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“Fe, razón y libertad: la esperanza en el nuevo liderazgo de la Iglesia”

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Por :Erick Obermaier Varela*

“Ciertamente, la razón es el gran don de Dios al hombre, y la victoria de la razón sobre la irracionalidad es también un objetivo de la fe cristiana”

Benedicto XVI,  Spe Salvi.

Pensar a la Iglesia y su rol en el mundo contemporáneo desde América Latina, tras la muerte del primer Santo Padre latinoamericano, constituye un desafío profundo para quienes nos sentimos cristianos y, al mismo tiempo, mantenemos un compromiso irrenunciable con la razón y la polis.  América Latina no es simplemente una región geográfica; es un reservorio de fe, de esperanza activa y de bondad humana, expresadas en millones de caminos individuales y comunitarios que se enfrentan a diario a un entorno hostil: el rezago económico, el populismo político, la violencia criminal y el feudalismo social.

Aunque América Latina guarda en su seno el potencial de ser el nuevo mundo prometido, todavía debe mirarse a sí misma como periferia para poder proponer un cambio que no sea hegemonía, sino inclusión. Desde nuestras heridas y nuestros anhelos, podemos ofrecer una voz que no abdique de la fe ni de la razón, que no sacrifique la tradición ni el progreso auténtico.

El próximo papado debería mirar a América desde adentro, no como un territorio al que asistir, sino como un interlocutor que desafía y enriquece. Porque en esta tierra de mártires silenciosos y de santos anónimos, la Iglesia puede encontrar más que sufrimiento, las semillas de renovación espiritual, cultural y social para todo el mundo.

El Cardenal Kurt Koch, quizá el mejor teólogo de los cardenales papables en este cónclave ha dicho recientemente: “Europa…ha perdido muchas, muchas raíces cristianas de su historia y (eso) no augura un buen futuro”.

Sin embargo, frente al caos creciente en América Latina y la irrupción del populismo como fenómeno desestabilizador incluso en Estados Unidos, Europa carga con la responsabilidad histórica de actuar como el faro ético y civilizatorio de Occidente. Su legado, nacido de la síntesis entre Atenas, Roma y Jerusalén, no puede simplemente diluirse en la irrelevancia ni en la autonegación. En tiempos de fractura global, la restauración de un orden que reconozca la dignidad de la persona, la racionalidad política y el respeto por la verdad pasa necesariamente por una Europa que recuerde quién es.

Este deber no es solo político o cultural, sino profundamente espiritual. Europa tiene la misión de custodiar los fundamentos éticos y trascendentes que dieron origen a la civilización occidental, y aquí el papel de la Iglesia Católica es irrenunciable. La Iglesia es católica (katholikos) inherentemente universal, sin embargo la Iglesia es también Romana, enraizada en Europa: su liturgia, su teología, su arte y su concepción del hombre se forjaron al calor de la historia europea. Negar esa raíz sería no sólo un error estratégico, sino una traición a su propia identidad.

En el próximo papado, esta conciencia debe ser reafirmada con inteligencia y valentía. La Iglesia no puede permitir que Europa se hunda sin resistir, ni puede resignarse a una marginalización progresiva en nombre de un falso pluralismo. Si Europa cae en el relativismo, en la fragmentación cultural y  en el olvido de sus fuentes cristianas, viviremos la amenaza de que Occidente entero caerá, y con él, el marco civilizatorio que trajo al orbe la idea de democracia, libertad, desarrollo y modernidad. Por eso, el nuevo liderazgo eclesial debe sostener a Europa no desde la nostalgia, sino desde la renovación profunda de su alma cristiana, iluminando nuevamente al mundo.

Los europeos pueden quizá escuchar a la periferia africana y aunque acusado de ultra conservador Cardenal Robert Sarah, quien parte de la defensa de la verdad al decir:”El rechazo moderno de Dios nos encierra en una nueva forma de totalitarismo: un relativismo que no admite otra ley que la del beneficio.”

Debatir todo es un acto legítimo y necesario; relativizar todo es una rendición cultural. La posibilidad de someter ideas a la discusión abierta sostiene la sinergia entre fe y razón, pilares de un derecho natural centrado en la dignidad de la persona humana. Pero aceptar que todo sea igualmente verdadero o falso destruye la base misma de ese debate. Desde la modernidad, la discusión se ha expandido, se ha impulsado y se ha defendido, y eso está bien y es parte del progreso, pero se ha confundido debatibilidad con relativismo, y esa confusión es letal y lamentable.

