Por Willmary Comus.
Dos palabras semejantes… aparentemente una de ellas mal escrita, ambas dirigidas al mismo mal: el asesinato de hombres a mujeres, por la sola condición de serlo. La primera, “femicidio” introducida legalmente en Venezuela en 2014, a través de la reforma a la Ley orgánica sobre el derecho de las mujeres a una vida libre de violencia, es definida en su texto como “la forma extrema de violencia de género, causada por odio o desprecio a su condición de mujer, que degenera en su muerte, producida tanto en el ámbito público como privado”.
En Venezuela, entre el 01 y el 28 de enero, a través medios digitales, se han reportado 25 casos de mujeres asesinadas por hombres, con lo cual estamos ante la dramática representación de una mujer muerta cada día en 2020. Esto no solo es como para preocuparse, es absolutamente alarmante.
El vocablo “feminicidio”, en cambio (término creado por la feminista mexicana Marcela Lagarde), introduce la variable referida a la responsabilidad del Estado por la inacción o incapacidad para proteger a las víctimas, favoreciendo la impunidad ante la denuncia de los hechos de violencia que, como consecuencia de ello, también genera una importante cifra negra.
En nuestra sociedad estamos acostumbrados a decir ciertas frases que terminan convirtiéndose en verdades absolutas, aunque carecen de fundamento comprobable. Por ejemplo: “Negro(a) tenías que ser”, “aunque te vistas de seda, mona(o) te quedas”, o “a ella le gusta que le peguen”. Las dos primeras, aunque no dejan de contener carácter violento, se manejan más en el ámbito de la moral y del bulling. Sin embargo, la última frase expuesta conlleva a la aceptación tácita (incluidos funcionarios públicos), de que la mujer que no se separa de su maltratadora pareja es porque no le da la gana.
La población, en general, desconoce la psicología de la mujer maltratada y se atreve con cruel ligereza a decirle sinvergüenza a aquella que se deja, que no responde a la agresión, que inclusive permite, o se culpa, y hasta reincide en la relación tóxica en la que ni ella misma sabe que solo es una víctima. No lo saben y les cuesta mucho aceptar que el miedo, a que la vuelvan a agredir, a que no tenga dónde ir, a quedarse sin sus hijos y, el peor de todos, a que no les crea ni su familia, amigos o autoridades, porque su agresor puede influir tanto en su entorno como en esas instituciones donde tiene que acudir, es lo que determina su comportamiento.
Precisamente, como si se tratase de “Crónica de una muerte anunciada”, Jennifer Carolina Viera de Valero, pasó años de maltrato físico y psicológico por parte de su esposo, Edwin el Inca Valero, antes de que finalmente terminara asesinada por éste en 2010. Anunciada porque el antecedente de su relación tóxica era bien sabido en el entorno íntimo y familiar de la pareja, debido a las varias denuncias que ella y sus propias suegras y cuñadas hicieran públicas ante las autoridades competentes y que, bajo presión, debieron retirar para evitar “dañar la imagen” del desequilibrado deportista.
Como este caso, que podría ocurrir en cualquiera de los estratos sociales, muchos han sido desestimados por la creencia generalizada – incluyendo a los funcionarios competentes – que la mujer consiente el maltrato porque “le gusta”. Bajo este argumento se dejan de tomar los controles de prevención necesarios: de asistencia psicológica, exámenes médico-forenses inmediatos o medidas de protección como los refugios temporales (hoy inexistentes), que eviten un fatal desenlace.
Tal es el caso reciente de “Morella”, secuestrada, violada y maltratada más de 30 años por su pareja en el estado Aragua. Este hecho se conoció gracias a que una funcionaria creyó su versión, pues el primer policía que tomó la denuncia se mostró incrédulo ante tan grotesca historia.
En una sociedad machista como la nuestra, que se ha construido desde la visión femenina de que el hombre es superior a la mujer, es difícil pensar que Ella es víctima de violencia, a menos que termine sin vida, y aun así los comentarios siempre van dirigidos a decir que era una tonta y que antes que la mataran debió dejarlo, admitiendo con estas afirmaciones que la víctima es la principal culpable; como se ha dicho de Génesis González, quien fue asesinada el 30 de enero por su pareja, que siendo tan bonita, según sus vecinos, nunca debió involucrarse con semejante individuo. Es decir “ella se lo buscó”.
Los casos no se resumen solamente a la agresión de parejas o ex parejas, sino que incluyen a padres, amigos, conocidos y otros hombres que, bajo la condición de superioridad moral y/o física agreden a sus víctimas, contando en muchos casos con la anuencia e irresponsabilidad institucional. “La violencia más habitual en la vida de las mujeres es ejercida por la pareja, superando el índice de aquellas agresiones consumadas por conocidos o extraños”, según el primer estudio sobre violencia doméstica realizado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) en el año 2005.
Por ello, se hace imperiosamente necesario cambiar la narrativa que gira en torno a estos casos, pues esta ha jugado un papel determinante en las fatales consecuencias a las que hoy estamos asistiendo, comenzando, por supuesto, por la familia y los medios íntimos o públicos en los que nos desenvolvemos. Al Estado, en cambio, le haría falta comenzar por hacer efectivo el artículo 1 de la Ley orgánica sobre el derecho de las mujeres a una vida libre de violencia que expresa:
“La presente Ley tiene por objeto garantizar y promover el derecho de las mujeres a una vida libre de violencia, creando condiciones para prevenir, atender, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres en cualquiera de sus manifestaciones y ámbitos, impulsando cambios en los patrones socioculturales que sostienen la desigualdad de género y las relaciones de poder sobre las mujeres, para favorecer la construcción de una sociedad justa democrática, participativa, paritaria y protagónica.”