Noel Álvarez
En el mundo contemporáneo, algunos políticos piensan que es fundamental conquistar la opinión pública sin que importen los medios utilizados para ello. En esa estrategia se anotan los demagogos para obtener el voto de los incautos. Por consiguiente, el factor demagogia aparece de forma frecuente en los procesos electorales. A menudo se acusa a la democracia de ser demagógica en su esencia, ya que, los candidatos a cargos de elección popular, intentan convencer al electorado mediante diversas herramientas de marketing político, las cuales, no siempre se identifican con el debate honesto y frontal de las ideas.
El demagogo es por esencia una persona irresponsable, egoísta, guiada por una irreprimible ansia de mando, él no piensa en el interés general y se parapeta detrás de la multitud para darle curso a su lujuria de poder. La demagogia juega un rol vital en escenarios políticos polarizados, ya que arrastra a las masas hacia un pensamiento en apariencia simple, lo cual conviene a uno u otro bando, ya que, genera solidaridades y rechazos automáticos. La división del espectro político solo puede lograrse mediante un discurso manipulador que resalte valores absolutos y opuestos, tales como: la paz y la guerra; la justicia y la impunidad; la seguridad y el delito, entre otros.
¿Qué es la demagogia? En el mundo antiguo, esta palabra significaba el estilo oratorio de los políticos. En palabras simples, se consideraba el control de los puntos de vista y las opiniones de las personas. El demagogo era el político que conseguía que se votaran favorablemente sus propuestas, ya que tenía una elevada capacidad de convencimiento, considerada como una virtud. La palabra “demagogia” fue usada por primera vez en la comedia Los caballeros de Aristófanes, en el 424 a.C. El término tenía una acepción neutral e indicaba simplemente la “guía política de la ciudad”, entendida esta como la actividad política desarrollada en posiciones de mando. Sin embargo, rápidamente la demagogia se volvió una “mala” palabra, un epíteto que sirve para calificar negativamente el modo de hacer política de quien busca los consensos fáciles.
Aristóteles definió al demagogo como un “adulador del pueblo”. Platón enmarcó en esta clase a los sofistas, cuyo saber, según él, se reducía a la capacidad de adivinar los gustos y los deseos de las masas: “lo único que enseñan es precisamente las opiniones que la masa misma expresa cuando se reúne, y a esto le llaman saber”. La historia de la humanidad muestra que nunca han faltado suplicantes de seguridad social, carne de clientelismo, aspirantes a la servidumbre voluntaria y a la sumisión. Los estratos más humildes de la población, carentes de la posibilidad de cultivar la mente, resultan particularmente vulnerables a las promesas de los demagogos.
En la Atenas democrática hubo dos oscuros demagogos: Cleón e Hipérbolo, causantes de grandes alborotos en las asambleas públicas. El primero, vendedor de aceitunas negras, arremetió contra Pericles y contra Fidias. Un día gritó en el ágora: “¡Ese Fidias es un ladrón! ¡Ese corrupto se cogió el oro y cuidado si tiene un chanchullo montado con Pericles!”. Por tales comentarios contra el gobernador de Atenas, Cleón no fue perseguido, ni encarcelado, porque la democracia helénica, a diferencia de regímenes contemporáneos, daba cabida a todas las opiniones, incluidas las de los demagogos y agitadores.
Hipérbolo fue el segundo de los demagogos, este oscuro personaje adulaba al Demos en las asambleas públicas y pretendía seducirlo para sus propósitos. Era exaltado, violento, disociador, inescrupuloso, irresponsable y cínico. No obstante, hubo un momento en que tuvo influencia en el ágora. Cuando el general ateniense, Nicias, concluyó el acuerdo de paz con Esparta en el año 421 a.C. Hipérbolo se lanzó despiadadamente contra él. En aquel entonces, funcionaba en Atenas la institución del Ostracismo: expulsión de la Polis por 10 años. Medida aplicada a quienes la asamblea popular calificaba como indeseables. Cada votante escribía en el óstrakon —tejuelo en forma de concha— el nombre de la persona a quien quería desterrar. Hipérbolo pidió el destierro de Nicias, pero la asamblea decidió desterrarlo a él.
Antaño, el demagogo se ganaba el fervor de la muchedumbre concentrada en el ágora, anunciando un mañana en que la patria sería más rica, más grande y más poderosa, sin cultivos organopónicos, ni gallineros verticales. Auguraban el advenimiento del “Estado de Bienestar”, es decir, ese estar, cómodamente, a la espera de un mundo mejor. “Hoy, hay que desmelenarse, porque mañana, todos serán calvos”, decía un refrán griego para referirse a quienes creían en los demagogos. Se les caía el pelo esperando el cumplimiento de las promesas y al final los dejaban en el limbo. Hogaño, según yo veo las cosas, a partir del 21 de noviembre, en nuestro país tendremos un océano de calvos.
El filósofo francés André Comte-Sponville dice: “la esperanza es un deseo cuya satisfacción no depende de nosotros. Esperar es desear sin gozar, desear sin saber y desear sin poder”. Dicho en términos más coloquiales, para quienes se tragan el cuento de los revolucionarios, según sentencia atribuida al actor norteamericano John Wayne: “La vida es muy dura, pero es más dura cuando eres estúpido”.