El pueblo de Comalapa se convirtió en un campo de batalla y la población, utilizada como escudo, se ve obligada a participar en acciones de protesta y bloqueo para presionar al grupo rival
“Nuestra vida es una incertidumbre, un terror muy grande, cuando salen los migrantes, sabemos que no va a pasar mucho tiempo en que sean agarrados. Y de por sí el territorio del noreste es de sangre y muerte, estamos rodeados, en constante acoso”, padre Pedro Pantoja †, en entrevista con Marcela Turati, Julio 2011.
Hace 12 años, cuando en el norte de México, en la frontera, los migrantes clamaban por su vida, la mirada no estaba puesta en el sur del país, en donde apenas se reconocía que, en el paso fronterizo con Guatemala, existía un problema de seguridad. La guerra estaba allá, en el norte, en donde los carteles controlaban el paso de personas, el robo de gasolina, la venta de drogas, la trata de mujeres, los secuestros, la extorsión; fue allá en el norte en donde dejaron de verse a los primeros jóvenes que después llamamos desaparecidos, en donde morir y amanecer envuelto en cobijas se volvió una constante. En donde el grito de las madres buscadoras de sus hijos comenzó a hacer eco.
Pero en el sur, en el olvidado sur de México, en estos 16 años, desde que se inició la mal llamada “guerra contra el narco”, y con más potencia en los años más recientes (2020 a la fecha), los grupos criminales ahora reinan en total impunidad e imponen en la población ya no solo un estado de guerra, sino el control absoluto del territorio, incluidos las escuelas, los comercios, la vida social y política de sus pueblos, sus caminos y cerros, también sus habitantes y, por consecuencia, sus líderes religiosos.
Lo que pasa en el municipio de Frontera Comalapa, a 45 minutos de la frontera con Mesillas, Guatemala, ha despertado las alertas en las diócesis de San Cristóbal de las Casas y Tapachula, que el pasado 23 de septiembre publicaron un comunicado en donde denuncian que sus localidades “están sufriendo asesinatos, secuestros, desapariciones, amenazas, hostigamiento, extracción de nuestros bienes naturales, persecución, despojo [por parte de] grupos delincuenciales [que] se han apoderado de nuestro territorio, y nos encontramos en estado de sitio, bajo psicosis social, con narco bloqueos que usan como barrera humana a la sociedad civil, obligándola a estar y poner en riesgo su vida y la de su familia”, se lee en la misiva.
“Nosotros sabemos que esas organizaciones criminales que operan en el país se fortalecieron gracias a la corrupción del Estado”, refiere en entrevista el obispo emérito Raúl Vera a propósito del auge de los grupos del narco en todo el país.
“Nosotros, como sacerdotes, somos parte de la estructura social, no somos personas así cubiertas por una luz, por el Ángel de la Guarda; nosotros estamos tan expuestos como nuestros miembros de la Iglesia y como los demás miembros de la sociedad”, agrega.
Los datos más recientes del Centro Católico Multimedial (CCM) refieren que, de 2006 a 2022, fueron asesinados en México 52 sacerdotes (un promedio de tres por año); entre ellos, nuestros mártires de Cerocahui, Javier Campos y Joaquín Mora, asesinados por proteger a un miembro de su Iglesia en la sierra de Chihuahua, al norte de México.
La condensación de la violencia
La región de Chiapas tiene una historia rica en militancia campesina, donde la capacidad de organización y la celebración de asambleas son comunes. Sin embargo, a pesar de la aparente disposición a resistir a las injusticias, el propio movimiento asociativo ha facilitado que grupos delincuenciales establezcan rápidamente su dominio en la zona.
El control sobre diversas organizaciones, como electricistas, carpinteros, comerciantes y albañiles, ha permitido a estos grupos delictivos, en particular a uno llamado El Maíz, en el municipio de Comalapa, ejercer un dominio aterrador. La organización delictual cobra derechos de piso para casi todas las actividades económicas en el municipio, llegando a exigir hasta 150 dólares mensuales por un puesto en el mercado, según informes de prensa.
