Por Javier Contreras
El asalto y la destrucción que tuvo lugar en los jardines de la Asamblea Nacional, el 5 de julio, no tienen nada de extraños. Tampoco se pueden catalogar como extraordinarios, ya que lamentablemente lo ordinario, entendido como lo habitual, es que la violencia en cualquiera de sus manifestaciones forme parte del paisaje cotidiano de Venezuela.
Nicolás Maduro criticó lo ocurrido y señaló que no avala ninguna acción vandálica y violenta, motivo por el que invitó a las autoridades competentes a investigar y establecer las responsabilidades del caso. Este tipo de declaraciones son bien recibidas, pero son insuficientes si no van acompañadas de una verdadera voluntad política para desmontar los andamiajes que le dan sustento al accionar impune de grupos violentos aliados del gobierno nacional.
Ante la gravedad de lo que está ocurriendo, casi a diario en el país, hay que dejar de lado los eufemismos. Estos grupos aliados del gobierno que actúan impunemente, llamados genéricamente colectivos, existen, sus miembros son claramente reconocibles, y constituyen una formación paramilitar. Más allá de la molestia e incomodidad que le cause a ciertas personas, si no se habla claramente, no hay forma de enfrentar la complejidad real de lo que estamos viviendo.
Desde hace tiempo, quien escribe estas líneas, ha alertado sistemáticamente sobre el peligro de subestimar a los paramilitares locales, o la inconveniencia de no establecer la distinción con sus pares colombianos; las dos actitudes se impusieron por desconocimiento o por comodidad, hasta que la realidad ha forzado que lo tomemos tan en serio como lo amerita.
Reconociendo que estos grupos son un componente más del escenario político, no puede sorprender a nadie lo que han venido haciendo, que tuvo en la irrupción a la Asamblea Nacional su actuación más reciente y más llamativa o mediática. No puede sorprender que quienes obtuvieron poder, prebendas y carta de ciudadanía para delinquir en aras de la defensa del proceso, ejecuten las acciones que ejecutan.
Agrupaciones que cuentan con armamento y logística; que hacen de la deformación ideológica una herramienta para tratar de legitimar su proceder; que mantienen control territorial en algunos sectores del país, especialmente en Caracas; pueden interpretar a su antojo aquellas declaraciones de “lo que no se pueda con los votos, lo haremos con las armas”. El PSUV no pudo ganar la Asamblea Nacional con los votos, ¿aspiran secuestrarla con las armas de la violencia?
No son hechos extraños. Cuando se condecora y se asciende de rango a funcionarios de los cuerpos de seguridad sospechosos de estar involucrados en violación de derechos humanos, homicidios, uso desproporcionado de la fuerza o actos delictivos, el mensaje es claro: se premia la “lealtad” incluso en detrimento de la legalidad, creando una atmósfera propicia para la violencia de Estado.
La mayoría de los “dilemas históricos” son falsos, porque casi siempre hay más de dos opciones, porque la política no es en blanco y negro. Lo que hoy plantea el gobierno cuando habla de constituyente o guerra, es mentira y maniqueo. Mentira porque el conflicto ya se instaló, maniqueo porque hay una vía que no toma en cuenta: el respeto a la actual Constitución Nacional y la consecuente reinstitucionalización del país.
En lo que no existe una tercera opción es en la escogencia entre violencia y coexistencia. Quienes apuestan a la violencia, sin importar su orientación partidista, son quienes realmente traicionan a los venezolanos; quienes por acción u omisión amparan grupos criminales, paramilitares o no, reducen el espacio para el entendimiento; quienes utilizan el poder político para reprimir, atemorizar y humillar, no entienden lo que el país demanda y necesita.