Por Noel Álvarez
En este comienzo de año 2019, cuando las aguas políticas corren encriptadas, la arena está movediza y el viento sopla torcido, es bueno recordar las opiniones que los escritores clásicos tenían sobre conceptos modernos y contemporáneos utilizadas por los amos del poder. Luis XIV de Francia, por ejemplo, fue el primero que dijo “El Estado soy yo”, para dar a entender que en aquel entonces no había más poder, ni otra soberanía que la suya.
Luego la historia le enmendó la plana a Luis XIV y las democracias instalaron un criterio según el cual el Estado somos todos los habitantes de una nación. Para describir este hecho, copio para ustedes un extracto del libro: La rebelión de las masas, del filósofo español José Ortega y Gasset, en el cual quedan plasmados los alcances y perversiones de este monstruo llamado Estado, en nombre del cual nos constriñen y asfixian aquellos que detentan su control:
“En nuestro tiempo, el Estado ha llegado a ser una máquina formidable que funciona prodigiosamente, de una maravillosa eficiencia por la cantidad y precisión de sus medios. Plantada en medio de la sociedad, basta con tocar un resorte para que actúen sus enormes palancas y operen fulminantes sobre cualquier trozo del cuerpo social.
El Estado contemporáneo es el producto más visible y notorio de la civilización. Y es muy revelador, percatarse de la actitud que ante él adopta el hombre-masa. Éste lo ve, lo admira, sabe que está ahí, asegurando su vida; pero no tiene conciencia de que es una creación humana inventada por ciertos hombres y sostenida por ciertas virtudes y supuestos que hubo ayer en los hombres y que puede evaporarse mañana.
Por otra parte, el hombre-masa ve en el Estado un poder anónimo, y como él se siente a sí mismo anónimo -vulgo-, cree que el Estado es cosa suya. Imagínese que sobreviene en la vida pública de un país cualquiera dificultad, conflicto o problema: el hombre-masa tenderá a exigir que inmediatamente lo asuma el Estado, que se encargue directamente de resolverlo con sus gigantescos e incontrastables medios. Este es el mayor peligro que hoy amenaza a la civilización: la estatifícación de la vida, el intervencionismo del Estado, la absorción de toda espontaneidad social por el Estado; es decir, la anulación de la espontaneidad histórica, que en definitiva sostiene, nutre y empuja los destinos humanos.
Cuando la masa siente alguna desventura o, simplemente, algún fuerte apetito, es una gran tentación para ella esa permanente y segura posibilidad de conseguir todo, sin esfuerzo, lucha, duda, ni riesgo, sin más que tocar el resorte y hacer funcionar la portentosa máquina. La masa se dice: «El Estado soy yo», lo cual es un perfecto error.
El Estado es la masa solo en el sentido en que puede decirse de dos hombres que son idénticos, porque ninguno de los dos se llama Juan. Estado contemporáneo y masa coinciden solo en ser anónimos. Pero el caso es que el hombre-masa cree, en efecto, que él es el Estado, y tenderá cada vez más a hacerlo funcionar con cualquier pretexto, a aplastar con él toda minoría creadora que lo perturbe; que lo perturbe en cualquier orden: en política, en ideas, en industria.
El resultado de esta tendencia será fatal. La espontaneidad social quedará violentada una vez y otra por la intervención del Estado; ninguna nueva simiente podrá fructificar. La sociedad tendrá que vivir para el Estado; el hombre, para la máquina del gobierno. Y como a la postre no es sino una máquina cuya existencia y mantenimiento dependen de la vitalidad circundante que la mantenga, el Estado, después de chupar el tuétano a la sociedad, se quedará hético, esquelético, muerto con esa muerte herrumbrosa de la máquina, mucho más cadavérica que la del organismo vivo.
En conclusión ¿Podemos advertir cuál es el proceso paradójico y trágico del estatismo? La sociedad, el pueblo o la masa, o como queramos llamarle, crea, como instrumento, el Estado. Luego, el Estado se sobrepone, y el conjunto tiene que empezar a vivir para el Estado. Pero, al fin y al cabo, el Estado se compone aún de los seres de aquel conjunto.
Pero, más temprano que tarde, no basta con éstos para sostener el Estado y hay que llamar a extranjeros: cubanos, rusos, chinos, árabes, entre otros. A esto lleva el intervencionismo del Estado: el pueblo se convierte en carne y pasta que alimenta el andamiaje de la máquina que es el Estado. Ese monstruo tritura y consume la carne y huesos en torno a él y se hace, primero inquilino y luego propietario de la casa ¡Sálvese quien pueda!