Por Juan Salvador Pérez
Politólogo egresado de la Universidad Central de Venezuela (UCV) y profesor de las cátedras de Pensamiento Político-Económico en Venezuela, Fundamentos de Teoría Política, Teoría Política Moderna y Teoría Política Clásica y Medieval en la Universidad Metropolitana (Unimet), es actualmente un innegable académico por vocación, convicción y, según sus propias afirmaciones, además, por herencia.
“Mi tataratatarabuelo, Agustín Aveledo, fue fundador de la Escuela de Matemáticas e Ingeniería de la Universidad Central de Venezuela, hay todo un linaje académico en la familia. Así que siento personalmente un deber que se ve reflejado en la Universidad Metropolitana”, recinto donde ejerce funciones como decano de Estudios Jurídicos y Políticos desde el 2018.
El joven historiador, cuya línea de investigación son las corrientes conservadoras del pensamiento político venezolano, no está ajeno a la grave crisis que atraviesa Venezuela, la reconoce, pero no la sobredimensiona; y aunque comprende a los millones que en el último lustro han migrado en busca de nuevas y mejores oportunidades, asegura que está sembrado en esta tierra: “Soy universitario y si hay que sostener algo en Venezuela, y si algo va a ayudar a la rehechura de Venezuela, han de ser las universidades. Hasta que me obliguen, yo no quiero salir de mi país”.
—¿Cuál es la función de un politólogo y cuál es la importancia de las Ciencias Políticas?
—Me van a acusar de traición al gremio… Hay un viejo artículo de la American Political Science Association que recoge “Diez cosas que los politólogos saben que Ud. no”. Obviamente, el artículo no sugiere que la gente no sepa de política, sino que lo que conoce puede ser superficial o parte de la distracción que produce la propaganda y lo mediático en nuestros regímenes contemporáneos.
Un politólogo debería servir para despejar ese ruido, con la crudeza necesaria, para comprender por qué pasa lo que pasa con el poder en una sociedad determinada, y recomendar qué hacer en consecuencia. ¿Con qué objeto? La tragedia de la ciencia política es que está cerca del poder, pero no es poder. Uno puede ser la conciencia o la racionalización del poderoso, y eso puede ser tan moral o amoral como tenga límites el individuo.
La politología no tiene una teleología y, por eso mismo, no puede sustituir a la ciudadanía en una república. Creo que un politólogo que crea en la democracia, en un sistema republicano, debe servir –en consecuencia– en el aula y en la investigación académica, pero también en la participación en los espacios públicos. Siempre está el riesgo de que uno no crea nada, que seamos una mera herramienta inescrupulosa. Personalmente, deseo evitar esa suerte, porque el destino de mi país no me es indiferente.
— Tú y yo somos bastantes contemporáneos, nacidos en la década de los 70, hemos vivido al menos desde que tenemos uso de razón en un país en crisis. La frase –o la sentencia – nos ha acompañado desde nuestra temprana infancia. Los griegos hablaban de crisis (κρίσις del verbo kríno ‘decidir, separar, juzgar, discernir) como cambio. ¿Cómo lo ves tú? ¿A qué se debe esta crisis tan larga? ¿Es desierto o es naufragio?
—No sé decirte si esto es un desierto, pero prefiero montar el camello que lo atraviesa, a retozar en el primer oasis que se nos aparezca. La palabra “crisis” ha perdido potencia; no recuerdo un momento en que no estuviésemos declarados “en crisis”, general o sectorial. Hemos confundido hablar de “crisis” en el habla corriente con “problemas”, “dificultades”. Justamente, por eso no entendemos que no estamos en tránsito, sino que lo que aparece a la vista son problemas estructurales del país, de la sociedad que, de modo frustrante, han sido enunciados recurrentemente. El nuestro es un país históricamente dominado –salvo por cortos paréntesis– por diversos grupos que han logrado reproducir profundas asimetrías sociales y económicas, y que han creado reglas –también desigualmente aplicadas– para normalizar ese dominio. Una y otra vez. En la Venezuela agrícola, y en la Venezuela del rentismo petrolero. No es inevitable que tengamos que vivir dentro de la puja entre “tío Tigre y tío Conejo”, mientras los demás son débiles o tontos. Esas asimetrías tan diversas han promovido una desconfianza que hace crónica una actitud –en todo sector– de consumir sin invertir, sin crecer sosteniblemente, sin crear un sentido comunitario e incluso, peor aún, de confundir clanes con comunidad.
Hubo un tiempo en que se trató de revertir eso, con enormes esfuerzos a contracorriente, tanto por convicción de algunas élites como por demanda de la sociedad. El esfuerzo resuelto en transformar el país desde la muerte de Gómez hasta la era de los partidos. Hubo enormes inversiones en desarrollo humano, en salud, educación y vivienda; se creó una clase media compleja; hubo crecientes libertades públicas. Eso fue una decisión consciente, no un mero subproducto accidental de las ventajas petroleras; otros países mineralmente repletos, por el contrario, decayeron bajo la rapacidad de élites locales y foráneas. Ese fue un esfuerzo tan trascendental que, pese a todas las calamidades, no ha sido completamente destruido: si tenemos alguna infraestructura, si tenemos exigencias modernas, es la herencia de ese tiempo. Confío en que allí está el germen de eso y sigue vigente, y encuentro en ese empeño la esperanza del futuro.
