Por David von Drehle
En el momento de su asesinato en 1968, Martin Luther King Jr. se había convertido en el proverbial profeta sin honor en su propia tierra. Una encuesta hecha por la empresa Harris Poll revelaba que el líder de los derechos civiles de 39 años de edad parecía haber dejado de fascinar la imaginación estadounidense. Tres de cada cuatro encuestados blancos dijeron que desaprobaban las acciones de King después de su oposición a la guerra en Vietnam. Más sorprendente aun, aproximadamente la mitad de todos los estadounidenses negros también lo criticaban.
Sólo unos pocos años antes, King había estado en la cúspide: En 1964, fue el Hombre del Año de la revista Time y la persona más joven hasta la fecha en ganar el Premio Nobel de la Paz. Su éxito en la aprobación de la Ley de Derechos Civiles de 1964 fue seguido por la Ley del Derecho al Voto de 1965.
Pero llegó 1968: pocos años después, King era ampliamente criticado, incluso por sus pares en el movimiento de derechos civiles. Los líderes afroamericanos le criticaban que no llevara las protestas a sus ciudades. Ante la actitud de líderes negros como Roy Wilkins de la NAACP y el representante Adam Clayton Powell (D-N.Y.) de Harlem, se lamentaba King: “Su afirmación es… Martin Luther King está muerto; está acabado; su no violencia se ha desvanecido. Nadie lo está escuchando.”
Y de los líderes del creciente movimiento del Poder Negro surgieron otras críticas. La filosofía de protesta pacífica de King era débil y servil; algunos se burlaban de su comportamiento eclesiástico llamándolo irónicamente, a sus espaldas, “De Lawd” (“El Señor”). (Incluso en la cúspide de la influencia de King, Malcolm X lo atacaba llamándolo un “Tío Tom moderno “.) Como afirmó un escritor de izquierda sobre el esfuerzo final de King, la Campaña de los Pobres:“El fracaso de la campaña es el beso de la muerte” para la Conferencia del Liderazgo Cristiano del Sur, de King.
El historiador David Garrow dice en su libro “Llevando la Cruz” que los amigos de King comentaban acerca de su abatimiento durante sus últimos meses. “Él era una persona diferente”, destacó el reverendo Ralph Abernathy, aliado incondicional. “Estaba triste y deprimido.”
King llegó a preguntarse si su trabajo estaba teniendo algún impacto y notó la animosidad dirigida a los campeones de las esperanzas insatisfechas. “La amargura es a menudo mayor hacia la persona que construyó la esperanza, que pudo decir: ‘Tengo un sueño’, pero que no podía producir el sueño debido al fracaso y la enfermedad de la nación para responder al sueño”.
A menudo hablaba de su propia muerte, que parecía tan cercana y tangible como la mesa de trabajo de cada motel, su atril, o el púlpito. Un domingo en Atlanta, su hogar, reflexionó ante la congregación de la Iglesia Bautista Ebenezer sobre las palabras que esperaba que adornaran su lápida. Unas semanas más tarde, la noche antes de ser asesinado en Memphis, King advirtió a su audiencia que, como Moisés, podría no llegar a la Tierra Prometida.
Sin embargo, una y otra vez en su duro y a menudo solitario camino hacia el martirio, King se reprochaba a sí mismo por la necesidad de permanecer esperanzado. Rendirse a la desesperación que lo atormentaba sería un repudio a todo lo que creía y por lo que vivía. Era su profunda fe cristiana expresándose. Uno puede tener esperanza sin ser cristiano, pero para King, nadie podía ser verdaderamente cristiano sin tener esperanza. Amar a los enemigos, no importa cuán odiosa sea su respuesta, es un acto de optimismo radical y de fe firme. “La esperanza”, afirmaba, “es la negativa final a rendirse”.
Este lunes, la nación conmemora los 90 años del nacimiento de King. Las vacaciones de este año nos encuentran a muchos de nosotros en nuestros propios lugares oscuros. El amor por los enemigos es escaso. La solidaridad con los pobres, el forastero, el prisionero, es ampliamente ridiculizada. Las tribus, las sectas y los grupos de identidad exigen lealtad, mientras que se abandona el principio de una humanidad universal y esencial.
En este momento, es bueno recordar que la vida que veneramos y celebramos esta semana fue ensombrecida por la duda, acechada por la división, acosada por el miedo y plagada de un sentimiento de fracaso. Honramos a Martin Luther King Jr. no por sus victorias, que siguen siendo incompletas en el mejor de los casos. Lo honramos por su visión, y por su compromiso sacrificatorio con esa visión. Vio lo que podríamos ser capaces de lograr -como individuos y como nación- y creyó en esa posibilidad tan profundamente que dejó todo lo demás, incluso la vida misma, para mantenerla en alto donde siempre podamos verla.
Como King, también nosotros elegimos cada día si vivimos en la esperanza o en el miedo, con amor u odio, como constructores o destructores. De King, aprendemos la lección de que estas opciones nunca son tan fáciles como suenan y nunca tan populares como nos imaginamos. En King, tenemos un modelo para elegir, y un férreo ejemplo de la negativa final a rendirse.
Por: América Nuestra