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Guardar su palabra

sin crédito(6)(1)

Por Luis Ovando Hernández, s.j.

Estamos cada vez más próximos a la celebración litúrgica de aquello que ya poseemos: el Espíritu Santo. Su festividad ha conocido un desarrollo histórico, donde la reflexión sobre su presencia en medio nuestro es posterior a su acción respetuosa de las condiciones en que nos movemos, también gracias a la sintonía con sus sugerencias, que nos ayudan a crecer como personas y como seguidores fieles de Dios y Jesús, que nos donan indistintamente el Espíritu.

El Espíritu, además de Santo es bueno. En todo momento y circunstancia persigue nuestro bienestar, que no es otro que asemejarnos siempre más a Jesucristo.

De la lectura de la Sagrada Escritura podemos extraer algunos dones espirituales que una vez recibidos, nos sirven para el camino que nos queda por andar.

El concilio de Jerusalén

El pasaje de los Hechos de los Apóstoles que oiremos el próximo domingo nos narra un impasse presente en la naciente comunidad cristiana, compuesta por “paganos” convertidos —es decir, no hebreos que no seguían necesariamente las normas del judaísmo, entre ellas la circuncisión— y personas provenientes del judaísmo, que pretendían conservar e imponer algunos principios propios de la ley mosaica: para ser “cristianos” había pues que respetar la normativa del Antiguo Testamento, sostenían.

Se enciende el debate, se acaloran las posiciones, no hay acuerdos y la unidad de la naciente Iglesia está en riesgo. Se recurre a los Apóstoles, a aquellos que conocieron y convivieron con Jesús antes de su regreso a Dios. Escuchados los puntos de vista, los Discípulos optan por una “vía intermedia” donde todos ganan algo: la circuncisión no es un requisito para ser cristiano, así como tampoco se aceptan prácticas relacionadas con el paganismo como era comer la carne sacrificada a ídolos, por ejemplo.

Lo interesante de la narración tiene que ver con el modo como resolvieron la cuestión y con la presencia del Espíritu Santo, que forma parte activa en la toma de decisiones: “El Espíritu Santo y nosotros”.

Estamos ante un excelente ejemplo de cómo proceder en la búsqueda de soluciones de nuestras vicisitudes diarias, que afectan mortalmente a la mayoría de la población: plantear las propias posturas, apelar a terceros, escuchar honestamente las alternativas y ceder todos en beneficio del bien común. El presupuesto de este proceso es el deseo sincero por resolver toda diatriba —especialmente si conduce a la muerte de inocentes, como es nuestro caso—, el reconocimiento honesto del otro, la capacidad responsable de ceder porque algo superior a las partes así lo exige, y la voluntad irrestricta de mantener la palabra empeñada una vez que afloren las dificultades y resistencias. Para resolver los problemas de Venezuela primeramente nos tiene que doler hasta las entrañas.

Obviamente, todo lo anterior no pasa de ser buenos propósitos si no se activan los resortes necesarios. “El Espíritu Santo y nosotros” es trascender los extremos, es la superación de lo circunstancial. La otra alternativa son cuarenta años más de desastre, hasta que nos envilezcamos como nación.

No vi santuario alguno

Se atribuye a San Juan Evangelista la redacción del libro del Apocalipsis. Él es un judío, circuncidado como todo fiel hebreo, que se dejó a sus espaldas toda esta tradición religiosa para embarcarse en la aventura iniciada por Jesús de Nazaret.

El Apocalipsis no es un libro arcano, que esconde la clave del final catastrofista que nos espera como humanidad. El último libro del Nuevo Testamento, más bien, busca trasmitirnos una Buena Noticia, valiéndose del estilo literario “apocalíptico”.

La Buena Noticia es que Ciudad Santa baja del cielo, trayendo la gloria de Dios. En sus doce puertas y sus doce columnas están grabados los nombres de las tribus de Israel y los de los Apóstoles, respectivamente. Curiosamente, la Jerusalén del cielo no tiene un templo ni sol ni luna, porque Dios es el santuario, su gloria lo ilumina todo y Jesucristo es su lámpara.

De lo anterior se desprenden dos datos: el primero, es que la Nueva Jerusalén los incluye a todos, a quienes pertenecen al pueblo del Viejo Testamento y a los discípulos de Jesús. El segundo es que no hay diferencias de orden religiosa, por ejemplo, porque finalmente Dios es nuestra única casa.

Segundo buen ejemplo para nuestra situación: el futuro le habla al presente, para decirle que la inclusión es real —puede ser real— y esta integración no corre el riesgo de desintegrarse siquiera por las diferencias concretas del modo de concebir la religación con Dios, que es de las uniones más profundas que podemos establecer las personas.

Será así si se toma en cuenta cuanto se afirmó en el apartado anterior: la “Nueva” Jerusalén se asienta sobre Jerusalén. Una “nueva” Venezuela se apoyará en las cenizas de la actual Venezuela. El proyecto han de hacerlo aquellos que se entienden de la materia, teniendo por motivación fundamental el dolor que prueban por la desgracia que padecemos y el deseo profundo de subvertirla, favoreciendo primeramente a quienes más sufren.

Guardar su palabra

Finalmente, en el Evangelio aparece nuevamente una referencia explícita al Espíritu Santo, cuya función es enseñarnos todo, recordárnoslo todo: las palabras y las acciones de Jesús, que son las palabras y la voluntad de Dios, quien envió a Jesús.

Custodia y proclamación de la Palabra nos colocan en la órbita del amor. Al entrar en esta dinámica, la presencia de Dios pasa ahora al interior de cada uno de nosotros; él habita en cada uno de nosotros, somos la morada de Dios, su casa. El elemento que distingue las relaciones es la paz que Cristo nos da. La paz de Cristo es luz que disipa las tinieblas y lámpara que guía nuestros pasos.

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