—Quiero realmente agradecerte por haber aceptado formar parte del Consejo Editorial de la revista SIC… ¿Qué representa para ti esta oportunidad? ¿Cuál es el reto para SIC en este tiempo?
–No, vale… ¡Gracias a ustedes por la confianza! Yo aprendo mucho de todo el Consejo, con nuestras discusiones y reflexiones.
Leo SIC desde mi tiempo de estudiante de bachillerato –¡estaba en la biblioteca del Colegio! – porque analizaba la política y la sociedad nacional de manera consistente y accesible, pero además con independencia y sin chismes. Siempre me he sentido identificado con su particular sensibilidad comunitaria, con todos sus matices. Me has ofrecido colaborar con esa larga historia, y espero hacerle justicia.
Me angustia cómo llevar esta sensibilidad a una audiencia más joven, que en nuestras circunstancias pueden ser presas del cinismo y el pesimismo, que rechaza los sermones y las filípicas, y que está adaptada a otros medios. En el mundo de los micro videos, del escapismo digital, puede ser difícil entrar, pero encuentro ese reto fascinante.
Creo que la existencia de medios alternativos es una oportunidad, no para que la revista se reinvente, sino para que experimente modos alternativos de transmitir su mensaje.
Digamos además que lo veo como una extensión de la vida universitaria, –el mundo al cual pertenezco, al fin y al cabo–. SIC nace en el Seminario Interdiocesano de Caracas y ha estado imbricada en la labor educativa de la Compañía de Jesús en todos sus niveles, que nutre a todos quienes han pasado por sus aulas. Sin pertenecer a esta comunidad, siento que es una misión hermanada a las expectativas y responsabilidades de los institutos laicos y de la Academia en general. En las universidades libres tenemos que esforzarnos en mantener la búsqueda de la verdad, y eso implica siempre denunciar las verdades incómodas.
—Sé que eres un hombre de fe, me consta. Lo más bonito de la fe como virtud es que significa confiar plenamente… ¿Cuándo rezas cómo lo haces? ¿Cuándo estás en aprietos y también cuándo estás en las buenas, cómo logras mantener la confianza?
—Bueno, esto es muy íntimo. Rezo con discreción y con agradecimiento. Si estoy en dificultades, agradezco la prueba. Si estoy en las buenas, agradezco esa circunstancia. La confianza está, justamente, en pensar que incluso aquello que parece desolador es parte de esa oportunidad que es la vida. Vivir es un don extraordinario, así que agradezco la oportunidad. No podemos –no debemos– dejar los talentos enterrados en un hueco por desconfiar.
Debo decir que los Hermanos de La Salle y mi familia inculcaron en mí un modo muy optimista de vivir esta dimensión de la vida, aunque a veces me gane cierta melancolía.
—¿Cuál es la Venezuela que nos depara el futuro?
—Venezuela no está bien.
No hay indicadores que muestren una mejoría sostenible, aunque en términos relativos y subjetivos puedan aparecer signos confusos. ¿Han empeorado la pobreza y la desnutrición? Sí. ¿Ha empeorado la inseguridad sanitaria y la precariedad laboral? Sí. ¿Se han corregido los abusos de poder administrativo, judicial o policial? No. ¿Han desmejorado los índices de escolaridad y capacidad cognitiva? Sí. ¿Hay confianza en las instituciones? No. ¿Hay menos corrupción? No. ¿Se ha revertido la dinámica emigratoria y el envejecimiento de la población? No. ¿Protegemos nuestros recursos naturales y adaptamos nuestras vidas a un futuro ambientalmente sostenible? No. ¿Hay seguridad e integridad del territorio? No.
Hemos retrocedido en el esfuerzo de décadas anteriores en atender los daños que esas asimetrías políticas, jurídicas, sociales, económicas, que el abuso, reproducen a todo nivel, y estamos en riesgo de hacer esos daños irreversibles. Las terribles circunstancias de los años recientes nos hacen confundir signos superficiales de mejoría con factores estructurales que no están igualmente presentes. Pero también es un modo de escapar del horror, de decir que como “en mi parcela” parecen estar las cosas bien, ¡al diablo con todo lo demás! Y no estoy señalando con esto al descreimiento generalizado, sino más bien a la resignación de las élites, a la amarga convicción del autoritarismo. ¡Vaya élite sería uno si ve este panorama y le parece satisfactorio!
Yo estoy convencido que Venezuela tiene una fortaleza para enfrentar esa entropía: la convicción de que estos abusos deben ser resueltos. Es la convicción que anima a activistas sociales, líderes comunitarios, militantes de partido, sí, pero que también anima a todas aquellas personas que, considerándose apolíticas, rechazan el abuso como forma de vida.
Tenemos que mantener viva esa convicción con celo misionero.