Por Luis Ovando Hernández, s.j.
Mi inicio en el ajedrez se lo debo a José Sadek, un «turco» con quien trabajé durante una temporada atendiendo una sucursal de ferretería en San Félix, mi ciudad natal. Durante las horas muertas que pasábamos a la espera de algún cliente, José se entretenía practicando distintas estrategias y movimientos en un tablero, a solas, hasta que accedió con cierta reticencia a mostrarme cómo se movían las piezas, su valor y cuáles eran las reglas de tan milenario entretenimiento.
Debo confesar que perdí muchísimas partidas antes de hacerme con la lógica del juego. Un buen día, probé las mieles de la victoria y José empezó a dosificarme los números de partidas que podíamos jugar al día, consciente de que le llegó el turno de probar el polvo de la derrota. He de confesar que nunca estudié el ajedrez, pero si me hice con una técnica. Es decir, me habitué a una apertura estándar y a sentirme más cómodo con el color de unas piezas, que con su opuesto. Hoy día, juego indistintamente con las blancas o las negras, sintiendo que no existen mayores diferencias o ventajas.
En adelante, mi historia ha sido de victorias y derrotas. Entre mis triunfos —me disculpo por la falta de humildad— están una medalla de oro en un barrio caraqueño donde trabajé por años, y terminé invicto en un torneo organizado en el Colegio donde actualmente sirvo a Dios y a las personas como Rector.
La pasión por este entretenimiento llegó a mi vida para quedarse. Por un tiempo, coleccioné ajedrez de distintos diseños (después terminé regalando todos los tableros); actualmente, poseo un tablero deshilachado que me regaló una profesora y promuevo el juego entre los alumnos, con la esperanza de que puedan entusiasmarse.
Finalmente, llegué a jugar con un maestro ajedrecista, quien me ofreció clases gratuitas con miras a mejorar mi estilo. Pero esa oferta nunca se concretó, por negligencia mía. Lo que sé me basta para seguir disfrutando del sano esparcimiento y de las bondades que procura el ajedrez.
La pasión por el cine
Otro de mis grandes hobbies son las películas. La escogencia de los films tiene que ver con mi estado de ánimo: si lo que deseo es «evadir» la realidad, Arnold Schwarzenegger va de primero en la lista; para «nutrir» el suspenso o la sospecha recurro a Sigourney Weaver; y las «lecturas» maniqueas de la realidad se me facilitan con el Señor de los anillos o Matrix.
Ahora bien, una forma de mantener viva la llama de la pasión por el ajedrez es ver películas sobre ajedrez. Las últimas que he visto fueron Pawn Sacrifice (2014) y La reina de Katwe (2016); ambas bastante interesantes, hasta que mis ojos se encontraron con Gambito[1] de dama (2020), una miniserie de siete episodios promovida por la plataforma de entretenimiento Netflix.
A primera vista, esperaba encontrarme con la historia de una ajedrecista y unas vicisitudes previsibles relacionadas con el juego —cosa que también sucede—, cuando para mi sorpresa, los argumentos centrales son las historias de algunas mujeres que anhelan su libertad, pues todas se hallan estancadas en heridas pasadas, en relaciones perniciosas y degradantes, en el mundo de las drogas y el alcohol, en el fracaso a la vuelta de la esquina y en el amor inasible, de la misma manera que lo están la locura o el suicidio, o el racismo. Al final de la miniserie aparece incluso la tensión de entonces entre la URSS y los Estados Unidos, y el comunismo como enemigo del cristianismo.
Beth Harmon
La protagonista es una joven huérfana, hija natural, Beth Harmon: sobreviviente de un accidente automovilístico, donde falleció su madre —más adelante, nos enteraremos de que ésta terminó suicidándose, y de que el accidente fue provocado por ella al chocar voluntariamente contra otro coche, decepcionada porque el padre de Beth, casado y con familia, se negó a prestarles ayudas—; esta niña de ocho años de edad va a parar a un orfanato, el Methuen Home, de donde saldrá a sus quince, adoptada por una pareja que a primera vista muestra claras señales de dificultades maritales, y cuya continuidad matrimonial tiene los capítulos contados.
