Germán Briceño Colmenares*
El gran proyecto de reconstrucción de la democracia y la prosperidad en Europa se basó en la derrota de la ignorancia y la miseria. Tras el horror del nazismo, el humanismo cristiano surgía como una luminosa fuerza de esperanza para fundar los cimientos de la regeneración de un país en ruinas sobre la base de valores espirituales, y la generación de lazos de confianza donde antes hubo riña… ¿Servirá de inspiración el caso europeo para los venezolanos? El tiempo y la emergencia de nuevos liderazgos lo dirán…
Si en el verano de 1945 alguien hubiera predicho que, en menos de una generación, Europa habría de convertirse en una de las regiones más prósperas, libres y pacíficas del mundo, lo habrían tildado de iluso o directamente de loco. Fue exactamente eso lo que ocurrió, y el hecho de que pocos pensaran que podía suceder indica que no se trataba de algo obvio, necesario o inevitable. Muy por el contrario, la construcción del milagro alemán –y por extensión europeo, pues tanto vencedores como vencidos habían quedado hechos añicos al final de la guerra– fue producto de un esfuerzo deliberado y sostenido por enterrar rencores, enmendar entuertos, y corregir rumbos que habían llevado al continente a dos conflagraciones atroces en un cuarto de siglo, como colofón de una larga historia de conflictos internos y supranacionales.
La derrota de Hitler y los jinetes de la guerra significó también una derrota de la guerra misma como instrumento de expansión y dominación, desterrada desde entonces del mapa de Europa occidental, con la lamentable excepción de la tragedia de los Balcanes. Esta voluntad de sepultar para siempre los ánimos belicistas pasó por la construcción de una relación de estrecha cooperación y confianza entre las naciones europeas –que surgió, a su vez, de la sintonía y la franqueza cultivadas de buena fe entre sus líderes–, haciendo buena la frase de Robert Schuman de que una guerra entre Alemania y Francia no solo debía resultar impensable, sino materialmente imposible (a propósito de Schuman, quien en vida fuera un auténtico monje laico, hará unos tres meses que el papa Francisco lo declaró venerable, abriéndole un probable camino a los altares, destacando sus virtudes heroicas en el ejercicio de la política como servicio).
Después de la espantosa destrucción a sangre y fuego de sus países, varios de esos líderes europeos, de los que hablábamos en estas páginas hace unos días, se dieron a la tarea de reconstruir la confianza perdida y sentar las bases de un nuevo proyecto erigido sobre la mutua colaboración y la unidad económica y política. Probablemente fue Konrad Adenauer quién mejor plasmó el nuevo ideal europeo, durante su primera visita a París como canciller:
Nos parece hoy que no está lejos el día en que los pueblos europeos, plenos de libertad y de derechos, podrán unirse en una casa común que lleva el muy venerado nombre de Europa. Esta Europa verdaderamente nueva, esta casa paterna y común de todos los europeos debe ser la ciudadela de la tradición occidental y cristiana, una fuente de fuerza espiritual y un lugar de trabajo pacífico.
Se trataba de un puñado de hombres de mediana e incluso avanzada edad, que habían sido perseguidos, hostigados y marginados, o se habían mantenido en la resistencia durante la guerra, forjando su carácter en un entorno de lucha contra la adversidad. A pesar de ello, nunca perdieron la fe en que otro modo de hacer las cosas era posible. No permitieron que su esperanza sucumbiera a la debacle. Todos ellos supieron entender que no habría paz, seguridad y prosperidad para ningún europeo, a menos que las hubiera para todos.
Tampoco se rindieron a la idea de que la vejez fuera un obstáculo para recomenzar: Adenauer, de 70 años, apenas acabada la guerra no dudó en recorrer Alemania armando un equipo para abordar la reconstrucción a partir de valores cristianos que unieran a protestantes y católicos. Tras el horror del nazismo, el humanismo cristiano surgía como una luminosa fuerza de esperanza. Adenauer confiaba en que esos valores espirituales cimentaran la regeneración de un país en ruinas, proyecto que cristalizó en la fundación de la Unión Democristiana (CDU), a cuya cabeza ocuparía la Cancillería durante casi tres lustros.
La historia tras bambalinas, como decíamos, se tejió sobre la base de urdir paulatinamente lazos de confianza mutua entre personas que no se conocían demasiado, provenientes de países que fueron enemigos acérrimos. Mediante el diálogo personal –las más de las veces alejado de los micrófonos y los flashes–, expectativas basadas en lo posible y lo real, una comunión de principios en torno al humanismo cristiano (en el que también tenía cabida el humanismo de los no creyentes), y la búsqueda del consenso, se acabó por dar forma a un proyecto de mínimos, pero con ilimitadas posibilidades de desarrollo, como lo ha terminado por demostrar el paso del tiempo.
En ese sano empeño de primar lo concreto y lo posible sobre lo etéreo y utópico, la Declaración Schuman del 9 de mayo de 1950, que se proponía ir formalizando lo informal para llevarlo poco a poco del plano personal al plano institucional, utilizó como pretexto para echar a andar el proyecto europeo la explotación conjunta del carbón y del acero; reconociendo que Europa no se haría de una vez ni en una obra de conjunto, sino que se haría gracias a realizaciones concretas, que crearan en primer lugar una solidaridad de hecho. Una solidaridad que andando el tiempo tendría poco que ver con carbón y acero, y mucho con democracia y economía social de mercado como antídotos contra el fascismo y el comunismo.
En definitiva, el gran proyecto de reconstrucción de la democracia y la prosperidad en Europa se basó en la derrota de sus dos archienemigos, como los llamó el filósofo Fernando Savater, que no eran por cierto los países vecinos o los adversarios políticos, sino la ignorancia y la miseria.
*Abogado y escritor. Miembro del Consejo de Redacción de la revista SIC.