El relativismo contemporáneo no es simplemente un fenómeno moral o doctrinal, es una enfermedad cultural y filosófica que socava la noción misma de verdad. No respetar todas las opiniones, sino respetar el derecho a opinar: esa es la diferencia que debe ser recuperada. Una civilización puede convivir con la diversidad de opiniones, pero no puede sobrevivir si abdica de buscar y sostener la verdad. Cuando se enseña que todas las opiniones valen lo mismo, incluso las más destructivas, la dignidad humana queda vulnerable al capricho del poder.

El próximo liderazgo de la Iglesia debe enfrentar este desafío no con autoritarismo, sino con la firmeza de quien sabe que la verdad libera. Defender principios universales sobre el bien, la justicia, la vida, la libertad  no es imponer, sino proteger el alma misma de la humanidad y del ser humano. Frente a un mundo que confunde libertad con disolución, la respuesta no es menos debate, sino más búsqueda sincera de la verdad que trasciende las modas y los consensos pasajeros.

“Es triste observar cómo los llamados demagogos populistas utilizan -o abusan- de la religión para sus propios intereses, socavando los esfuerzos por desarrollar relaciones y formar una familia humana”: Esta frase el Cardenal Luis Tagle nos sirve para entender que en la defensa de la verdad, la posverdad totalitaria es el enemigo a vencer, ese es el reto de la iglesia frente a los populismos totalitarios.

Una de las grandes batallas de nuestro tiempo es contra las nuevas formas de totalitarismo, disfrazadas de las distintas corrientes que dominan la política y la cultura contemporáneas. No enfrentamos sólo regímenes explícitamente autoritarios: el totalitarismo del consumo que esclaviza los deseos, el del falso progresismo que relativiza toda verdad, el del populismo social que convierte la necesidad en chantaje, y el del nacionalismo primitivo que convierte la identidad en exclusión, todos comparten el mismo ADN: la negación de la verdad objetiva sobre el ser humano, de la libertad y la dignidad de la persona humana.

De Maduro a Putin, de la corrección política impuesta como censura cultural al tecnofeudalismo que concentra poder en plataformas digitales, la posverdad es la moneda común. Estos totalitarismos no solo oprimen físicamente, sino que corrompen interiormente: moldean conciencias, destruyen la confianza en la razón, y desdibujan la diferencia entre el bien y el mal. La manipulación emocional, la disolución de los hechos en opiniones, y el sometimiento de la verdad al interés del momento son los mecanismos con los que el nuevo totalitarismo avanza.

La respuesta no puede ser la nostalgia ni la simple denuncia, pero mucho menos puede ser la adaptación a las solicitudes mundanas de la posverdad y el relativismo. El próximo liderazgo de la Iglesia debe reconocer que la defensa de la verdad no es hoy solo una cuestión teológica, sino un acto de resistencia cultural y civilizatoria. Frente a totalitarismos que ya no necesitan campos de concentración para anular a la persona, a los que les basta muchas veces con colonizar su imaginación y su lenguaje, la voz de la Iglesia debe ser clara: hay verdades que no dependen del consenso, y hay dignidades que ningún poder puede negociar.

El Papa Juan Pablo II dejó escrito y claro en ¨Veritatis Splendor¨ que: “La libertad depende fundamentalmente de la Verdad”

La libertad espiritual y la libertad filosófica pueden y deben ser los cimientos de una nueva concepción de la libertad, impulsada con claridad y vigor por la Iglesia. Sólo uniendo la razón y la fe, sólo reconociendo que la dignidad inviolable de la persona humana y la comunidad como expresión solidaria del ser (la ecclesia) son nuestras bases innegociables, podremos ofrecer una alternativa real frente al desarraigo y la falsa emancipación que promueve la posmodernidad.

La verdadera libertad no consiste en la ausencia de límites, ni en el capricho erigido en derecho, sino en la realización plena del ser humano en la verdad y en el bien. La opresión, que hoy se expresa a través de la violencia estatal o de las tiranías culturales del consenso, y el libertinaje marcado por la disolución de todo principio objetivo, son, en realidad, dos formas del mismo sometimiento. Sólo la libertad arraigada en la dignidad humana y en la conciencia comunitaria puede resistir a ambos extremos, ofreciendo a la persona un horizonte de dignidad y responsabilidad.

Hoy podemos entender que solo seres humanos libres pueden sostener en el tiempo la libertad de las naciones. La misión de la Iglesia no puede limitarse a proteger espacios internos de autonomía espiritual, no basta con la libertad religiosa; debe también proclamar ante el mundo que sin verdad no hay libertad, sin comunidad no hay humanidad, y sin fe y razón no hay futuro para la civilización. La reconstrucción de Occidente y su voz ante el mundo, pasa por liberar al hombre moderno del espejismo de su falsa autonomía y devolverle la grandeza de ser libre en la verdad.

