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Ha comenzado lo nuevo

Sin crédito

Por Luis Ovando Hernández, s.j.

Un criterio que ayuda para una apropiada interpretación de los Evangelios es tener en cuenta a quién habla Jesús. Se trata de una regla de oro ubicar a los destinatarios del mensaje, porque esto ayuda a comprender un poco más las palabras de Jesucristo.

Nos hallamos en el corazón del Evangelio de Lucas. Se trata del capítulo 15: Jesús recibe a todas las personas, y de manera muy particular a los publicanos y pecadores; es decir, el Señor acoge a la “escoria moral” de aquel entonces, a “los peores de la clase”. Y lo hace de buen agrado, llevando a estos excluidos su Buena Noticia.

Jesús les dijo esta parábola

Que Jesucristo se comporte de ese modo no agrada, sin embargo, a otra parte de la sociedad judía de entonces, que se considera perfecta y con la capacidad de orillar a quienes reniegan de la Ley por el motivo que fuere. Son los escribas y fariseos, los conocedores de la Torá y de la práctica a pie juntillas de las normas que ésta recoge; se perciben superiores, y al sentirse así, se creen con el derecho de despreciar a quienes “no son como ellos”. Representan a esas personas “que miran por encima del hombro”, a quienes “todo le hiede, y nada les huele”.

Escribas y fariseos murmuran a propósito de la actitud de Jesús, que recibe a la chusma y se le ve bien desenvuelto entre publicanos y pecadores, llegando incluso a compartir la comida con ellos, sinónimo de compartir la vida en su totalidad. ¡Fin de mundo!

Un padre tenía dos hijos

El susurro de los perfectos e intachables llega a oídos de Jesucristo, quien, como he dicho en otras oportunidades, echa mano del género parabólico para transmitirnos sus palabras de vida.

Jesús nos relata, pues, la parábola “del hijo pródigo”, o “del padre misericordioso”, como también la llaman algunos. Independientemente de cómo la conozcamos, el hecho es que allí se nos entrega una de las facetas más densas del ser de Dios revelado por su Hijo. Es decir, Dios es un Padre que misericordiosamente nos ama.

Por temas de limitación de espacio, me permito resaltar únicamente un par de elementos presentes en la parábola. El primero es que los personajes de la historia tienen sus correlatos en la vida real: el hijo menor representa al grupo de los publicanos y pecadores, mientras que el hijo mayor encarna a los escribas y fariseos. Finalmente, Jesús ocupa el papel del padre que ama a sus hijos, independientemente de sus acciones, sobre todo cuando éstas resultan a la larga perjudiciales.

Jesús Hijo es el rostro de Dios Padre. Gracias a Jesús sabemos que Dios nos ama con un amor capaz de sobreponerse a todas nuestras falencias y limitaciones.

Por lo que se refiere a la historia del Señor, vemos que por haber contado historias como estas, por haber mostrado un Dios diferente y por haber sido consecuente con sus palabras, será declarado reo de muerte, simplemente por haber empezado algo nuevo.

Este hijo mío estaba perdido, y lo he encontrado

En Lucas, “perdido” es sinónimo de “pecador”. Quien sale de la casa del padre no es una “persona”, un “hombre”, sino que es aquel que, reclamando espacio y autonomía, se aleja; y poniendo distancia de la persona del padre (y de su hermano), no hace sino pecar, porque pierde su dignidad, se rebaja, enajenándose. Es decir, no se reconoce siquiera a sí mismo. La figura del hijo menor resume, concentra todos los pecados.

Pero también peca quien se queda en casa: es el otro hermano, quien, ensoberbecido, dado el fiel cumplimiento de sus oficios domésticos, se siente con el derecho de despreciar a su hermano pequeño, que despilfarró sus bienes prostituyéndose. El pecado acá es triple. Se rompe la fraternidad y la filiación, y se cree que estas rupturas son correctas.

El padre, por su parte, procura a su hijo menor un amor inclusivo, que lo devuelve a su casa, lo dignifica, restituyéndolo como persona. Por todo esto y más, es “obligatorio” festejar “porque este hijo estaba muerto, y lo he recuperado con vida”. Ante este hecho, todo lo demás pasa a otro plano. Pero el padre derrama, asimismo, su amor en el hijo mayor, en términos de comprensión y paciencia.

El mensaje

Individuados los personajes y, escuchada la historia, centrémonos en nosotros y el mensaje de la Cuaresma.

Sería maravilloso que los seguidores de Jesús pudiéramos exhibir un recorrido inmaculado, sin desvíos ni atajos. En general, no es así. Ni siquiera así ha sucedido con los santos.

Pareciera que el “camino” que es el Señor, lo recorremos intermitentemente, tropezando, regresándonos a tramos ya conocidos, a destiempo, traicionando su “doctrina”, diluyendo su misión, engañándolo.

Ojalá pudiéramos decir que somos fieles a la llamada que Jesús nos hizo. Para aquellos que hoy día somos “publicanos y pecadores”, el Evangelio nos trae una hermosa y bella noticia: el amor que Dios Padre procura a sus hijos, dignifica, es paciente, comprensivo, y misericordioso.

Que nuestras incoherencias no nos cierren a esta novedad. La fidelidad es de desear y procurar en todo momento y espacio; pero cuando ésta falte, estrechémonos fuertemente al amor misericordioso de quien está por dar su vida para que nosotros tengamos vida.

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