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Francisco y los desafíos del próximo sucesor de Pedro

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Llevo días recibiendo muestras de solidaridad y condolencias por el hecho de que Francisco «volvió» a Casa, que no es otra que Dios Trinidad.

Todas estas notas luctuosas tienen en común la intención de demostrarme sincera cercanía porque «perdí» a uno de la familia —y realmente lo somos, desde el momento en que a él y a mí nos une la llamada del Señor Jesús a seguirlo, según la inspiración que Su Espíritu sembró en Ignacio de Loyola.

Pero no solo, algunos amigos y conocidos aprovecharon la ocasión para manifestar sus inquietudes y convicciones a raíz de la desaparición física del Papa, su legado y su respectivo sucesor.

Motivado por todo lo anterior, reflexiono a propósito de qué retos ha de afrontar la Iglesia a partir de ahora y del perfil del nuevo Pontífice, de cara precisamente a estos desafíos, consciente de que seis minutos de distancia me separan de la capilla ardiente donde reposan los restos del Papa, de que en un par de horas celebraremos la Eucaristía, agradecidos con nuestro Señor por habernos dado este Buen Pastor de almas, y de que lo acompañaremos amorosamente hasta Santa Maria la Maggiore, el próximo sábado 26 de abril. Es decir, se trata de un par de consideraciones cordiales, positivamente abrumado por la presencia de quien asumió el nombre del Poverello d’Assisi.

Sin esta actitud, lo otro no funciona

Son palabras del mismo Francisco. La actitud en cuestión es la búsqueda permanente del encuentro íntimo con Dios, a través de la oración. Este es «el» reto que primeramente debe atender la comunidad eclesial, para que todo lo demás cobre sentido y pueda funcionar.

Es mucho lo que se ha dicho a este propósito. Todo discurso sobre la oración cobra relevancia si se apoya precisamente en la experiencia del encuentro con Él, en el hecho de haber coincidido mientras nos buscábamos recíprocamente. Cuanto sucederá de ahí en adelante estará determinado por esta realidad.

La oración es entonces crear todas las condiciones necesarias para que podamos escucharlo, y una vez oído, discernir si efectivamente se trata de Él. Reconocida su voz, al igual que la oveja reconoce la voz de su pastor, nos disponemos a cumplir Su voluntad.

Como nunca antes, la Iglesia debe afrontar la tarea de enseñarnos a orar, del mismo modo que lo hizo Jesús con sus discípulos. Toda planificación pastoral debe asumir este reto, presente desde que el Señor constituyó un grupo de amigos, y éstos, constituidos en comunidad eclesial, proclamaron su mensaje por todos los rincones.

La «doctrina» transmitida no es otra que la experiencia que tuvieron al compartir con Él su vida terrena, y que los cambió para siempre, convirtiéndose en sus discípulos. El desafío que supone la intimidad con Dios como prioridad se hace hoy día más acuciante, pues a la «liquidez» en que nos encontramos inmersos se suma el «transhumanismo», la promesa de la eternidad mediante «artefactos», no ya con el elixir de la eterna juventud, sino a través de la unión hipostática con los derivados de la omnipresente inteligencia artificial y el algoritmo.

No es un reto banal tener que escuchar, estar activamente pasivos, «perder el tiempo», aquietar el espíritu, evaluar el encuentro íntimo y fundamental, que permite que todo el resto que nos circunda y hacemos pueda funcionar, o sea lo catapulte a la trascendencia, que no es otra cosa que hacernos con la capacidad de penetrar la realidad —honestamente— en toda su profundidad.

Aprender a orar y enseñar a orar, como lo hiciera Jesús. En su vida, el contacto directo con el Padre lo llevó a encontrarlo en todas las cosas, precisamente porque poseía esa capacidad de mirar distinto todo. Para Él, de hecho, mirar a una oveja que se apartaba del redil se convertía en una ocasión concreta para acercar a los suyos a lo que era el Reino de Dios.

