoridades del Templo pudieron soportar la novedad de Jesús. Su manera de entender y de vivir a Dios era peligrosa. No defendía el imperio de Tiberio, llamaba a todos a buscar el reino de Dios y su justicia. No le importaba romper la ley del sábado ni las tradiciones religiosas, solo le preocupaba aliviar el sufrimiento de las gentes enfermas y desnutridas de Galilea.

No se lo perdonaron. Se identificaba demasiado con las víctimas inocentes del imperio y con los olvidados por la religión del templo. Ejecutado sin piedad en una cruz, en él se nos revela ahora Dios, identificado para siempre con todas las víctimas inocentes de la historia. Al grito de todos ellos se une ahora el grito de dolor del mismo Dios.

En ese rostro desfigurado de Jesús Crucificado se nos revela un Dios sorprendente, que rompe nuestras imágenes convencionales de Dios y pone en cuestión toda práctica religiosa que pretenda dar culto a Dios olvidando el drama de un mundo donde se sigue crucificando a los más débiles e indefensos.

Si Dios ha muerto identificado con las víctimas, su crucifixión se convierte en un desafío inquietante para los seguidores de Jesús. No podemos separar a Dios del sufrimiento de los inocentes. No podemos adorar a Jesús en la Cruz y vivir de espaldas al sufrimiento de tantos seres humanos destruidos por el hambre, las guerras, la miseria…

Dios nos sigue apelando desde los crucificados de nuestros días. No nos está permitido seguir viviendo como espectadores de ese sufrimiento inmenso alimentando una ingenua ilusión de inocencia. Nos hemos de rebelar contra esa cultura del olvido, que nos permite aislarnos de los crucificados desplazando el sufrimiento injusto que hay en el mundo hacia una “lejanía” donde desaparece todo clamor, gemido o llanto.

No nos podemos encerrar en nuestra “sociedad del bienestar”, ignorando a esa otra “sociedad del malestar” en la que millones de seres humanos nacen solo para extinguirse a los pocos años de una vida que solo ha sido muerte. No es humano ni cristiano instalarnos en la seguridad olvidando a quienes solo conocen una vida insegura y amenazada.

Cuando los cristianos levantamos nuestros ojos hasta el rostro de Jesús Crucificado, contemplamos el amor insondable de Dios, entregado hasta la muerte por nuestra salvación. Si lo miramos más detenidamente, pronto descubrimos en ese rostro el de tantos otros crucificados que, lejos o cerca de nosotros, están reclamando nuestro amor solidario y compasivo.”

Evangelio

San Marcos 14, 1-72; 15, 1-47

“¿Y qué queréis que haga con el que llamáis rey de los judíos? Ellos gritaron: ¡Crucifícale!

Pues, ¿cuál es su delito? Pero ellos gritaban más y más: ¡Crucifícale!

Entonces Pilato, queriendo quedar bien con la gente, ordenó que pusieran en libertad a Barrabás, y que a Jesús le azotaran y le crucificaran.

Por el camino encontraron a un hombre que volvía del campo, un tal Simón, natural de Cirene, y le obligaron a cargar con la cruz de Jesús. Llevaron a Jesús a un lugar llamado Gólgota. Allí le dieron vino mezclado con mirra, pero él no se lo bebió. Entonces le crucificaron.

Al llegar el mediodía, toda aquella tierra quedó sumida en oscuridad hasta las tres de la tarde. A las tres, Jesús gritó: Eloí, Eloí!, lemá sabaqtani?, que significa: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Jesús, lanzando un fuerte grito, murió. Entonces la cortina del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. El comandante de la guardia, que estaba frente a Jesús, al ver que había muerto, dijo:

¡Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios!”

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