La trama se desarrolla en los comienzos de la segunda mitad del siglo XX, en el estado de Kentucky.
Beth es una niña tímida, callada, ausente y brillante. El ambiente del orfanato es formal, pulcro, de reglas claras. Las niñas respetan en su conjunto las normas, y no hay episodios de bullying entre ellas, ni de abusos o acosos de parte de los cuatro principales custodios que aparecen: la directora del instituto —la Srta. Deardorff—, la responsable del coro y la capilla —la Srta. Lonsdale—, un tutor o instructor —el Sr. Fergusson—, y un bedel —el Sr. Shaibel—, quien se dedica a jugar ajedrez en solitario, en sus horas libres, en el sótano del edificio.
La niña Harmon bien pronto se engancha con un tranquilizante que recibe a diario para mantenerla relajada. Es en la fila del dosaje donde empezará su relación con Jolene, a todas vistas la más grande de todas las niñas, pero también es la más espabilada, irreverente, vulgar… ¡y negra! Jolene será amiga fiel para Beth, incluso cuando ésta sea adoptada y se convierta en una ajedrecista famosa. Jolene orbita alrededor de su amiga dándole consejos «pasajeros», advirtiéndola y apoyándola incluso económicamente cuando Beth deba viajar a Rusia para competir en el Campeonato Mundial de Ajedrez. Jolene desempeña buenamente el rol de hermana mayor de Beth, garantizándole que, a pesar de ser huérfanas, nunca han estado solas, sino que se han acompañado recíprocamente.
Al destacarse en clases, Beth goza del privilegio de ir a sacudir los borradores para pizarrones en el sótano. Es ahí donde ve al Sr. Shaibel frente a un tablero, solo. De allí en adelante, Beth acorta la distancia entre ella y el ajedrez, acercándose al bedel: ella sabe mover las piezas —le dirá a Shaibel— pero quiere que le enseñe a jugar; después de vencer las resistencias iniciales del adulto, Beth inicia el apasionado proceso de aprender a jugar. Antes de dormirse, excitada por el sedativo Beth ve proyectado el tablero de ajedrez en el techo, primero limpio, y después observa la infinidad de jugadas a realizar.
Una vez que saltó a la fama, Beth respondió a una reportera que lo primero que la atrajo fue el tablero: era el escenario donde se desarrollaba algo que ella podía controlar y, en caso de que las cosas no funcionaran, estaba consciente que era la única responsable.
El progreso en el juego es notorio en Beth. El Sr. Shaibel no le volverá a ganar nunca más. No obstante, el trato áspero y las escasísimas frases que el Sr. Shaibel dirige a su aprendiz, él descubre el don presente en la niña: le ha regalado un libro sobre ajedrez y le presenta al promotor del Club de Ajedrez local. Beth jugará su primera simultánea con diez jóvenes prospectos, doblegándolos a todos; pero también vencerá al profesor. Estamos en presencia, pues, de uno de los tres temas importantes de la miniserie: la emancipación femenina, la superación de la discriminación por motivos de género a través del paso más básico, es decir: venciendo a los varones en su propio terreno.
En el último capítulo se nos dice que Beth ha removido los cimientos de la URSS, al ser no solo una hermosa y glamorosa joven, sino que ha sido la primera mujer que compite con varones (mientras la cámara enfoca a la campeona rusa de ajedrez, que jamás ha jugado contra hombres); la sociedad no se lo permite a causa de su género. La miniserie termina en un espacio público de Moscú, donde Beth, vestida toda de blanco —es decir es la dama blanco—, se ve rodeada de hombres humildes, populares, aficionados de ajedrez; se la reconoce y ella se sienta a jugar una partida con una de estas personas. Es una escena que provoca una avalancha de emociones: quien se sienta a jugar es la campeona mundial de ajedrez, pero es también la mujer que ha logrado derrotar su desordenado y autodestructor modo de proceder.
Historias de mujeres oprimidas y su respectiva libertad
Beth es el centro de toda la trama narrativa. En todos los episodios, ella es el perno alrededor del cual giran las demás historias, pero también es el cemento que une a los variopintos personajes. Sin embargo, no es la única mujer que aparece en el plató.
