Por Juan Salvador Pérez
La Pontificia Academia para la Vida, publicó el 22 de julio de 2020 – día de Santa María Magdalena – el documento Humana Communitas (Comunidad Humana) dedicado a analizar las consecuencias de la Pandemia Covid-19 y ofrecer una posición.
El documento parte de un planteamiento bastante evidente, pero no por ello carente de razón: esta pandemia es, sin duda alguna, una crisis global. Todos estamos de acuerdo en ello. Ha sido una globalización de la contingencia (con-tingere) y valdría la pena detenernos y reflexionar un poco sobre esta palabra. Al hablar de contingencia hacemos referencia a la posibilidad de que algo suceda – o no suceda – y, por ello, actuamos en consecuencia. Pero al mismo tiempo, la contingencia supone en su etimología (cum-tangere) la posibilidad de contagio, aquello transmisible por contacto directo o indirecto con otros.
Sobre estas dos ideas se desarrolla el documento pontificio, contagio y contingencia.
Evitar el contagio ha sido la premisa, de allí el distanciamiento, el aislamiento, la cuarentena. Nos redescubrimos frágiles y vulnerables. Cualquiera puede enfermar y, además, cualquiera puede contagiar. Las soluciones iniciales resultaron duras, el confinamiento de los enfermos, la soledad de los ancianos, el encierro de los niños, el cese de la actividad normal.
Pero ¿cuánto se puede vivir así? El ser humano es en esencia y por naturaleza un ser social, vivimos en sociedad, somos una comunidad humana (humana communitas), y necesariamente eso implica la interacción entre las personas. La soledad monádica, la vida sin los demás, es una imposible ficción y eso lo demostró esta pandemia. Ciertamente, nos contagiamos por los otros, pero sin los otros no podemos salvarnos, y así se abre paso entre nosotros la Ética del riesgo, que no es otra cosa que la ética de la vida, donde el otro cobra un significado tremendamente igual a mí, porque me define y me increpa.
Surge entonces la contingencia, es decir, cómo enfrentar los efectos pandémicos. La humanidad reaccionó inicialmente con miedo y el miedo es siempre un muy mal consejero. Pero pronto supimos darnos cuenta del error y entender la necesaria importancia de la solidaridad.
La solidaridad entendida, no como aquel lejano compromiso genérico con el que sufre, sino como un llamado concreto a la acción. Esto se refiere primero (y dada la situación) al acceso universal a oportunidades de prevención, diagnóstico y tratamiento; y, al mismo tiempo, a la investigación científica responsable que consiga las causas y la cura de esta pandemia.
Pero también la solidaridad es hoy, de nuevo, el clamor de esa deuda que sigue pendiente, un abismo que en esta coyuntura se hace más grande: la responsabilidad de los países ricos con los países pobres.
Por último, el documento pontificio vuelve a destacar la conveniencia e importancia de una organización internacional de alcance mundial que incluya específicamente las necesidades y preocupaciones de los países menos adelantados que se enfrentan a una catástrofe sin precedentes.
Humana Communitas – como vemos – no hace planteamientos nuevos, básicamente porque no hacen falta. El documento concluye dejando en claro que la base de toda comunidad humana es la confianza. La confianza es la base de la Fe (fides). Ante la resignación de sufrir pasivamente los acontecimientos o la nostalgia de un retorno al pasado, nos hace un llamado a que mantengamos una actitud de Esperanza que permita un futuro mejor para todos y cada uno. Y termina invitándonos a que todos seamos solidarios, definiendo la solidaridad como la base de la ética social. La solidaridad así entendida no es otra cosa que el Amor (Caritas).
Fe, Esperanza y Caridad son las virtudes teologales o hábitos que Dios infunde en la inteligencia y en la voluntad del hombre para ordenar sus acciones a Dios mismo.
El planteamiento del documento, es pues, una vieja – pero muy buena – respuesta para una nueva situación.