Por Wooldy Edson Louidor.
Hoy 12 de enero estamos conmemorando, en un contexto inédito, el undécimo aniversario del terremoto que estremeció Haití. Los efectos devastadores de esta catástrofe siguen afectando al pueblo haitiano, en medio de la nueva tragedia que representa para el mundo la actual pandemia del COVID-19.
Con motivo de esta conmemoración, es imperativo escuchar los cuerpos que murieron a consecuencia del sismo, porque nos siguen interrogando a los ciudadanos y ciudadanas de este país y a los habitantes del mundo entero.
Escuchar el cuerpo que muere
Cuando el cuerpo muere, sobre todo, en contextos trágicos (tal como lo fue en Haití, hace once años), no se va del todo. Se queda entre nosotros interrogándonos para que nosotros, a nuestra vez, interroguemos. Por lo tanto, además de recordar su muerte a través de actos conmemorativos, hay que tomar el tiempo de escucharlo.
La invitación a escuchar el cuerpo suena rara porque, ante los eventos mortales, tendemos a invocar a la mente, al espíritu, al alma. Es como si el cuerpo no tuviera ninguna capacidad para hablar por sí solo, por sí mismo.
Esta dicotomía, entre el cuerpo supuestamente pasivo y silencioso en contraposición con la mente pretendidamente pensante y hablante, fue atacada, entre otros, por el médico psiquiatra afro-martiniqueño, Frantz Fanon. Después de analizar los tremendos efectos de la colonización europea sobre los negros descendientes de África, Fanon concluye con esta oración su libro “Peau noire, masques blancs” (1952, Éditions du Seuil, París, p.188): “Mi última oración: ¡Oh, cuerpo mío, haz de mí, siempre, un hombre que interrogue!”
Fanon invita entonces a escuchar el cuerpo victimizado e incluso a orarle a este alfarero que sabe del arte de reparar y restaurar el barro y la arcilla porque, como soplo de y con polvo, proviene de allí mismo. ¡Rogarle para interrogar!
Cuerpos negros
La experiencia del terremoto del 12 de enero de 2010 nos muestra, además, hasta qué punto el cuerpo es incluso el que se despide del mundo, diciendo adiós a las y los familiares y amigos, antes de seguir su camino final.
Hace 11 años, aquel sismo mató a cerca de 300 mil cuerpos en Haití. No eran simplemente cifras. Eran vidas, esperanzas, sueños. Más aún, cuerpos: infantiles, juveniles, seniles, profesionales, universitarios, iletrados, pobres, ricos, flacos, gordos, atractivos, despreciados, valorados, discriminados y con sus diversas opciones sexuales.
Todos ellos tenían en común el ser unos cuerpos negros y, en muy pocos casos, mestizos, mulatos y blancos.
El mismo cuerpo de Haití resultó mal herido de este drama: esto se ve no simplemente en las destrucciones materiales que sufrió esta madre, sino en estos cuerpos sacrificados de sus hijos e hijas.
Posteriormente a ello, el cuerpo de este país siguió recibiendo otros golpes de la naturaleza (huracanes), de las enfermedades (el cólera), del poder político corrupto, del colonialismo de la comunidad internacional, del racismo sistémico, de la indiferencia mundial y del “capitalismo del desastre”.
Continuó padeciendo de los latigazos de “predicadores” y “mercaderes”, quienes se autodenominan “expertos”, “especialistas” y han tomado (¿o secuestrado?) a Haití como su laboratorio, en el que ven el contraejemplo perfecto de todo lo que no hay que hacer. Como resultado de ello, presentan a Haití, este cuerpo lacerado, como una víctima, a la que se hace responsable de sus propios males:
“¿Para qué se independizó, tan temprano, de Francia? ¿Para qué le sirvió ser “la primera república negra del mundo”? ¿Por qué eligió y vuelve a escoger a malos presidentes? ¿Por qué no es capaz de tomar la vía del desarrollo? ¿Por qué no cuida a sus hijos, ni protege su medioambiente? ¿Por qué no es capaz de detener la hemorragia de más del 80% de sus profesionales que emigraron? ¿Por qué no hay agua potable, electricidad, salud, educación? ¿Por qué tanta basura en Puerto Príncipe? ¿Por qué tanta violencia, pobreza e inequidad? …”
Uno se contrapregunta si, como Haití, habría en el mundo y, en particular, en el continente americano, algún otro país, donde ha habido en las cuatro últimas décadas tantas o más protestas ciudadanas (pacíficas y violentas) en contra del mal gobierno, de la corrupción, de la violencia, del autoritarismo y de las injerencias malintencionadas de la comunidad internacional.
Una conclusión se impone: la ignorancia es atrevida. ¡Ignorancia arrogante e insolente!