Están las señoritas Deardorff y Lonsdale, con quienes cerraré este comentario; después está Alice Harmon, madre de Beth. Alice es una madre soltera que vive junto con su niña en un remolque (sabemos por la misma Beth, que su madre fue una mujer adinerada, pero, una historia de suyo complicada, las llevó a vivir en un remolque); consume los mismos tranquilizantes que recibirá Beth en el orfanatorio. Pero Alice no es una descerebrada: en una fogata improvisada donde queman objetos personales, Beth se encuentra la tesis doctoral en matemáticas de su mamá, presentada en Cornell University, una de las mejores veinte universidades de los Estados Unidos. Ahora bien, Alice es una mujer atormentada, que no ha sabido tomar buenas decisiones en su vida, que se ha juntado para después separarse de un hombre casado. Ella ama a su hija, pero está deprimida y ha intentado suicidarse en varias ocasiones, como lo muestran las cicatrices en sus antebrazos, o la zambullida en un lago, donde Beth llora desesperada porque no ve aparecer en la superficie a su mamá. Finalmente, Alice acabará con su existencia como se dijo más arriba, después de una discusión acalorada con quien fuera su pareja y probable padre de Beth. El tema del impasse era qué hacer con Beth. Segundos antes de estrellar su carro contra un camión, Alice le dirá a Beth sus últimas palabras: «cierra los ojos».
Alice representa a ese tipo de personas que creen que el suicidio es una solución a sus problemas. Es cierto que hay que tomar en cuenta su salud mental, pero el suicidio como apertura a nuevos derroteros no es un argumento nuevo en ella. Al actuar así, Alice le crea un problema a Beth, pues la deja sola en este mundo.
Sin entrar en disquisiciones ético-morales, para Alice el suicidio es la vía de escape, la puerta que, una vez abierta, la liberará de todos sus males y opresiones.
Después se encuentra Jolene, de quien he ofrecido algunas pinceladas antes. Durante su estadía en Metheun Home, Jolene teme no ser adoptada jamás y consiguientemente parece estar destinada a acabar sus días en el orfanato. Ella mira con rabia y desdén a las niñas más pequeñas que son confiadas a otras familias, y al compararse con éstas, sabe que lleva las de perder: nadie adoptará a una adolescente negra.
En los primeros episodios, Jolene comparte mucho tiempo con Beth; es su ángel guardián, sostén y faro. Ambas han crecido juntas, apoyándose siempre. Jolene aconseja en varias ocasiones a Beth dejar los tranquilizantes, pero también se los procura cuando una ley estadal los regula e incluso prohíbe su dosaje (una solapada y refinada crítica a este método empleado, de «atontar» a las personas para conseguir un ambiente disciplinado, sin medir las consecuencias, como es la adicción al medicamento). Una vez adoptada Beth, Jolene desaparece de la escena, para reaparecer en los dos últimos episodios, ya adulta y emancipada.
Conduciendo un flamante coche, Jolene toca a la puerta de Beth anunciándole el fallecimiento del Sr. Shaibel; Jolene invita Beth al funeral de su primer maestro de ajedrez.
Jolene es una asistente legal. Ella recibió una beca para estudiar Educación Física en la Universidad Estadal de Kentucky, pero decidió cambiar de carrera al enterarse de que estaba adscrita a una «facultad para negros». La rabia es su motivación principal, el fuelle que la impulsa a estudiar Ciencias Políticas, para luego dedicarse al Derecho. Ella quiere cambiar el desastre existente en el mundo: «seré una radical», le dirá a una Beth alcohólica y drogadicta.
Poco a poco, respetuosamente Jolene coloca a Beth de frente a su situación: «Veamos dónde estás. Parece que es al fondo de un maldito hoyo que cavaste tú misma. Mi consejo: “deja de cavar”». Beth responde que seguramente su actitud autodestructiva la heredó de su madre. Jolene añadirá que deje de pensar en su mamá, porque no le está haciendo bien. Este breve diálogo se cierra con un obsequio de Jolene: el libro de ajedrez que le regala el Sr. Shaibel a Beth, y que Jolene escondió, enfurecida porque su amiga —«una basura blanca adicta», bromea Beth— fue adoptada. Ahora se lo devolvía.
