Por Sandra Ferrer | Aleteia
Una de las grandes damas de las letras hispanas, Gabriela Mistral tuvo siempre muy presentes sus creencias religiosas.
Cuando en 1945 recibió la noticia de haber recibido el Premio Nobel de Literatura, lo primero que hizo fue postrarse ante un crucifijo que le había regalado su madre para dar gracias de tan magno reconocimiento y le pidió ser digna de él: “¡Jesucristo, haz merecedora de tan alto lauro a esta humilde hija!”
Para entonces ya era una mujer de cincuenta y seis años reconocida en su Chile natal y en medio mundo. Había nacido en el bonito valle chileno de Elqui, el 7 de abril de 1889, en el seno de una familia humilde. Su padre, Jerónimo Godoy, maestro de profesión, abandonó a su familia cuando Lucila Godoy – ese era su verdadero nombre – tenía apenas tres años de edad. Lucila creció junto a su madre, una modista llamada Petronila Alcayaga, y dado que no tenían demasiados recursos, la pequeña ávida de saber, aprendió de manera autodidacta.
Su formación no le permitió conseguir ningún título oficial, algo que provocaría malestar entre alguno de sus futuros colegas de profesión, pero Lucila, con su tesón y ganas de mejorar, consiguió convertirse en maestra de escuela. En 1910, convalidó sus conocimientos y obtuvo el título de maestra del Estado con el que continuó enseñando en niveles superiores.
Además de dar clases, pronto se sumergió en la escritura rimando sus primeros versos y escribiendo artículos para distintas publicaciones. Consciente de las deficiencias educativas existentes, sobre todo para los niños y niñas de recursos limitados, algunos de sus artículos se centraron en la cuestión de la necesidad de mejorar la educación en Chile y el resto de América Latina.
A partir de 1914, año en el que ganó el primer premio de los Juegos Florales de Santiago de Chile, empezó a utilizar el pseudónimo que la haría inmortal. Eligió ser conocida como Gabriela Mistral en honor a dos grandes de las letras, el italiano Gabriele D’Annunzio y el francés Frédéric Mistral.
Durante años, Gabriela Mistral compaginó su pasión por la escritura con su vocación de mejorar la educación asumiendo el cargo de inspectora y profesora en distintos liceos femeninos, algunos de los cuales llegó a dirigir. Sus fronteras se ampliaron cuando empezó a viajar por distintos países de América y Europa y asumió el cargo de cónsul de su país.
Gabriela Mistral continuó escribiendo poesía durante toda su vida, pasión que le valdría el Premio Nobel de Literatura por su “obra lírica que, inspirada en poderosas emociones, ha convertido su nombre en un símbolo de las aspiraciones idealistas de todo el mundo latinoamericano”. Humilde y sencilla, Mistral agradeció sinceramente el reconocimiento a su trayectoria literaria afirmando con orgullo que el Nobel la había convertido en “la voz directa de los poetas de mi raza y la indirecta de las muy nobles lenguas española y portuguesa”.
A lo largo de toda su intensa vida, Gabriela Mistral mantuvo una profunda religiosidad que fue plasmada en alguna de sus obras. Dedicó textos a santos como Santo Tomás o Catalina de Siena y a personalidades religiosas como Fray Bartolomé de las Casas o Sor Juana Inés de la Cruz, de quien dijo: “Es la monja sabia, casi única en aquel mundo ingenuo y un poco simple de los conventos de mujeres. Es extraña esa celda con los muros cubiertos de libros y la mesa poblada de globos terráqueos y aparatos para cálculos celestes…”
Fiel a sus creencias, Gabriela Mistral se lamentaba al ver cómo muchas personas se alejaban de la espiritualidad y la fe, denuncia que plasmó en su texto “Cristianismo con sentido social”: “Un aspecto doloroso de la América Latina en este momento es el divorcio absoluto que se está haciendo entre las masas populares y la religión, mejor dicho entre democracia y cristianismo”.
Como afirmó en “Mi experiencia con la Biblia”, los textos sagrados se convirtieron en piedra angular de su existencia, en consuelo y refugio:
“De este lote de virtudes expresionales de la Biblia, parece que las que más me hayan atraído sean la intensidad y cierto despojo que no solo aparta el adorno, sino que va en desuello puro. […] La Biblia me prestigió su condición de dardo verbal, su urgido canal de vena caliente. Ella me asqueó para toda la vida de la elegancia vana y viciosa en la escritura y me puso de bruces a beber sobre el manadero de la palabra viva, yo diría que me echó sobre un tema a aspirarle pecho a pecho el resuello vivo.
La ciencia de decir en la Biblia, el comportamiento del judío con el verbo, aun considerada aparte del asunto religioso, es una enorme lección de probidad dada por Israel a los demás idiomas y a las otras razas. El acento de veracidad de la Escritura, de que hablan los críticos es lo que, en gran parte, ha hecho la actualidad permanente de la Biblia, esa especie de marcha ininterrumpida del Santo Libro a través de los tiempos más espesos de materia y más adversos a su orden sobrenatural.”
La religiosidad de Gabriela Mistral permaneció siempre presente en su vida, tal y como describía en El sentido religioso de la vida:
“Para mí la religiosidad es la saturación que ha hecho en la mente la idea del alma, el recuerdo de cada instante, de cada hora, de esta presencia del alma en nosotros y el convencimiento total de que el fin de la vida entera no es otro que el desarrollo del espíritu humano hasta su última maravillosa posibilidad. […]
Religiosidad es buscar en esa naturaleza su sentido oculto y acabar llamándola al escenario maravilloso trazado por Dios para que en él trabaje nuestra alma. Respecto del cuerpo, religiosidad es vivir sacudiendo su dominio y una vez domado, hacerlo el puro instrumento siervo, que debe trabajar para el espíritu, que es su única razón de ser. No solo los cielos, la tierra y la carne que la puebla, son esa escritura de Dios de que habla Salomón.”
La obra de Gabriel Mistral se ha traducido a un sinfín de idiomas y es reconocida como una de las grandes plumas de las letras de Latinoamérica.
Fuente: https://es.aleteia.org/2020/08/16/gabriela-mistral-la-profunda-fe-de-una-nobel-de-literatura/