El Movimiento Social por la Tierra ha señalado que El Maíz actúa como “el brazo social” del Cártel Jalisco Nueva Generación, que se estableció en Comalapa después del asesinato de uno de los líderes de otro cartel, el de Sinaloa, generando conflictos entre estos grupos criminales en la región. El pueblo se convirtió en un campo de batalla y la población, utilizada como escudo, se ve obligada a participar en acciones de protesta y bloqueo para presionar al grupo rival.
El gobierno municipal de Comalapa fue disuelto y, en su lugar, un “consejo municipal” liderado por la misma organización delictiva gobierna sin transparencia sobre el uso de los recursos públicos. El único hospital en la zona opera con un solo médico, ya que otros profesionales de la salud abandonaron la región. En lo que va del año, ha habido enfrentamientos significativos, como el ocurrido en mayo en la comunidad de Lejeríos, donde los residentes quedaron atrapados en el fuego cruzado entre los carteles. Alrededor de 3 mil personas huyeron, refugiándose en el monte, cuevas y potreros. El Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de Las Casas consignó que en esos días “jóvenes de diversas comunidades fueron reclutados de manera forzada por la delincuencia”.
De acuerdo al diario El País, en los enfrentamientos los carteles utilizaron toda su artillería de guerra, autos modificados con armaduras conocidos como “monstruos”.
A pesar de la intervención del Ejército y la Guardia Nacional, quienes establecieron un regimiento en el parque de la comunidad para reducir los enfrentamientos, persiste la extorsión y el miedo: “no hay investigación”, dicen los pobladores.
Desde agosto el cartel Jalisco ha instalado retenes en las salidas del pueblo, donde controlan la identidad de los habitantes y revisan sus comunicaciones por celular, según informes de Chiapas Paralelo1.
La desconfianza se ha instalado en la comunidad como una muralla de silencio, ya que cualquiera puede ser denunciado por desacato o inconformidad. La pena de estar en contra de los que “gobiernan” la conocen todos: ser llevados a la cárcel municipal, recibir torturas a base tablazos en las nalgas hasta hacerles defecar de dolor o no volver con vida, según lo informó el diario La Jornada2.
“La gente busca sobrevivir, subsistir en su día a día y por ello ha normalizado la violencia. Ha asumido la supresión de sus derechos humanos como un mecanismo de defensa”, dice uno de los religiosos consultados para este trabajo y que por seguridad resguardamos su nombre, quien explica que, aunque la operación de la parroquia y el albergue se han mantenido, antes de cada actividad se evalúa si están dadas las condiciones para hacerla.
Sin embargo, el acompañamiento espiritual se ha reducido a un trabajo más bien de cercanía, acompañar con la fe, pero también apoyando con servicio de atención psicosocial a las víctimas o llevando despensas a los desplazados.
En medio de ese dolor, de la pérdida, de la precariedad preexistente, los colaboradores del albergue migrante cada tanto se preguntan: “¿Seguimos con el albergue, continuamos o lo cerramos?”. La respuesta sigue siendo esperanzadora: “No hay que cerrar, nos ha costado mucho lo que tenemos y queremos seguirlo”, dicen.
Y a pesar de los tiempos tumultuosos y los desafíos persistentes que ha enfrentado la población de Comalapa, la llama de la resistencia y la esperanza no se apaga, tal como lo revela el segundo libro de los Corintios (4:8), que proclama: “Nos vemos atribulados en todo, pero no abatidos; perplejos, pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, pero no destruidos”, y actúa como una luz que arde incansablemente en la oscuridad y refleja la inquebrantable fuerza de la comunidad.
En ese sentido, otro de los entrevistados asegura que su esperanza está puesta en la misma población:
“En su vocación de seguir sirviendo en medio de tanta violencia, pues ni su propia condición de precariedad merma su deseo de servir, eso me revela un Dios de esperanza y me da perspectiva de que tarde o temprano la situación ha de cambiar”.
Fuente: este artículo fue enviado por la revista Christus, de México.