Por eso es tan trascendental la  importancia de los derechos humanos en la concepción cristiana del mundo, que fue defendida por el Papa Francisco cuando dijo: “Es apropiado reflexionar en profundidad sobre los fundamentos y el respeto de los derechos humanos en el mundo contemporáneo, reflexión que espero que conduzca a un compromiso renovado con la defensa de la dignidad humana¨.

Los derechos humanos deben ser afirmados en su naturaleza universal y no como productos relativos de consensos culturales pasajeros. Por eso debemos recordar que no todos los reclamos modernos caben en la definición de derecho humano: los verdaderos derechos humanos son aquellos enraizados en el derecho natural, como el derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad entendida como medio para la realización humana. Estos derechos no dependen de modas ni de ideologías: son exigencias de la naturaleza misma de la persona.

El auge de los llamados “derechos sociales” y de los “nuevos derechos posmodernos” ha provocado una profunda distorsión. Al relativizar los derechos de primera generación, como vida, libertad, propiedad, bajo una proliferación infinita de nuevos “derechos” subjetivos, se termina negando la base objetiva y natural de toda noción de derecho humano. Se pasa así de un sistema fundado en la dignidad inalienable del ser humano a un sistema de intereses fluctuantes, donde los más fuertes o los consensos momentaneos imponen su visión del bien.

El próximo papado debería comprender y promover la centralidad de los verdaderos derechos humanos, aquellos que reflejan la dignidad trascendente de la persona y su destino de libertad y responsabilidad. La Iglesia está llamada a distinguir entre la legítima defensa de los derechos naturales y la crítica serena, pero firme, a las distorsiones ideológicas que, en nombre de “nuevos derechos”, debilitan la libertad auténtica y amenazan la base misma de la civilización.

No hablamos de una batalla contra sectores, ni contra las luchas sociales en torno a los (no) derechos económicos que no tiene  la naturaleza de derecho humano, hablamos de que no se confunda la lucha por la inclusión, el respeto y el progreso, con los principios naturales de la humanidad y la dignidad central de la persona humana.

Si de allí llegamos hasta la situación económica del mundo, es claro que la preocupación por la economía y lo social están definidos en la doctrina de la Iglesia cuando el Papa Francisco dice en Fratelli Tutti: “Mientras nuestro sistema económico y social produzca una sola víctima y haya una sola persona descartada, (no) podremos celebrar la fiesta de la fraternidad universal¨
La preferencia por los pobres no es una opción ideológica, es un camino imperioso que el próximo papado debe reafirmar con claridad y profundidad. Reconocer la dignidad de los excluidos no significa avalar las falsas promesas de una oferta materialista que reduce al ser humano a víctima, consumidor o receptor pasivo. El capital y el trabajo deben ser entendidos nuevamente como instrumentos al servicio de la persona y de la comunidad, no como fines en sí mismos ni como ídolos de acumulación ilimitada.

La defensa de la libertad económica y de la propiedad privada sigue siendo esencial, pero no como una adhesión al totalitarismo del consumo ni a la lógica del lucro desenfrenado. Se trata de sostener un orden económico que sea realista y respetuoso de la naturaleza humana,  pero que sea a la vez profundamente humano, donde la creatividad, el esfuerzo y la iniciativa individual encuentren su lugar, sin tropezar con la dignidad ni el bien común. No hay justicia social verdadera en el igualitarismo impuesto, ni dignidad humana en la esclavitud del mercado absoluto. Dijo Benedicto XVI en ¨Caritas in veritate¨: Si hay confianza recíproca y generalizada, el mercado es la institución económica que permite el encuentro entre las personas, como agentes económicos que utilizan el contrato como norma de sus relaciones y que intercambian bienes y servicios de consumo para satisfacer sus necesidades y deseos.

El próximo liderazgo de la Iglesia debe promover una visión de la economía que reconcilie libertad y solidaridad, propiedad y destino común, en la que la pobreza se combata no solo con transferencias materiales, sino con el reconocimiento pleno de la capacidad creadora y responsable de cada persona, una economía digna y de oportunidades. Un orden económico justo no es aquel que elimina toda diferencia, sino aquel que pone a la riqueza y al trabajo al servicio del hombre y no al hombre al servicio de ellos.

