Cardenal Baltazar Porras Cardozo
Se afirma con frecuencia, y con razón, que el sentido común es el menos común de los sentidos. Algo parece que podemos preguntarnos acerca del bien común. Un concepto en teoría muy bello, pero que se queda en los libros, pues su realización da la impresión de que fuera algo imposible. El egoísmo de personas, instituciones e ideologías va por delante de cualquier otra consideración. Los Estados, que deberían ser los primeros garantes del bien común, permiten y promueven instituciones para ocultar ese bien y convertirlo en coto privado de unos pocos. Se habla tanto de corrupción y anticorrupción, de la urgencia de la transparencia en los asuntos públicos…, y abundan las denuncias que ponen al descubierto las maneras, supuestamente legales, para burlar los controles necesarios para evitar los abusos. Un ejemplo claro, los paraísos fiscales. ¿No hay poder en el mundo capaz de evitar estos monstruos del saqueo y aprovechamiento ilícito de las riquezas que corresponden a todos?
Pero bajemos a la realidad ramplona de nuestro país. Me consigo con esta joya del Concilio Plenario de Venezuela (CPV), en su documento sobre la evangelización de la cultura en Venezuela (2006), que prefiero transcribir como preámbulo a nuestra reflexión. Entre los núcleos problemáticos, resultantes del análisis de la memoria histórica, la realidad contemporánea y sus tendencias, nos dice el CPV:
En el ámbito político-institucional: El deterioro y la fragilidad progresivos de lo público-político como servicio al bien común y garantía de vigencia del estado de derecho democrático, plantean una serie de problemas, relativos al ejercicio de la libertad del ser humano en cuanto ser social. El bien común y el estado de derecho experimentan la presión de los intereses sociales del mercado y del ejercicio del poder y de la justicia, cuya alteración o negación generan intolerancia, violencia y exclusión. (n. 55)
Vemos aquí retratada la situación actual que padecemos. Lo público-político ha sufrido un deterioro y una fragilidad que lo hace casi inexistente. La indefensión lleva a la injusticia y a la búsqueda de soluciones al margen de la ley. ¿Es más responsable el grupo de personas que linchan a un delincuente que las autoridades que no garantizan, porque no actúan, el control del hampa para que la seguridad de los ciudadanos se sienta protegida? Este deterioro debilita la libertad personal y social convirtiendo a la democracia en un fantasma, pues el sujeto de la misma se trastoca: de estar en y para el pueblo, en instrumento de dominación y manipulación de quienes ejercen el poder.
La presión de intereses de una parcialidad, para el enriquecimiento y la concentración de los poderes, generan intolerancia, violencia y exclusión. Por supuesto que la tentación de “intereses particulares” no es coto exclusivo de los políticos. Todas las instituciones, empresariales, gremiales, educativas, artísticas, medios de comunicación y hasta las iglesias, a cuyo frente están personas de carne y hueso, con las potencialidades y limitaciones propias de nuestra condición, tenemos la obligación de cotejar y compartir las normas éticas que guían nuestros actos, en los que privan los intereses comunes, el bien común, por encima del “supuesto bien” del partido o del grupo.
Los humanos somos esclavos de los sistemas de convivencia en los que nos movemos. Hemos repetido hasta la saciedad que, con paños calientes, con respuestas cosméticas, no se camina hacia la necesaria equidad. En Venezuela ha quedado al descubierto que el sistema en el que estamos sumidos no tiene futuro; más aún, se hace imposible pensar que mantenerlo bajo los parámetros actuales conduzca hacia un mayor bienestar, hacia un bien común compartido. A lo más estamos ante la imagen del rico Epulón. Los pobres, las mayorías, no pueden resignarse a sobrevivir de las migajas que caen de la mesa del Señor. Los populismos, la repartición de algunos bienes a los que hay que agradecer como si fuéramos pedigüeños, rebajan la condición humana a niveles increíbles de degradación, pues sin libertad y creatividad, sin igualdad de oportunidades no hay posibilidades de una sociedad en paz y progreso.