La tradición de la Iglesia ostenta grandes maestros de oración, verdaderos Padres espirituales que pueden servirnos de guías en nuestro caminar; sin embargo, esto no nos exime de favorecer a toda costa la experiencia del encuentro cercano con Dios (la «actitud», en palabras del Papa), de encarnar y actualizar la presencia del Espíritu Santo, aquí y ahora, hasta llegar a adquirir «horas de vuelo», de forma que también nosotros podamos acompañar buenamente a otros, teniendo siempre presente «personas, tiempos y lugares».

Recibamos con los brazos abiertos este reto que en los Evangelios aparece como una petición: «Señor, enséñanos a orar». Me parece un deber que nos impele desde siempre.

Mirar la redondez de la tierra

El siguiente reto está emparentado con el anterior. Hay que predicar una vez más el Reino de Dios, proclamado y concretado en la persona de Jesucristo. Y acogemos este desafío no como resultado de estrategias pastorales, o de proselitismo, para volver a llenar las iglesias, sino porque queremos apasionarnos con aquello que apasionó hasta el extremo al mismo Jesús.

El Dios con quien nos relacionamos contempla la realidad con mirada misericordiosa, dándose cuenta de que su creación está urgida de redención; es menester volver a proponer el plan divino, que no es otro que llevar la filiación con Él y la fraternidad desde Jesús hasta sus últimas consecuencias. Necesitamos rescatar nuestra imagen y semejanza con el Señor.

La oración lleva al compromiso con la proclamación del Reino, apoyados en la gracia que nos viene de Dios, que nos quiere mejores, así como nos ve: mejores a nivel personal y comunitariamente, reconciliados con la creación, constructores y protectores de nuestra Casa común, promotores de su bondad.

En esta empresa no estamos solos. Nos acompaña el Espíritu Santo, que nos anima permanentemente, iluminándonos, dándonos paz, que sostiene y acrecienta todo aquello que se encuentre en la misma órbita del corazón sagrado de Jesucristo. Es el Espíritu quien nos sostiene durante las adversidades, o ante dinámicas que niegan las realidades del Reino que predicamos.

La Iglesia debe retomar este desafío, anteponiéndolo a agendas que pudieran distraerla y/o desviarla de su misión fundamental. La proclamación del Reino proviene de la escucha de la palabra de Dios, es fruto del discernimiento de cuanto acontece durante la oración, que no es otra cosa que abrirnos al «mundo», sin ser de él, llevando la luz de Cristo allí donde da la impresión de que imperan las tinieblas y la muerte.

Una de las grandes enseñanzas que nos deja Francisco es desde dónde proclamamos el Reinado de Dios. En su caso, asumió la cátedra de Pedro desde la sencillez y la cercanía, desde la apertura y el diálogo, desde la acogida y la misericordia. Quizás se trate de un modo válido de hacer el camino hoy día, desde el servicio desinteresado, teniendo siempre presente primero a Dios, y luego a aquellos que Él ama con amor preferencial. Este modo de ser y de actuar, este modo nuestro de proceder, es la fuente de nuestra plenitud y felicidad personal.

Sentadas las bases de estos dos retos, ahora se puede pasar a considerar lo que el Santo Padre llama «lo otro», que es más relativo (en el sentido de estar «relacionado» con circunstancias más concretas).

¿Qué Pontífice para qué Iglesia?

Pareciera casi imposible contener cierta inquietud que se origina en algunas personas de buena voluntad de querer saber «quién sustituirá a Francisco» en la conducción de la Iglesia. A esta actitud típicamente humana pretenden responder las quinielas online, las listas de «papabili» e incluso aquellas teorías complotistas, que reproducen las peores dinámicas electorales, cuyo punto de apoyo es el corazón mezquino, las componendas y acuerdos, las facciones, el programa de gobierno.

Es así como vemos con relativa naturalidad nombres de «posibles sustitutos de Jorge Mario Bergoglio». Algunos de estos nombres se repiten, dando la impresión de que será el candidato vencedor, para luego constatar lo que suele decirse en estos ambientes: «entra Papa, ed esce Cardinale».

