La oración litúrgica “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor” contempla a Dios en las alturas de los cielos, algo parecido a lo que dice el Padrenuestro: “Padre nuestro que estás en los cielos”. Son símbolos que se refieren a realidades más allá de las astronómicas o temporales. Dios está en todas partes, pero inefablemente en el corazón, en la mente, en las palabras y las obras de los que lo aman.
En las religiones Dios se revela en la montaña en momentos importantes. En el Antiguo Testamento la montaña es símbolo frecuente del espacio divino; por eso coloca Ez 28, 16 el paraíso en una montaña divina, de donde es expulsado Adán: “Te desterré entonces de la montaña de los dioses y te expulsó el querubín protector”.
La montaña es el lugar privilegiado de la manifestación divina: En el Sinaí (2.287 m.), llamado también Horeb, Dios se identifica como Yahveh ante Moisés y le entrega los Diez Mandamientos; por lo tanto, es uno de los lugares más sagrados de las religiones abrahámicas. De modo especial el monte Sión es escogido como residencia del Señor, por lo cual lo envidian los otros montes (Sal 68,16s): “Montaña altísima es la montaña de Basán, montaña escarpada es la montaña de Basán. ¿Por qué envidian, montañas escarpadas, al monte que Dios eligió para habitar?”. El reino escatológico se implantará en una montaña (Is 2, 2-5; 11,9): “Al final de los tiempos estará firme el monte de la casa del Señor, sobresaliendo entre los montes, encumbrado sobre las montañas”. (Notas temáticas – Antiguo Testamento, Luis Alonso Schökel, La Biblia de nuestro pueblo, p. 51).
En la transfiguración “Jesús les conduce (a Pedro, Santiago y Juan) a un monte alto, que es en todas las religiones el lugar por excelencia de la presencia de Dios: la geografía espiritual por antonomasia. Si el desierto es el ámbito de la prueba o tentación – el lugar en que se lucha contra los propios demonios – la montaña – a la que hay que subir para apartarse de lo terrenal y para respirar un aire más puro – es el de la revelación.” (Pablo D´Ors, Biografía de la luz, p. 407).
En nuestro mundo las montañas han perdido su referencia religiosa, porque actualmente se escalan todos los picos de los Andes, los Alpes, el Himalaya y todas las cordilleras de la Tierra. No era así hasta hace dos siglos. En tiempos antiguos no se habían abierto senderos, había pasos peligrosos, la gente nacía, vivía y moría en la misma comarca. Actualmente subir montañas significa experimentar los espacios abiertos, inmensos, en contraste con el confinamiento de la vida diaria en una ciudad congestionada en espacios estrechos. La montaña trae paz, quietud interior, hace disminuir el ritmo acelerado de las ocupaciones de cada día, pone en contacto con la naturaleza y con lo mejor de uno mismo. Los paisajes son muy variados; algunas veces no hay paisaje, porque el tiempo es malo, llueve, hay neblina, hace frío, pero aun eso tiene su atractivo también, aunque en ese momento se tenga que “sufrir”. Pero otras veces la montaña lejana adquiere tintes violetas y el sol realza los verdes de unas laderas que parecen emitir luz por sí mismas.
Subir montañas es más que un deporte, una vocación. La montaña llama, atrae con fuerza. Pero son pocos los que saben escuchar su llamada. Quien responde a ella nunca la olvida, siempre vuelve a la montaña, ansioso de su cumbre, de su paisaje, de su ambiente especial. ¿Qué tiene la montaña? ‘Dios está más cerca en las alturas’, dijo alguien, y es cierto. Al menos, lo sentimos más próximo, y el alma se ennoblece en las alturas aun sin quererlo. Se contagia de un toque de espiritualidad, que tanta falta hace en el mundo de hoy. Entiende y vive a la madre tierra como un marco esplendoroso de la presencia divina.
Podemos concluir que, de algún modo, Dios sigue hablando en alturas, al menos para que el que tiene oídos para escucharle.