Pero, puede resultar cómodo para quienes tenemos responsabilidades religiosas ver desde fuera, y hacer diagnóstico y establecer responsabilidades como si fuéramos forasteros o simples espectadores de una realidad que no nos compete. De nuevo el CPV nos indicó que “[…] la Iglesia está llamada a fomentar en sus diversas instancias y entre todos sus miembros, una vivencia más intensa de la caridad y la solidaridad en orden al logro del bien común” (La contribución de la Iglesia a la gestación de una Nueva Sociedad, n. 128).
La necesidad de cambio de mentalidad, en términos religiosos, la conversión del corazón, es estar atentos a la invitación del Señor: “Conviértanse y crean en la Buena Noticia” (Mc.1,15). El reciente mensaje del papa Francisco para la Jornada Mundial de los Pobres 2021, pone el dedo en la llaga, y escuece, molesta, pues desnuda una realidad que no queremos asumir plenamente. La pandemia ha destapado una crisis que no queríamos ver y que se ve potenciada por el sufrimiento y la muerte, en la que los más afectados son las personas más vulnerables, privadas de los bienes de primera necesidad, que no es otro que la vida, y en condiciones de poder aportar con el trabajo, la ciencia y la solidaridad, algo positivo y no ser una carga insoportable y detestable para la sociedad.
La creciente desconfianza de la población venezolana ante las instituciones públicas, y la indiferencia ante tantos procesos electorales que son como fuegos artificiales, momentánea ilusión que se apaga y no deja huella estable. La pobreza requiere de un enfoque diferente. Nos dice el papa Francisco en el mensaje al que hicimos referencia:
Es un reto que los gobiernos y las instituciones mundiales deben afrontar con un modelo social previsor, capaz de responder a las nuevas formas de pobreza que afectan al mundo y que marcarán las próximas décadas de forma decisiva. Si se margina a los pobres, como si fueran los culpables de su condición, entonces el concepto mismo de democracia se pone en crisis y toda política social se vuelve un fracaso. (n.7)
Para consolidar el bien común es necesario que cada uno de nosotros, como ciudadanos y como creyentes, seamos protagonistas, actores de primera línea de nuestro presente y futuro. La ciudadanía se ejerce actuando, participando, proponiendo, con paciencia, pero con constancia, con corazón libre de odios y exclusiones. Nada agradable a primera vista, pero sin sacrificio, sin mirar el bien del otro antes que el propio, no hay camino de solución, pues cada uno nos creemos indispensables y portadores absolutos de la verdad y del bien.
En otro orden de cosas, o mejor, en el urgente camino de renovar la presencia creyente en el mundo, se nos pide conciencia sinodal. Es decir, caminar juntos, roturando caminos en los que todos contribuyamos según nuestras capacidades y responsabilidades, sin privilegios ni posturas de mando que nos convierte en sumisos soldados que no tenemos más remedio que cumplir órdenes. Ser ciudadano y creyente auténtico nos pide que no nos preguntemos si hay pobres; los pobres están entre nosotros. “Qué evangélico sería si pudiéramos decir con toda verdad: también nosotros somos pobres, porque sólo así lograremos reconocerlos realmente y hacerlos parte de nuestra vida e instrumentos de salvación” (n.9).
El bien común no admite delegaciones, sino involucrarnos en un compartir la vida. Ejemplos tenemos y muy cerca: primero en el beato José Gregorio Hernández que toca a las puertas de nuestros corazones, pero, más cerca aún, a tantas y tantos que en este tiempo de pandemia lo han dado todo, hasta la vida, por salvar la de otros. Así se construye el bien común, hagámoslo “viral” –como dicen ahora– para que nos mueva a descubrir y poner en marcha nuevos caminos de verdad comunes. Es el reto que abre a la esperanza horizontes insospechados. Y es posible.