Además, a Haití le fueron asestados muchos golpes con guantes de seda, por parte de aquellos que dicen amarlo y ayudarlo, pero que se han dedicado a denigrarlo en la palestra internacional. Por ejemplo, hoy día resulta que los países que se hunden en la pobreza extrema y en la miseria “se haitianizan”, así como en el pasado todas las colonias que se rebelaban contra los países colonizadores se “haitianizaban”. Haití: el mal ejemplo de siempre.
Otra conclusión se evidencia: la hipocresía también es atrevida. ¡Hipocresía denostadora! Por desgracia, estos agravios siguen manchando la historia de Haití, grabada en letras de oro en la memoria de los pueblos liberados.
Además, al ver los cinturones de miseria de Puerto Príncipe, los impactos de las balas asesinas sobre el cuerpo sin vida de un joven y las trazas de las agresiones sexuales, perpetradas por soldados extranjeros (en particular, “cascos azules” de la ONU) y por secuestradores haitianos en contra de jóvenes haitianas, queda claro que la historia de Haití es también lo que estos cuerpos violentados vienen tatuando en ella con tinta de sangre y con lágrimas.
Cuerpos que oran
Por otro lado, en enero de 2010, cuando por fin pude llegar de Colombia y República Dominicana a Haití, quince días después del sismo, comprendí también que oraban los cuerpos que morían y, en concreto, los que desaparecían y/o que no se podían recuperar debajo de los escombros. Junto a estos cuerpos, lloraba el cuerpo de la madre Haití.
Estos cuerpos que morían “oraban” no con el incienso, que se suele utilizar para aromatizar, embalsamar y perfumar un lugar u objeto sagrado o el culto que se quiere consagrar a Dios o a seres supremos. Al contrario, rezaban austeramente, exhalando sus últimos alientos, tras varios días de haberse desoxigenado, desangrado y ahogado en ríos de lágrimas sofocadas, sangre coagulada, gritos contenidos, voces apagadas.
Mientras que los vivos, ya sin hogar o con miedo de volver a dormir dentro de sus casas, construían tiendas y reorganizaban sus vidas, es como si, por iniciativa propia, la naturaleza se esforzara por amortajar a los cuerpos muertos, acogiéndolos bajo su cielo gris, lavándolos con sus lluvias, secándolos con su sol.
Aun así, era necesario utilizar mascarillas y/o paños y toallitas húmedas con alcohol para poder respirar y caminar en medio de un fuerte olor que salía de edificios colapsados, del aire y evidentemente de los cuerpos ya en descomposición. Cuerpos de nuestros familiares y compatriotas. Cuerpos que, en algún momento, fueron “carnes de nuestras carnes”, “sangre de nuestra sangre”, “huesos de nuestros huesos”. Cuerpos ya descorporizados.
Los cuerpos que estaban allí atrapados, aplastados, demolidos y triturados, se reducían a una putrefacción que incomodaba y apestaba, pero que buscaba, desesperadamente y bajo el tierno abrazo del cuerpo doliente y dolido de la madre Haití, ascender al cielo, como una oración fúnebre.
¡Cual una última ofrenda lúgubre, pero tan digna en su misma putrefacción y suciedad como los otros tipos de sacrificios que se suelen hacer religiosamente, con incienso y aroma, sobre el lujoso altar de los dioses!
Animados por algo de esperanza, intuíamos que estos cuerpos se habrían encontrado quizás debajo de los escombros que no se podían remover o en algún lugar de la geografía de Haití. Los buscábamos con desespero.
Cuando llorábamos y nos preguntábamos (en un último intento de localizarlos) dónde habían estado estos seres desaparecidos, minutos y horas antes del terremoto, el que respondía con sus vísceras abiertas, sus músculos desarticulados, su sangre descolorida y sus rostros desfigurados, era el cuerpo. O lo que quedaba de él.
En los casos en que no se logró recuperar nada, el cuerpo se hacía visible a través de su hedor: la única manera que le quedó, ya volviendo al polvo, de devolver a la vida el soplo que recibió de ella. Pero, no podíamos despedirlo dignamente, tal como lo exige la tradición haitiana que cuenta con un rico repertorio de ritos funerarios ancestrales.
Esta imposibilidad, para tantas familias, de decirles adiós a estos cuerpos volvía inconsolables, en particular, a las madres, quienes, bajo ninguna circunstancia, desean irse de este mundo, después de sus hijos e hijas.
Es como si estos hijos, hijas, hermanos, hermanas, tíos, tías, primos y primas, sobrinos y sobrinas, vecinos, vecinas, amigos, amigas, no estuvieran ni vivos ni muertos: se hallaban para nosotros en una especie de purgatorio definitivo, de tránsito perpetuo y de espera permanente. ¡Un lugar sin lugar! ¡El lugar del no lugar!
