Por F. Javier Duplá sj.
Cada vez que acaricias a un niño es Navidad.
Cada vez que abrazas a un abuelo es Navidad.
Cada vez que sonríes con alegría es Navidad.
Cada vez que cuentas un chiste para alegrar a otros es Navidad.
Cada vez que olvidas un juicio negativo sobre ti es Navidad.
Cada vez que visitas un enfermo es Navidad.
Cada vez que das una limosna es Navidad.
Cada vez que adoras al Niño Jesús es Navidad.
Nos cuesta entender que todo un Dios se haya hecho niño; es demasiado grande la distancia entre ese ser infinito y nosotros, pequeños, débiles y mortales. Pero Dios así lo quiso para nuestro gozo y esperanza. Las madres, no nosotros los hombres, sienten y se transportan de gozo cuando un recién nacido les reclama alimento y se lo ponen al pecho. Y lo limpian con gusto cuando se desagua o se hace caquitas. Así lo hizo la Virgen María con ese precioso Niño nacido en Belén.
Tenemos un concepto y una imagen de Dios, tal vez inculcada desde la infancia, como de un Dios todopoderoso, preceptor de los mandamientos, que castiga a los que no los cumplen. Jesús con su nacimiento nos presenta otra imagen de Dios, que escoge lo peor para su hijo: nace en un pueblo poco conocido, en una familia muy pobre, que tiene que emigrar para que no le maten al recién nacido; no pertenece a la casta sacerdotal, sino que es un laico… y de pronto cambia su vida y hace cambiar la de millones y millones que le creen, le siguen, le aman, actúan como él. La natividad nos arroja al misterio de un Dios diferente, muy cercano, inesperado y querido.
Se me ocurre un pensamiento extraño cuando escribo estas ideas: si Jesús tuviera que nacer hoy, ¿dónde lo haría? ¿En un hogar bien acomodado, con un árbol de Navidad cuajado de regalos y una comida abundante con vinos selectos? ¿En una zona de la ciudad de quintas lujosas, con cinco carros en el garaje y televisores en todas las habitaciones? ¿O escogería una familia que vive en un apartamento modesto de un edificio anónimo de la gran ciudad? ¿O iría más bien a nacer entre gente pobre, digamos en un ranchito caraqueño o en una favela brasileña? ¿Tal vez nacería en una familia de desplazados por la persecución política, el hambre o el miedo a la guerra? Son preguntas sin respuesta, porque Jesús ya nació hace dos mil años, pero lo hizo en unas condiciones muy particulares de desplazamiento y de pobreza, que algo deben indicarnos si sabemos usar nuestra cabeza y nuestro corazón.
No nos sentimos cómodos ante el hecho del nacimiento pobre de Jesús y por eso lo hemos ido desplazando hasta borrarlo prácticamente de nuestra conciencia. Nos parece que ser pobre es lo último, lo indeseable, una situación de la que hay que salir como sea. Y no nos damos cuenta de que la inmensa mayoría de los hombres y mujeres que han existido en toda la historia han sido pobres. Esa ha sido la condición normal de la existencia humana. No digo que la pobreza extrema sea buena, desde luego que no. Pero una pobreza relativa, alejada de lujos innecesarios y de celebraciones ostentosas, abre el corazón a los demás, hace más solidarios, saca del egoísmo e impulsa a compartir. Creo que esa pobreza está más cerca del espíritu de la Navidad que los derroches innecesarios del consumismo de las celebraciones en Occidente.