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Edificio Centro Valores, local 2, Esquina de la Luneta, Caracas, Venezuela.

Es necesario reiniciar la descentralización

Manuel Rachadell*

REVISTA SIC 752

Bajo el segundo gobierno de Caldera algunos de sus altos funcionarios, sobre todo al principio, asimilaron la  descentralización a la privatización y llegaron a considerar que ambas políticas eran parte de una estrategia para desmontar el Estado nacional

3.1.1_ARCHIVO GUMILLA

En toda su historia, Venezuela ha llevado adelante un proceso de descentralización solamente durante una década: de 1988 a 1998. Con el ascenso al poder de Guzmán Blanco, en 1870, comenzó en Venezuela un proceso de centralización del país y de la Administración Pública –no necesariamente inconveniente, al menos durante un siglo–, que se potenció con Cipriano Castro, se consolidó con Juan Vicente Gómez, se incrementó con Pérez Jiménez y se manifestó en la República civil que tuvimos a partir de 1958, hasta que se inicia la descentralización. De modo que el fin de la República civil coincide con la terminación del período de la descentralización.

Podría decirse que la tendencia natural del país es hacia el centralismo progresivo pero, en esa década, las fuerzas democráticas bajo el liderazgo de la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado (Copre) emprendieron una lucha contra la corriente.  La experiencia de la descentralización constituyó una revolución en el funcionamiento del Estado y de la Administración Pública, y la vuelta al centralismo –ahora galopante–, realizada por el actual Gobierno, es una verdadera contrarrevolución.

Desde los primeros momentos la descentralización comenzó a dar sus frutos en cuanto al incremento de la eficiencia en el funcionamiento del aparato público, y estudios de 1998 demostraron que los recursos administrados por los estados y los municipios tenían mejor rendimiento que los encomendados al Poder Ejecutivo[1]. Pero ese proceso no se cumplió en forma lineal. Bajo el segundo gobierno de Caldera algunos de sus altos funcionarios, sobre todo al principio, asimilaron la  descentralización a la privatización y llegaron a considerar que ambas políticas eran parte de una estrategia para desmontar el Estado nacional. Pero lo que queremos destacar ahora es que cuando en 1999 se da por concluido el período de la descentralización, a pesar de las declaraciones contenidas en la Constitución sancionada ese año, ese proceso no se había consolidado y, en muchos aspectos, tenía aún carácter experimental.

La situación actual de funcionamiento de los servicios dependientes del Estado, caracterizados estos por la ineficiencia, la ausencia de control, la corrupción y el clientelismo, la partidización, la discriminación hacia los adversarios del régimen y el irrespeto a los derechos humanos, no puede mantenerse indefinidamente. Llegado el momento, cuando las condiciones políticas lo permitan o la situación de  la economía lo imponga, será necesario acometer una reforma profunda del Estado. Sin que podamos vaticinar el tiempo en que ello ocurrirá, debemos prepararnos desde ya para ese proceso y comenzar a discutir sobre los lineamientos que deberá tener la necesaria recomposición del Estado, de la Administración Pública y de la vida social.

Una de las líneas maestras que, a estos efectos, deberá tenerse presente, es la necesidad de descentralizar el aparato público. No se trata de restablecer la descentralización –en realidad nunca estuvo realmente establecida–, sino de reiniciarla, no sin antes revisar los supuestos que tuvo el proceso en la década referida y corregir los errores en que pudiera haberse incurrido. A estos fines, se nos ocurre que como puntos de partida para la reflexión podrían considerarse estos aspectos:

En primer lugar,  hay que diseñar unas instituciones locales muy cercanas a los ciudadanos, que estos las sientan como propias y que constituyan, realmente, una escuela para la democracia. En este sentido no podemos menos que recordar el clamor reiterado de Allan R. Brewer-Carías, quien señalaba en 2001 que mientras en Venezuela hay 338 municipios, en Francia hay 36 mil 559 entes locales, lo que hace que en nuestro país tengamos un promedio de 71 mil 715 habitantes por municipio, mientras que en Francia el promedio es de mil 613 habitantes por municipio. En otros países el promedio es mayor, pero la tendencia a acercar el municipio a los ciudadanos es similar: España tiene 8 mil 082 municipios, con un promedio de población de 4 mil 825 habitantes; en Austria hay 2 mil 353 municipios, con un promedio de población de 3 mil 400 habitantes. En Italia hay 8 mil 104 municipios, con un promedio de 7 mil 157 habitantes; en Suiza hay 3 mil municipios con un promedio de 2 mil 333 habitantes; en Alemania hay 16 mil 121 municipios, con un promedio de 5 mil 086 habitantes. Estas cifras no están alejadas de la situación existente en Estados Unidos y en Canadá mientras que, por contraste, en el resto de América Latina encontramos un panorama parecido al de Venezuela. De allí concluye el autor citado que:

… la clave de la democracia de participación está, precisamente, en acercar el Poder al ciudadano, para que pueda efectivamente participar. Por ello, en nuestros países, mientras la autoridad local esté tan alejada del ciudadano, no llegaremos a ser efectiva y cotidianamente democráticos[2].

