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Fernando Mirés: Los dos mundos de Benedicto XVI

Los que una vez creyeron ser amos de la historia, los que no vacilaron en robar la navidad a los niños, los falsos mesías, los profetas de la violencia y el engaño, los dos Castro, recibieron a Benedicto XVl incluso con más respeto que al mediático Juan Pablo ll. Desde un punto de vista práctico, los Herodes modernos necesitan la legitimación del cielo pues la de la tierra la perdieron hace tiempo. Y quizás, en el fondo, aterrados ante la evidencia de la propia finitud, anhelaban que el anciano de Roma los absolviera de toda culpa, amén.

Al otro lado, los humillados y ofendidos soñaban con un Santo Padre quien, levantando los brazos al cielo, desataría la ira de Dios; con dictadores excomulgados y enviados por decisión divina a padecer en los infiernos; y un pueblo que se levantaría en nombre de la cruz destronando déspotas y tiranos.

Muchos han quedado desilusionados. El Papa abandona Cuba y todo sigue igual que antes. Ni el poder terrenal es más legítimo, ni las cárceles fueron abiertas, ni los tiranos han sido derrocados.

Difícil, muy difícil el oficio del Papa. Difícil dejar contento a moros y cristianos, sobre todo si hay moros que también son cristianos. Pues ¿cómo representar políticamente a esa Iglesia, si Francisco Franco y Vaklav Havel fueron católicos, si Pinochet y la Madre Teresa fueron católicos, si Lech Walessa y Hugo Chávez son católicos?

El problema político de la cristiandad resulta de una inextricable paradoja. Por una parte, de las tres religiones abrahámicas, el cristianismo es la menos política. Por otra, es la que posee la más grande incidencia política. Paradoja que vivió el mismo Jesús en su cuerpo. Venido a la tierra como “el hijo del hombre” se vio envuelto en las turbulencias políticas de su tiempo. Pero su prédica, lo dijo el mismo, no era de este mundo. Su reino estaba más allá de la muerte, detrás de los patios que cruzan a la eternidad; en la vida infinita.

El cristianismo, en sus diferentes versiones, carece de ley política. La ley es Jesús (según Benedicto: la Thora hecha persona). Ha sido esa misma carencia la que ha obligado a la Iglesia a contraer alianzas con poderes terrenales. Benedicto, por ejemplo, nos habla de la triple alianza histórica del cristianismo: Atenas, Jerusalén y Roma. De Atenas heredó las visiones de Platón, según Benedicto, “un profeta de Jesús”. De Jerusalén, la fe religiosa de un pueblo sabio. Y de Roma, el Derecho.

No existe por lo tanto ninguna posibilidad para la formación jurídica de una “república cristiana”. Sólo existen repúblicas donde viven cristianos. En ese sentido el Vaticano es más bien la metáfora terrena de un Estado divino. Pero en ningún caso es la ciudad de Dios que mostró San Agustín.

Agustín escribió “La Ciudad de Dios” como un mensaje a sus contemporáneos en medio de las ruinas morales que legaba la caída del imperio romano. No os desesperéis, decía el santo filósofo. La ciudad de los hombres (Roma) es sólo una sombra bajo una luz radiante cuyos reflejos vienen de la Ciudad de Dios. ¿Cuál es la diferencia entre las dos ciudades? Según Agustín: en la terrenal, prima la muerte. La otra, “la república de Cristo” (textual), es la ciudad eterna. Y esas dos ciudades, agregaba Agustín, no son geográficas: laten en el corazón de cada uno.

Benedicto, el más agustino de los teólogos modernos, viaja por las ciudades de la tierra llevando la noticia de la Ciudad de Dios. Esa es su misión; pedirle otra es no entender nada. Por esa misma razón Benedicto no fue a Cuba a derribar a los Castro ni a legitimar dictaduras. Fue a proclamar la existencia de esa otra ciudad. La misma que intuyó ese enemigo de Dios, Nietzsche, cuando formuló: “Si hay un más acá tiene que haber un más allá”

Interesante fue, en cualquier caso, constatar que los habitantes de la ciudades de este mundo, más allá del desprestigio en que ha caído la propia Iglesia, siguen venerando al Papa. Veneración que, evidentemente, surge de la necesidad de pensar que no todo termina aquí. O de que hay un poder superior al lado del cual los poderes de este mundo no son nada.

Tremendamente simbólico fue, por lo tanto, el encuentro entre Benedicto y Fidel. Los dos ancianos pudieron mirarse a los ojos. A un lado, quien nos habla del cielo. Al otro, quien quiso convertirse en pagano mesías. Ambos morirán más pronto que tarde. Pero el reino de Benedicto –el de aquí y el de allá- seguirá existiendo. El de Castro sólo será una anécdota en el curso de una larga historia.

Recuerdo al respecto que una vez, leyendo el segundo tomo de la Ciudad de Dios, me acordé de los mártires de tantas dictaduras. Dice Agustín: “¿Qué gran hazaña será menospreciar, por aquella celestial patria imperecedera, todas las blanduras y regalos del presente siglo, por más placientes que fueren, si, por estotra temporánea y terrena, Bruto hasta pudo degollar a sus hijos, cosa a la que la patria del cielo no obliga a nadie?”

Y para terminar, dicho entre nosotros: A mí también me habría gustado que Benedicto –así como Jesús rompió la prohibición y habló con los samaritanos- hubiese conversado un par de minutos con las Mujeres de Blanco. Esa es la razón por la cual puedo explicarme por qué no pocos cubanos recuerdan con cierta envidia la visita de Juan Pablo ll a Varsovia, la que incidió –lo supimos después- en el derrumbe del comunismo. Los periodistas, siempre imaginativos, nos hablan del “milagro de Varsovia”. Pero quizás hay que recordar a los perseguidos cubanos lo siguiente: El milagro de Varsovia no fue la visita del Papa. El verdadero milagro fue la fundación de Solidarnosc.

Así que ya saben cubanos: si quieren que Dios los ayude, hay que saber ayudar a Dios.

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