Ambas emprenden el viaje al orfanatorio. Ese recorrido responde a un recurso cinematográfico muy explotado: es un viaje de redención. Es decir, los que comienzan el viaje no serán los mismos a su regreso. Es lo que sucederá con Beth: la Beth que parte para el funeral no es la misma que regresa del sepelio.
Volvamos a Jolene. Su lujoso carro fue regalo de su socio de trabajo, un hombre blanco que pretende casarse con ella, una vez que se divorcie de su actual esposa. Jolene trabaja en una firma de abogados que «en vez de una mujer negra que limpiara, querían una mujer negra limpia», de buen aspecto físico y de modales refinados. Jolene pretende de la vida lo que Beth posee: ser la mejor.
Jolene tiene dos plomos bajo sus alas: es mujer y es negra. No obstante, Jolene se presenta desde el comienzo como una mujer contestataria, con una personalidad fuerte, difícil de doblegar, clara en sus ideas. Su rabia la canaliza en luchar a favor de la justicia social. En ocasiones, Jolene da la sensación de ser una joven cínica y algo maquiavélica, pues se vale de sus encantos para alcanzar las metas trazadas. Los diálogos y el personaje nos dan pie para inferir que Jolene se verá envuelta en las contiendas antirraciales de la segunda mitad de los sesenta, del siglo pasado, aunque en ocasiones dé la impresión de ser un poco egoísta.
La miniserie no nos dice cómo fue que Jolene dejó el orfanato. Pero, al salir de Metheun Home, los miedos de Jolene se desvanecieron y logró la añorada libertad. Lo explícito es que Beth y Jolene se tienen la una a la otra. El Sr. Shaibel no fue el único que se interesó por Beth; también lo hizo Jolene, porque ella, más que ángel de la guarda, fue su familia. Ellas son familia.
Otra figura femenina paradigmática es la madre adoptiva de Beth, la Sra. Whitney. Ella representa a «la perfecta ama de casa». La Sra. Whitney va siempre detrás de su esposo de manera sumisa, por no querer incordiarlo. Al principio, la Sra. Whitney va siempre bien acicalada, atendiendo el hogar. Sin embargo, es igualmente evidente que la vida de la Sra. Whitney es todo apariencia: está consciente de que el rufián de su esposo la engaña con otras mujeres, en los largos viajes que hace por el país. La Sra. Whitney vive los embates de la tacañería masculina, que le regula los ingresos hasta hacerlos desaparecer un buen día. La Sra. Whitney no goza además de buena salud, probablemente debido a su alcoholismo, y se vale de los mismos tranquilizantes que usara Beth para relajarse.
El pie del Sr Whitney presiona fuertemente la nuca de la Sra. Whitney, y ella lo acepta con resignación, aunque esto implique su disminución como persona y como mujer. Ella desea tanto complacer a este patán, que deja de tocar el piano, hecho que le propiciaba mucho placer y echaba a volar sus sueños pues se veía tocándolo en una orquesta, para un inmenso público. Pues bien, la liberación de la Sra. Whitney tiene inicio con el ingreso de Beth a su casa y en su vida.
En la historia de la familia Whitney hay un hijo fallecido; quizás sea ésta la razón de fondo que justifique la tristeza de la Sra. Whitney y la indiferencia del Sr. Whitney. El hecho es que la Sra. Whitney representa en la miniserie a la mujer más agredida y más despreciada por un hombre, y probablemente es quien, al igual que Beth, se ha cavado la fosa donde se halla deprimida, siempre achacosa.
La libertad llega también para esta martirizada señora. En un puñado de minutos asistimos a dos escenas extremas. Por una parte, la Sra. Whitney recibe una llamada del esposo bastardo, comunicándole que no regresará más de uno de sus tantos viajes de trabajo. Por otra parte, Beth llega a casa con un cheque de cien dólares, fruto de haberse impuesto en un torneo local de ajedrez.