Sobre el sufrimiento de nuestros pueblos hay conocimiento pleno de muchos cardenales, el Secretario de Estado Pietro Parolin, otro papable resonado, supo levantar su voz para decir: “La represión política en Nicaragua y Venezuela no puede ignorarse”.

En el mundo actual, la guerra es una realidad persistente y la paz, una búsqueda noble pero aún incompleta. No se trata solamente de los conflictos abiertos entre naciones, como la ocupación putinista de Ucrania, sino también de la guerra que libran los tiranos contra sus propios pueblos, de las que tenemos ejemplos oprobiosos incluso dentro de nuestro propio Occidente cristiano, como Venezuela, Cuba y Nicaragua. Allí donde la opresión se convierte en norma, la paz no puede ser entendida como simple ausencia de conflicto.

La búsqueda de la paz y la preferencia por la reconciliación deben ser siempre el primer camino, pero no a costa de abdicar ante el mal. Desde Santo Tomás de Aquino hasta la doctrina social más reciente, la Iglesia reconoce que existe un derecho, e incluso un deber, de resistencia ante la tiranía. Cuando los derechos fundamentales son suprimidos y la dignidad humana pisoteada, la rebelión justa no es sólo comprensible, sino moralmente aceptable.

El próximo papado debe acompañar con lucidez y esperanza a quienes, en medio del sufrimiento, luchan por la libertad frente a la opresión, sin caer en el relativismo que iguala al tirano con su víctima ni en el pacifismo que abdica del deber de justicia.

Pero en definitiva, el rol principal de la iglesia es espiritual: “La fe cristiana no es una teoría sobre el Ser de los seres, el origen del universo, la evolución de la vida orgánica o la hominización de nuestra especie. Es una relación personal con Jesús¨  supo sentenciar el Cardenal Gerhard Müller, también eminente teólogo.

Todo el esfuerzo por reconstruir Occidente y renovar el papel de la Iglesia sería estéril si no volvemos al fundamento espiritual que le da sentido. Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, es el origen y el fin del camino de la Iglesia. No se trata simplemente de sostener una doctrina, una estructura o una tradición cultural: se trata de recorrer, personal y comunitariamente, el camino de la imitación de Cristo, haciendo de su vida, su sacrificio y su resurrección el centro de nuestro ser y actuar en el mundo.

La verdadera revolución cristiana es la santificación de la vida cotidiana, como enseñó San Josemaría Escrivá: encontrar a Dios en el trabajo, en el esfuerzo honesto, en el servicio a los demás. A la vez, como recordó San Ignacio de Loyola, el sentido último de toda vida cristiana es “buscar y hallar a Dios en todas las cosas”, y vivir para su mayor gloria. La fe no puede reducirse a un conjunto de fórmulas repetidas: debe ser una transformación interior que se proyecta en la cultura, en la política, en la economía, en el arte, en toda la vida humana.

El próximo papado debería recordar que la Iglesia no puede ser un refugio dogmático, tiene que ser un camino espiritual abierto hacia la plenitud del hombre en Dios. Los ciudadanos del mundo, los creyentes, el mundo laico, espera una Iglesia que invite a cada persona a santificar su vida diaria, a buscar la verdad con la razón iluminada por la fe, y a configurarse cada vez más con Cristo, una iglesia que podrá ofrecer al mundo algo más grande que respuestas ideológicas: el único camino hacia la verdadera libertad y la verdadera paz.

El Cardenal Koch señala una ruta al decir “Es necesario buscar un tercer camino en la fe católica, más allá del conformismo secularista y del fundamentalismo separatista¨.

¿No es acaso la falsa discusión entre progresistas y tradicionalistas una dicotomía que disfraza los verdaderos retos de la Iglesia y de los cristianos en nuestro tiempo?

Debemos, como cristianos, confiar en el cónclave, y en el Espíritu Santo, pero ¿acaso estamos obligados a avalar acríticamente cada decisión de una Curia y una jerarquía que, tantas veces, camina entre la cal y la arena, entre la santidad y los errores?

¿Puede separarse la dimensión humana de la Iglesia de su dimensión espiritual?

Las respuestas nos serán dadas por el futuro de la Iglesia y el futuro de la humanidad en un entorno de retroceso cultural, democrático y espiritual sin precedentes. Frente al reto de nuevos poderes y nuevas tecnologías que son al mismo tiempo herramienta del progreso y amenazas a la razón, la dignidad y la libertad de los seres humanos.

Erick Obermaier Varela*

Periodista y Consultor político.

Leer también: El funeral del Papa Francisco un plebiscito de aprobación a un pontificado transformador

 

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