Carlos Delgado-Flores
Pido disculpas, de entrada, al lector por abusar de su paciencia al comenzar esta vez en primera persona, pero viene a cuento:
Mi padre nació en 1929, era de los hermanos menores de una prole de nueve hijos que Trina, llanera, descendiente de yaruros, tuvo con Carlos, antes de que él decidiera hacer vida común con otra mujer; prole de nueve, de los cuales cuatro no sobrevivieron a la infancia. Desde San Rafael de Atamaica, en el sur de Apure, el primero en migrar fue mi tío Rafael, que estudió en Caracas y se hizo bioanalista, trabajó en Villa de Cura y Maracay, donde finalmente se estableció y prosperó. Papá estudió en El Mácaro, se hizo maestro normalista, fue luego maestro de escuela (sexto grado), profesor de Geografía e Historia y después supervisor nacional de educación rural, hasta que se jubiló después de veinticinco años de carrera. Mi infancia ostenta entre otros recuerdos sus peripecias en lancha, perdido en noches tormentosas, en el Orinoco; o en precarios vuelos de avioneta que regresaban de atender escuelas cual más remotas, que intentaron frenar el éxodo y llevar modernidad a gente rudimentaria y que una a una fueron desapareciendo, mientras sus alumnos se mudaban a la ciudad, o cuando menos a sus márgenes. En algún momento de su periplo, papá se casó en Rubio, estado Táchira, con mamá, que era hija de un maestro de obras colombiano y liberal, exilado a Venezuela con el Bogotazo. Mi suegro, Juan, electricista y dirigente sindical, levantó cinco hijos profesionales; mi suegra, Auxilia, fue obrera en una pastelería industrial, desempeñó numerosos oficios, pero principalmente fue vaso comunicante de dos tiempos, amalgamados, como por obra de una sutil orfebrería.
La búsqueda familiar en pos de la modernidad que ellos iniciaron, nos ha tocado a nosotros –a mi esposa y a mí– proseguirla, a través de una contabilidad de vicisitudes y progresos, y si bien no es una historia que muestre singularidades –de hecho, buena parte de la historia familiar de nuestra clase media reproduce esta migración, como hay también historias de inmigrantes de la posguerra europea, de refugiados de las dictaduras sureñas, de guerras civiles en el Medio Oriente o de socialismos burocráticos antillanos o continentales– ahora me pregunto, de cara a mis hijas, si acaso para poder seguir hay que desterrarse, si es que se acabó la modernidad, la posibilidad de hacerla, de construirla entre todos, en mi país.
Supongo que es una pregunta que no me hago yo solo, que con variantes hay quienes quizás se las plantean como argumentos del exilio o como perplejidad frente al exilio. Uno de cada diez venezolanos está haciendo trámites para irse del país, según Datanálisis, que se sumarían a cerca de 6% de los que ya salieron; ocho de cada diez venezolanos encuestados concuerdan en que la situación del país es mala en general y en lo económico, y aspiran como vía de solución o bien a un cambio de gobierno o a un cambio en el gobierno.
¿Qué pueden haber pensado esos ocho venezolanos cuando el pasado martes el presidente anunció cambios en el gabinete, pero no las medidas económicas sobre las que se especuló largamente? ¿Qué pueden haber pensado cuando a las realidades contingentes el gobierno responde con los mismos argumentos subalternos, matizados con alguno que otro galimatías? ¿Qué pueden haber sentido? ¿Alivio por un aumento de gasolina que no se anunció? ¿Perplejidad, pues cómo conectan los anuncios con los problemas cotidianos, la inseguridad ciudadana, el desabastecimiento, la corrupción? ¿Insatisfacción por el tipo de crítica que las oposiciones (ya va calando la idea de que no son una sola) han ofrecido en sus declaraciones públicas? ¿Pena ajena con la expresión del rostro de Ramírez al caer de la gracia y descender del empíreo? ¿Preocupación por la tormenta perfecta que describe Jorge Roig, por los vencimientos de deuda este año y el próximo y por las dificultades de financiamiento que nos llevan, más temprano que tarde, a nuestro primer default del siglo XXI? ¿Complacencia con un gobierno que enuncia la crisis como una guerra económica, a la que le plantea en respuesta apurar el paso en la transición hacia el ecosocialismo, y por la cual ruegan delegados y comisarios políticos con un padrenuestro espurio que quiere elevar a Hugo Chávez a los altares de un culto nacional?… Supongo que todo esto y muchas otras cosas más.
Me inclino a creer que el sentimiento mayoritario es la perplejidad, frente a un gobierno que difiere acciones en función de garantizar la gobernabilidad aun a pesar de la pérdida de capital político, y frente a un cuerpo de organizaciones opositoras que no han sido capaces de formular un proyecto nacional unitario alternativo al socialismo (bolivariano, del siglo XXI, ecosocialismo… las etiquetas comienzan a proliferar), que es verdad, no está reflejado en la Constitución, pero que ha colocado las cosas de tal modo que reclamar el respeto a la carta magna constituya acaso un ejercicio de restauración delancien regime.
Y de esta perplejidad es imperativo salir, para lo cual es necesario encontrar una ruta que nos permita reencontrarnos como comunidad. Una, sugerente, nos la plantea el –entonces– cardenal Bergoglio, en su libro La nación por construir: Utopía – Pensamiento – Compromiso (editorial claretiana, Argentina, 2005) y que recoge ampliado su discurso en la VIII Jornada de Pastoral Social argentina, de ese mismo año. Allí nos recuerda: “Ser un pueblo supone, ante todo, una actitud ética que brota de la libertad… La unidad del pueblo se basa en tres pilares: primero, la memoria de sus raíces. Segundo, el coraje frente al futuro. Tercero, la captación de la realidad del presente” (de darse un diagnóstico común).
Bergoglio denuncia los beneficios tácticos de quienes polarizan: “Ante la cultura del fragmento o de la no integración, se nos exige no favorecer a quienes pretenden capitalizar el resentimiento, el olvido de nuestra historia compartida, o se regodean en debilitar vínculos, manipular la memoria, comercializar con utopías de utilería. Nos pide regresar a la línea de tiempo: “Si cortamos la relación con el pasado, lo mismo haremos con el futuro”, a la vez que advierte: “¿No hubo una negación del futuro, una absoluta falta de responsabilidad por las generaciones siguientes, en la ligereza con que tantas veces se trataron las instituciones, los bienes y hasta las personas de nuestro país?”. Para recordarnos que los proyectos de nación nacen como proyectos familiares: “Somos personas históricas. Vivimos en el tiempo y el espacio. Cada generación necesita de las anteriores y se debe a las que la siguen. Y eso, en gran medida, es ser una nación: entenderse como continuadores de la tarea de otros hombres y mujeres que ya dieron lo suyo, y como constructores de un ámbito común, de una casa, para los que vendrán después”. Como en mi casa, como en la tuya, en la de todos.