La Sra. Whitney se aferra inmediatamente a este nuevo derrotero: Beth puede producir el dinero que ambas necesitan para poder vivir y salir de una vez por todas de las situaciones desastrosas en que ambas se encuentran. La Sra. Whitney será la manager de Beth, así como se convertirá en su madre, y esto es sumamente importante para Beth.
De aquí en adelante, la Sra. Whitney mostrará su belleza y elegancia al vestir, y dará rienda suelta a todos sueños, por años reprimidos. Representa a su hija, la anima cuando es menester, intenta documentarse lo más posible sobre un juego de mesa que le resulta indescifrable; está con Beth en sus triunfos, que disfruta con los brazos abiertos y una radiante y nacarada sonrisa, pero también sabe estar en sus fracasos, ubicándola en la realidad, evitando que se hunda, dándole lecciones de vida.
La Sra. Whitney acompaña a Beth en todos sus viajes. Con ocasión de una competencia en México, la Sra. Whitney contacta a un viejo amigo, por quien sentía un especial afecto y con quien mantuvo una correspondencia íntima. Los días en el país norteño serán su canto de cisne: entregada a la pasión que Manuel le procuró, disfrutando con él lo más posible, viajando juntos. La Sra. Whitney se atreverá incluso a tocar el piano para un improvisado público. Pero los efectos dañinos del alcohol pasarán factura a la Sra. Whitney, quien fallecerá en Ciudad de México.
La Sra. Whitney murió en paz; murió feliz. Beth encajará esta nueva pérdida con una actitud más sosegada y seguramente agradecida por esta madre adoptiva, sin la cual no habría podido desplegar su carrera de ajedrecista profesional, o quizá se le habría hecho muy cuesta arriba.
Finalmente, hablemos de la liberación de Beth. Ya se mencionó el estado vital oscuro en que se encontraba desde bien chica, y que inició su escalada a una nueva vida prácticamente con la superación del último muro que le parecía infranqueable. Es decir, vencer al maestro ruso.
La raíz de sus dinámicas autodestructivas estaba en la idea —errada— de que nadie se interesaba por ella. Alice abandonó a su hija cuando decidió suicidarse, pero mientras estuvieron juntas la amó y valoró. El Sr. Shaibel valoró a Beth; no obstante, su timidez y asperezas, él supo reconocer el don de Beth y buscó encarrilarla, al estar consciente de que ya no podía mostrarle nada sobre el ajedrez. Es más, el Sr. Shaibel siguió amorosamente las victorias de su pupila, conservando en una desvencijada cartelera los recortes de periódicos y revistas donde Beth aparecía. Jolene amó y cuidó de Beth, con amor y cuidados familiares. Ella la apoyó en el momento crucial de la vida profesional de Beth, pero también la acompañó en el necesarísimo viaje de redención que Beth debía emprender. La Sra. Whitney amó a su hija, ofreciéndole el piso afectivo requerido por una adolescente.
El amor y la amistad incondicionales horadan la muralla del alcohol y los tranquilizantes. Beth no necesitará aturdirse para encontrar la paz, para ver proyectado el tablero sobre su cabeza. Ella ha ganado la partida más importante, sacrificando su dama para consolidar mejor las otras piezas que componen su existencia. Un hermoso ejemplo a seguir, para quien se encuentra estancado.
El peso de las ideologías
Las ideologías están presentes en Gambito de dama de formas diferentes, bien desarrolladas, desde el punto de vista cinematográfico. La más patente de todas, es la ideología sobre la «superioridad» que conlleva a la discriminación por causa de género, de raza, religión e incluso política. Sin embargo, quisiera dedicar unas líneas a una ideología solapadamente mostrada, que gira alrededor de las figuras de la Srta. Deardorff y de la Srta. Lonsdale, que ejercieron su influjo en Beth, pero que el director de la miniserie se encarga de ocultar, dando a sus vidas una valencia negativa, opaca. Es decir, quien escoge el camino recorrido por estas mujeres, no merece ser tomada en cuenta.