Más que la misma muerte, dolía esta imposibilidad de dedicarle al ser querido una misa de cuerpo presente y, en la más estricta intimidad familiar, darle un último baño, echarle el perfume que le gustaba, vestirle con la ropa que le encantaba, cantarle una canción especial, elevarle plegarias, darle recados para parientes que nos adelantaron.
Se trata de la imposibilidad de, por última vez, decirle algo al “cuerpo presente”, susurrarle unas palabras al oído, prenderle una vela blanca, mirar sus ojos apagados, imaginar su sonrisa detrás de la boca sellada, recordarle los secretos bien guardados y dedicarle un mensaje de fortaleza para aligerar su camino final: en fin, rendirle un último homenaje afectuoso que se merece cualquier ser humano que se va del mundo.
En aquel preciso momento, nos dimos cuenta de que estábamos ante la imposibilidad de despedir a nuestros seres queridos y, por lo tanto, de empezar el duelo y, así, comenzar a cerrar la página para siempre: iniciar el fin pues. Caímos en la cuenta de la imposibilidad del duelo o, más bien, de que el luto perpetuo, invisible y silencioso era la única posibilidad de enfrentar esta imposibilidad, tan dolorosa como la misma pérdida del ser querido.
¿Cómo vivir para siempre con un duelo que no se acaba nunca porque no ha empezado y no iniciará?
Sin duda, es un duelo que no es un duelo, pero que se debe hacer porque es imposible no hacerlo. Ante este sinsentido, vimos cómo algunos familiares nuestros caían en la locura como la única manera de llorar al ser querido doblemente ausente (muerto y desaparecido), riéndose quizás de lo incomprensible, danzando sin música, corriendo sin ir a ningún lado, desnudándose en plena calle, sacudiendo la cabeza sin cesar. La locura fue la única posibilidad de hacerle frente a un duelo imposible; fue un intento de colocar la vida al revés para seguirla viviendo.
Cuerpos que interrogan
Hoy día, los cerca de 300 mil cuerpos destrozados por el terremoto se hacen presentes, sobre todo, en medio de nosotros, recordándonos que están allí para que, a nuestra vez, los recordemos y escuchemos sus interrogaciones.
De hecho, ¿para qué sirven los muertos, si no es para recordarnos que somos parte de una gran “comunidad” inmortal, adonde van quienes se fueron y adonde iremos quienes aún estamos aquí?, ¿recordarnos que vivos y muertos, estamos ya en comunión?, ¿recordarnos a los vivos que la muerte no tiene la última palabra y que la vida, tanto la propia como la de los otros, vale la pena ser vivida, defendida y protegida?
Estos cuerpos que recordamos hoy ponen su muerte al servicio de la vida. Nos invitan a hacer que nuestras vidas merezcan ser vividas, dando cada vez más de sí mismas. A hacer que nuestra muerte valga la pena.
Los cuerpos muertos, víctimas del terremoto, trataron, con sus últimos alientos a la vez hediondos y generosos, de decirnos adiós. Intentaron decirnos que, si bien colapsaron edificios y casas, pero sus esperanzas ni se derrumbaron ni se quedaron aplastadas debajo de los escombros: siguen presentes en Haití, dando vida a este pedazo de isla despedazado, destrozado y despreciado. Estos cuerpos muertos son parte viva del cuerpo sufriente de Haití.
Como decía nuestro Monseñor Óscar Arnulfo Romero, “resucitaré en mi pueblo”, estos cuerpos ya son semillas de mostaza en contra de toda una clase política nacional corrupta y de los neo-colonizadores prepotentes.
Estos cuerpos interrogan a las y los haitianos: ¿Por qué no hacer del duelo y de las conmemoraciones del 12 de enero un constante acto de resistencia de una ciudadanía que lucha por un Haití menos vulnerable socialmente?
Interrogan al mundo entero, en este contexto de COVID-19: ¿Por qué no construir, de una vez por todas, un Haití, la isla (compartida con República Dominicana), un Caribe, una Latinoamérica y un mundo justo, donde nadie muera por falta de acceso a los servicios de salud y a otros derechos humanos básicos?
Ante la difícil situación de Haití, la pandemia de coronavirus y tantas otras tragedias que suceden, por ejemplo, con migrantes en las Islas Canarias, el Mar Caribe y las fronteras de México, nos interrogan todos estos cuerpos muertos errantes que se suman a los cuerpos negros despreciados de Haití y a otros cuerpos afrodescendientes y latinos asesinados en Estados Unidos más por el racismo sistémico que por el mismo COVID-19.
Ante tantas interrogaciones de estos cuerpos que murieron, animémonos a interrogar, como personas, sociedad y mundo, si estamos haciendo lo suficiente por cada ser humano y, en particular, por aquellas y aquellos que nos necesitan. Por las personas más vulnerables. Por quienes estamos dejando morir. Por acción u omisión.