El nombramiento del cardenal Bergoglio como sucesor de Benedicto XVI ha causado sorpresa en la propia Compañía de Jesús. Y es que entre las reglas ignacianas está la de rechazar títulos y dignidades eclesiásticas. El propio Ignacio de Loyola se opuso frontalmente a que el Papa Pablo III nombrara obispos a los jesuitas Diego Laínez y Francisco de Borja, porque el carisma de la Compañía fundada por él en 1540 era el de viajar y extender por el mundo el Evangelio, labor para la cual se requería a hombres libres de otras ataduras eclesiales.
Pese al estricto cumplimiento de esta regla, a lo largo de la historia, algunos religiosos de esta orden se han visto excepcionalmente obligados a aceptar la dignidad de obispos en territorios en misión, cuando no existe una Iglesia fuerte, sino frágil y naciente; nombramiento que ellos entienden como servicio especial y no como dignidad eclesiástica. Con el tiempo, la obediencia debida al Sumo Pontífice hizo que los jesuitas Carlo María Martini y Jorge Mario Bergoglio aceptaran ser nombrados arzobispos de Milán y Buenos Aires, respectivamente, ante la petición expresa de Juan Pablo II por la especial relevancia adquirida por los religiosos.
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