Hildebrand Breuer
Para la Iglesia Católica hoy es un día especial, decirlo no hace falta. Pero que no se nos olviden las razones más sencillas que nos han llevado hasta acá: dos vidas entregadas a Dios y a los hombres y mujeres del mundo, a todos. Dos vidas sin embargo que a pesar de llegar a tener todos los focos sobre cada una de ellas, buscaron siempre desviarlos hacia lo verdaderamente importante: Dios.
Ser Papa no debe ser fácil. Si ya ser un simple cura de parroquia es una labor tan difícil que cada vez menos quieren asumir, tratemos de imaginar lo que debe significar llevar la responsabilidad de ser el guía de miles de milliones de personas, que piensan distinto, que pertenecen a culturas distintas, que hablan diferentes idiomas y que esperan además cada una de ellas algo en particular de su guía espiritual, de la cabeza de su Iglesia. Pero un guía de la Iglesia tampoco debe ser entendido en los términos que solemos entender a nuestros líderes políticos, muchos también con el rol de guías.
En la política vemos cómo desde el concejal del municipio más pequeño, la persona misma del líder termina prevaleciendo. Su cara aparece en vallas que anuncian la inauguración de obras a veces de menor tamaño que la valla misma. Su nombre se puede leer en cada bolsa de comida que se entrega. Y las cosas pueden ir aumentando en intensidad si el concejal llega a ser alcalde o gobernador, y se le ocurre ponerle su nombre y su cara a las ambulancias y patrullas del municipio o estado que le ha sido confiado.
La guía del político deberían ser sus ideales, los principios de su partido, los derechos humanos, pero si nada de esto es firme en él o en ella, será su persona la que se imponga como fetiche. El ejemplo extremo en este aspecto que nos ofrece la historia es Adolfo Hitler, a quien justamente se le llamaba “Führer”, lo que es lo mismo que guía.
El cristiano no puede darse ese lujo, y un guía religioso mucho menos. Él es un guía, sí, pero supeditado a otro. Así como lo diría el Bautista, aquella voz en el desierto que no era más que el que anunciaba a la Palabra que vendría y que era desde el comienzo.
El Papa Francisco se ha referido así a San Juan XXIII como un “guía-guiado”. Lo mismo cabría por supuesto para San Juan Pablo II, y a todos aquellos guías que no se muestran a sí mismos, y que ya no son ellos, sino un vehículo de Dios hacia nosotros. El guía religioso asume la inmensa responsabilidad de guiar, que va a su vez tomada de la mano de la más grande aún humildad de saberse guiado. Allí radica la santidad, santidad además a la que estamos llamados todos los cristianos y a la que podemos acceder desde una conversión que puede darse en cualquier momento.
Hoy sería quizás un día simbólico para pedirle a Dios que nos dé la gracia para poder convertirnos y aspirar cada vez más a Él, y aceptarlo con la alegría que ello implica, como nuestro guía.