Pedro Trigo, s.j.*
El sesgo doctrinario que desgraciadamente ha acompañado a la Iglesia latinoamericana ha tenido como consecuencia que, a los pobres, se les vea como menores de edad y que no se reconozca su jerarquía espiritual
El nuevo obispo de Roma, Francisco, sorpresivamente para la mayoría, recogió en su primera comparecencia ante la prensa internacional el gran anhelo del inspirador del concilio, Juan XXIII, que quería una Iglesia de todos y principalmente una Iglesia de los pobres[1]. Dijo: “¡Cómo me gustaría una Iglesia pobre, para los pobres!”.
Juan XXIII se había referido a la Iglesia como una Iglesia de todos pero especialmente de los pobres. Esta afirmación puede entenderse, de menos a más, como una Iglesia para todos y especialmente para los pobres, en el sentido restringido de que todos y especialmente los pobres son destinatarios de la acción de la Iglesia, que se distinguiría de ellos, o como una Iglesia en la que todos se sientan en su casa, especialmente los pobres, en el sentido de un ámbito abierto, que todos y especialmente los pobres puedan hacer suyo, o como una Iglesia en la que todos sean sujetos, especialmente los pobres.
Es claro que el Concilio, aunque de modo excesivamente parco, lo entendió de las tres maneras, incluso de la tercera. En primer lugar porque se entendió a sí misma como un sacramento de salvación universal y de la unión de todo el género humano (LG 1,1;2,9) y consideró que de algún modo todos pertenecían o se ordenaban a ella y en ese sentido que en ella cabían todos (LG 2,13-16); pero, sobre todo, porque reconoció que la Iglesia somos todos los bautizados, en cuanto cristianos (LG 2,9), y no solo la institución eclesiástica, que, como tal, es una mera función, necesaria, pero transitoria. Y porque dentro del pueblo de Dios reconoció en los pobres, “la imagen de su Fundador pobre” (LG 1,8).
También el Concilio se refirió a la Iglesia pobre: “Más como Cristo efectuó la redención en la pobreza y en la persecución, así la Iglesia es llamada a seguir ese mismo camino para comunicar a los seres humanos los frutos de la salvación” (LG 1,8).
Como se ve, este anhelo del corazón del Papa Francisco está enraizado en lo más genuino del Concilio, viene, sin duda, del Espíritu y, por eso, todo lo que conduzca a ponerlo en práctica es de Dios.
Lo primero que podemos hacer como católicos venezolanos es hacer un examen de conciencia sobre dónde estamos como Iglesia respecto de este anhelo, para caminar desde donde estamos hacia donde nos llama Dios.
Sí lo es, pero no lo reconoce
Creo que, en gran medida, la respuesta a si somos una Iglesia pobre y de los pobres es afirmativa, ya que la mayoría del pueblo de Dios (que eso es la Iglesia) es gente pobre abierta a los pobres. Si mantenemos la perspectiva del Concilio Vaticano II, para quien la Iglesia somos todos los cristianos, lo que haya que complementar a esta afirmación básica no puede desmentirla porque la mayoría de los católicos venezolanos son pobres. En este sentido también tenemos que afirmar que, de hecho, los pobres con espíritu constituyen el corazón de nuestra Iglesia ya que ellos forman su verdadera jerarquía espiritual (que no tienen ningún deseo de sustituir a la ministerial) y ellos son, principalmente, quienes transmiten la fe como una llama prende a otra llama y quienes evangelizan con su vida y dando razón de su esperanza. Podemos calificar lo que acabamos de decir como el Hecho Mayor de nuestra Iglesia. Que es la fuente de nuestra esperanza.
Ahora bien, una cosa es que de hecho nuestra Iglesia sea, en gran medida, una Iglesia de los pobres y para los pobres y otra, bien distinta, que tenga conciencia de ello. Si preguntamos por la conciencia, hay que responder que no tenemos conciencia de que sea así. Los pobres con espíritu se sienten en la Iglesia, ella es su casa y se relacionan con los otros como hermanos en la fe; pero lo viven como algo que sucede por la misericordia de Dios que los ha llamado y no se preguntan por su lugar en la Iglesia ni por su ser Iglesia. Les basta con saberse dentro, acogidos por Dios y animados por su Espíritu, y aceptan la mediación de los ministros con naturalidad, ya que, obviamente, ninguno de ellos lo es.