Pero los municipios que se creen bajo estos principios no pueden tener todos la misma estructura, ni la proliferación de entes locales puede significar un incremento desproporcionado del gasto local en mantener autoridades y burocracia. En la Administración comparada encontramos que, en los municipios de menor tamaño, la gestión de los servicios se encomienda a funcionarios ad-honorem. En general, en los países avanzados no encontramos empleados municipales con guardaespaldas, carros oficiales, choferes, teléfonos móviles, gastos de representación y otras facilidades, a cargo del presupuesto local.3.1.2_EL RADAR DE LOS BARRIOS

En segundo lugar, la función del municipio es prestar servicios de carácter local con la mayor eficiencia, no distribuir dinero entre los habitantes que apoyan al Gobierno. La política clientelar es incompatible con la actuación de los municipios y, en general, de los entes públicos. Ello no excluye que estos entes puedan, o incluso deban, participar en el otorgamiento de prestaciones a las personas de menores recursos, en cumplimiento del imperativo de la solidaridad social. Pero en todo caso, estas funciones deben cumplirse con objetividad, de acuerdo a la situación real de las familias, sin discriminaciones y sin vincularlas a la adhesión a un grupo político determinado, como se viene haciendo. En cambio, lo que sí debe impedirse  es la intromisión del Gobierno nacional en la autorización para el funcionamiento de mecanismos de participación, como se ha venido haciendo con el llamado poder popular, con fines político-partidistas.

En tercer lugar, hay que introducir modificaciones en el funcionamiento de los estados. La reelección indefinida de los gobernadores o la permanencia de grupos familiares en el gobierno estadal son inconvenientes y hay que promulgar normas que pongan coto a esas situaciones. Es indispensable determinar, con la mayor precisión posible, las competencias y los recursos que incumben a los estados con respecto a los otros niveles del poder público, incluyendo los distritos metropolitanos, el Distrito Capital y las demás figuras previstas en la Constitución, y hay que potenciar los mecanismos de control, tanto social como formal, en todos los niveles del Estado.

En cuarto lugar, hay que restablecer la vigencia de los criterios sobre distribución de recursos públicos que fueron consagrados en la Constitución de 1999 y que han sido puestos de lado por interpretaciones ilícitas del Gobierno y del Tribunal Supremo de Justicia, y por leyes y decretos-leyes inconstitucionales. En particular, debemos regresar al punto de partida de la Constitución vigente en cuanto al Situado que corresponde a los estados y a los municipios y terminar la práctica, viciada y totalmente lesiva al ordenamiento constitucional, de la existencia de fondos paralelos, sin aprobación parlamentaria y sin control, que restan recursos a los entes subnacionales.

En quinto lugar, es indispensable definir las relaciones de cooperación y de comunión que deben existir entre los diferentes ámbitos y niveles del poder público. Para ello hay que descartar la idea de que entre el Poder Ejecutivo, las entidades federales y los entes municipales existen vínculos de supra y subordinación, en virtud de los cuales el primero ordena y los demás obedecen, o de que las relaciones entre ellos pueden estar regidas por el interés de competir. A estos fines, la unidad de acción entre las diferentes instituciones que integran el Estado venezolano debe lograrse principalmente mediante la discusión y aprobación de planes de desarrollo, de modo que los planes de ámbito más amplio se integren con los planes de menor extensión y que ello sea el resultado del diálogo y la consulta. En este sentido debemos señalar que durante la década de la descentralización no se le dio la debida importancia al establecimiento de un sistema concertado de planificación que pudiera producir planes nacionales, sectoriales, regionales, locales y de ordenación del territorio, debidamente armonizados entre ellos, y también que la planificación ha estado totalmente ausente en la actuación del gobierno que nos ha regido desde 1999, como no sea en el aspecto político, para asegurar y prolongar su permanencia en el ejercicio del poder.

Ante la posibilidad cierta de un cambio de régimen político en un plazo que puede ser corto o mediano, estimamos necesario que en los diferentes sectores de la sociedad democrática se comiencen los estudios y la discusión sobre las características que deberá tener el proceso de descentralización a reiniciarse en el país para hacer al Estado más eficiente y a la sociedad más democrática, tal como fueron los objetivos que se le asignaron a la Copre cuando se creó en 1985. El esquema de descentralización que resulte del debate nacional deberá poder llevar a los sectores más desfavorecidos de la población la seguridad de que va a comenzar una nueva etapa en la vida del país en la que se abrirán amplias posibilidades para el progreso social, familiar y personal, en un clima de paz, seguridad y solidaridad.

*Profesor de Derecho Administrativo de la UCV.


[1] Véase: HERNÁNDEZ, Angel G. (1998) (coord.): La Descentralización. Diálogo para el desarrollo. Caracas: Banco Mundial, PNUD, BID, Editorial Nueva Sociedad, p. 172 y ss.

[2]El Municipio, la descentralización política y la democracia”. Ponencia al XXV Congreso Iberoamericano de Municipios. Guadalajara, Jalisco, México. 23 al 26 de octubre del 2001. México, 2003. pp. 53-6

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