Siempre observando el elenco de los «papabili», hay un copo de nieve que amenaza con convertirse en avalancha, y que tiene que ver con la composición del actual Colegio Cardenalicio: del 100% de los Cardenales electores que participarán en el Cónclave, más del 80% fue creado por Francisco. Este dato sería el «copo de nieve». La «avalancha» sería pensar que quien sea elegido, le dará continuidad a lo iniciado por el Papa Bergoglio. Y esto último, no necesariamente es así, o no será así.

A estas alturas de cuanto he pretendido compartir, es necesario dejar por sentado que el próximo Cónclave no elegirá «un sustituto de Francisco», sino de San Pedro. Es Pedro quien le da hondura a la figura del Obispo de Roma. Su primado y su principio son garantías de continuidad de la misión que Jesús puso en sus manos: «porque me amas, te pido apacientes mis ovejas».

Es cierto que la Iglesia no es la misma desde que el Cardenal argentino ocupó la Sede Petrina. Esto es claro para los sostenedores y detractores de Francisco, dentro y fuera de la Iglesia. Y lo es igualmente cristalino para quien sustituya a Simón Pedro.

Puesto entre las cuerdas de tener que esbozar un perfil del futuro Pontífice, diría, en primer lugar, que, además de tomarse en serio la «actitud» para que «lo otro» funcione, y de proclamar valientemente el Reinado de Dios, el próximo Papa debe dedicarse por entero a hacer realidad el Concilio Ecuménico Vaticano II (1962–1965), para que pueda alcanzar mayor plenitud, para que dé más de sí.

Sesenta años no han bastado para que el «aggiornamento» promovido por el Concilio madurara decentemente. Es más, la realidad eclesial que más resistencia ha opuesto a esta moción del Espíritu Santo ha sido precisamente la Curia Vaticana.

Afirmaba antes que el futuro Papa no dará necesariamente continuidad al «modo Francisco», al sentirse «obligado» con la persona que lo creó Cardenal (es más, existe un grupo significativo de Cardenales que no estaban de acuerdo con el Santo Padre y su modo de proceder), porque el Pontífice no creó Cardenales a «los suyos» (permítanme esta reducción que da por descontado que el Papa es escogido entre los miembros que conforman el Colegio Cardenalicio, cuando, al menos en teoría, cualquier bautizado puede ser Papa, pero, aunque si se tratara de un «outsider», debe ser escogido solo por el Colegio de Cardenales, y no fuera de éste), sino que creó a «esos» Cardenales porque representaban la «variedad», que es propia de la Iglesia universal, y porque se hallan en las periferias de este mundo.

Hecho el «excursus» anterior, el nuevo Pontífice, cual hombre de Dios, bueno, debería ser un firme creyente del diálogo, incluso entre personas diametralmente opuestas, debería ser un amante de la diversidad y debería mirar la misión de la Iglesia Católica desde las periferias, donde también están presentes algunos Cardenales. Debería asimismo retomar la fraternidad con la Creación, ser un heraldo de la paz y promover el fortalecimiento de la democracia y del bien común.

Por último, hay que decirlo sin pretender reducir el rol esencial del Romano Pontífice, es menester promover que la Iglesia es Pueblo de Dios, y que todos sus ministros ordenados estamos para servirla siempre, incluido el Papa, que la Tradición lo ha llamado «el siervo de los siervos de Dios».

El perfil de Papa diseñado habla, pues, de un hombre del Vaticano II, abierto al diálogo y a la diversidad, dispuesto a ir y enviar allí donde presente se halla el Señor, hermano de la Creación, defensor de la paz, de la democracia y del bien común. Ha de ser el Modelo de Pastor, que dedica tiempo de calidad a cultivar la relación con el Señor y que, a ejemplo de los discípulos, proclama la llegada del Reino de Dios.

Luis Ovando Hernández, S. J

Secretario Regional para América Latina.

Curia General de la Compañía de Jesús.

Lee también: Papa Francisco: cuando la diplomacia trabaja en silencio

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