Si nos fijamos en los personajes, Deardorff y Lonsdale son las mujeres adultas que reciben a Beth. De hecho, la Srta. Deardorff acompaña de la mano a Beth cuando ingresa en el orfanato y se hace su cómplice al mentir sobre la edad de Beth, para que pueda ser adoptada por los Whitney. Ella es la directora del orfanatorio, encargada de velar por el bienestar de las niñas, de organizar el cotidiano y sistematizar las adopciones que más beneficien a las chicas. La Srta. Deardorff representa la autoridad: es áspera, pero no autoritaria. Es exigente, pero también es justa al impartir sanciones. En ningún momento hay episodios de abusos o excesos promovidos por ella. La Srta. Deardorff tampoco muestra preferencias por algunas de las niñas. La Srta. Deardorff ha entregado su vida a este hogar de acogida hasta el punto de enfermarse, que la vemos por última vez con un bastón por compañero. Es más, los años y la enfermedad la han suavizado de tal forma, que Jolene le dirá a Beth que casi llega a creer en Dios, por la actitud asumida por la Srta. Deardorff.
Por su parte, la Srta. Lonsdale, que aparece poco en escena, se dedica en cuerpo y alma al coro de la capilla y a enseñar modales a las niñas. Es la figura femenina más ocultada. De ahí que podamos inferir que se trate de una persona que diaria y sistemáticamente lleva a cabo su misión, con dedicación y cercanía, pero cuya incidencia en las vidas de Beth y Jolene, por ejemplo, es prácticamente nula.
Beth llega a Metheun Home, y es recibida y educada por estas dos mujeres; al regresar, siete años después, se encuentra con las mismas mujeres, más viejas sin duda alguna, pero fieles a sus funciones. No existe un solo minuto en los siete episodios de la miniserie donde alguna de ellas haya abusado o castigado físicamente a Beth; ni siquiera cuando Beth entra en la farmacia del orfanato para robar los tranquilizantes, mientras se harta de pastillas que le provocan una especie de sobredosis. Ahora bien, ¿son afectivamente cercanas a Beth? ¿La aman?
Definitivamente, el modo de expresar cercanía y amor por parte de Deardorff y Lonsdale es muy distinto al modo de querer a Beth que expresa Jolene. Pero la misma idea podría aplicarse al Sr. Shaibel; y nadie duda, llegados al último capítulo, de que el Sr. Shaibel amó a Beth. Entonces, ¿Por qué esta aversión implícita hacia estas dos mujeres?
Me parece que acá está la tentación ideológica, de la que es difícil deslastrarse. Es decir, un modelo femenino como ese no merece ser socializado ni seguido: la fidelidad a la misión, la constancia en el trabajo, la entrega a los demás llegando incluso a perder «brillo» personal, el poner límite a los más pequeños, porque limitar es un modo de amar y educar, dirigir una tarea sin tirar la toalla de buenas a primeras, decidirse por no procrear para una mayor dedicación a aquellas personas que las circunstancias, las malas decisiones e inclusive el Buen Dios han puesto en tu camino…, nada de esto representa un modelo a seguir, un camino que emprender.
Beth no fue amada, con cercanía afectiva, por Deardorff o Lonsdale, pero sí fue honestamente cuidada y educada por ellas. Pero Beth no guarda buenos recuerdos ni tiene por qué agradecer a estas mujeres. Sin embargo, formaron parte de sus altibajos y de su caminar volátil. Ellas le dieron un andamiaje respetuoso, una cama tendida y un plato de comida. Quizá esto no baste para el director de la miniserie.
Palabras finales
Valdría la pena un comentario al rol que juegan los personajes masculinos en Gambito de dama; lo dejo para una próxima entrega.
Como apasionado del ajedrez, recomiendo calurosamente la visión de Gambito de dama. Me parece que, con el anzuelo del ajedrez, podemos aproximarnos desde el arte al tema de la discriminación en sus distintas facetas, siendo la de género la mejor tratada en la miniserie, y sacar algún provecho vital que favorezca la desaparición definitiva de nuestras inteligencias y nuestros corazones de cualquier discriminación.
[1] Gambito. Del italiano gambetto, «zancadilla»: m. En el juego de ajedrez, lance que consiste en sacrificar, al principio de la partida, algún peón u otra pieza, o ambos, para lograr una posición favorable (tomado del Diccionario de la lengua de la Real Academia Española).