Por eso, para quienes siguen identificando a la Iglesia con la institución eclesiástica, que son la mayoría, tanto de los que se consideran en la Iglesia, como de los que son cristianos sin afiliación, como de los que no son católicos o cristianos, no tiene sentido lo que estamos diciendo. Según la opinión establecida, que sigue dando la pauta, la Iglesia es la institución eclesiástica. Así lo cree en la práctica la mayoría y casi la totalidad de ella, aunque una parte, incluidos la mayoría de los obispos, confiesen, cuando se les hace la pregunta explícita, que la Iglesia somos todos, todo el pueblo de Dios, en el que están en lugar destacado los pobres. Pero una cosa es lo que se profesa y otra lo que se vive en la cotidianidad y cuando se tienen que tomar decisiones.
Pues bien, para ese sentir obvio que identifica Iglesia e institución eclesiástica, la Iglesia venezolana no es una Iglesia pobre ni de los pobres. Al respecto matizaría, porque si bien es verdad que los obispos y los curas no son (somos) pobres, también lo es que la inmensa mayoría tampoco son ricos ni de clase media alta o media, sino de clase media baja o de clase popular, y para bastantes de ellos su referencia primordial es también gente de clase popular o media baja, y además un grupo minoritario optan decididamente por los pobres y, en ese sentido, forman parte de la Iglesia de los pobres, no solo porque vivan principalmente para ellos sino también porque consideran lo que dijimos al principio: que los pobres forman, en la realidad, el corazón de la Iglesia y son los que más viven y comunican la fe y, en particular, los que se la alimentan a ellos, que son sus pastores fraternos, no una fe ideológica, doctrinal sino la fe que salva: la entrega confiada en las manos de Dios, en el Dios de Jesús para que dirija sus vidas.
Así pues, se da la paradoja que es precisamente una parte minoritaria, pero significativa, de la institución eclesiástica la que sostiene la afirmación primera de que la mayoría, lo más vivo de la Iglesia venezolana, sí es pobre y vive abierta a los pobres. Tal vez ellos son en el país los únicos que sostienen esa tesis y son capaces de argumentarla y, sobre todo, la experimentan gozosamente.
Los responsables y los que dan el tono no van en esa dirección
Ahora bien, dicho esto, sí habría que insistir complementariamente que la inmensa mayoría de la institución eclesiástica y del resto del pueblo de Dios no pobre está muy lejos de sacar consecuencias de ese Hecho Mayor. Una parte considerable simplemente no lo reconoce y quienes sí lo reconocen no lo reconocen como algo que los ataña y, menos aún, como una buena nueva para sus personas. Y por eso, ni se reconoce la excelencia cristiana de los pobres, ni se los acompaña y apoya, ni, muchísimo menos, se ponen en su discipulado.
Incluso esto último, para la mayoría de los cristianos, parece una afirmación sin sentido porque piensan que esos pobres saben menos que ellos de cristianismo y no tienen nada que enseñarles. Desgraciadamente están presos del conocimiento objetual y no captan el sentido del conocimiento bíblico que es el que se da a través de la relación íntima (Gn 2,9;3,5;41). Por eso el que ama conoce a Dios y el que no ama no conoce a Dios, porque Dios es Amor (1Jn 4,7-8). Así decía ya Jeremías de Josías: “Hizo justicia a los pobres y desvalidos. ¿Acaso no es eso conocerme?” (22,16).
Así pues, hay que decir que la dirección de los responsables de nuestra Iglesia y de los que llevan la voz cantante y configuran la opinión, no va hacia la constitución de una Iglesia pobre ni para los pobres. No es porque se prescinda de ellos ni se los desprecie. Todos los responsables admiten que ellos son la mayoría y se los acoge y hasta se los mira con una cierta simpatía. En ese sentido afirmamos que no somos de ningún modo una Iglesia clasista ni elitista. Por eso los pobres en ella se sienten, si no a gusto ni reconocidos, sí en su casa, con naturalidad. Pero, reconocido esto, también es verdad que ese sesgo doctrinario que desgraciadamente ha acompañado a la Iglesia latinoamericana desde su nacimiento, ha tenido como consecuencia que se les vea como menores de edad y que no se reconozca su jerarquía espiritual y que no se vaya en camino de reconocerlo.
Se caminó hacia una Iglesia de los pobres, pero en gran medida se ha abandonado esa dirección
Todavía tendríamos que afirmar algo más grave: la Iglesia venezolana, y más señaladamente la vida religiosa en ella, se puso en camino de este reconocimiento. El Hecho Mayor de nuestra Iglesia, tal vez en toda su historia, fue la inserción inculturada de muchos agentes pastorales en el medio popular, sobre todo suburbano, donde trataron a los pobladores como vecinos, en relaciones ciertamente horizontales y mutuas, donde acompañaron y se sintieron acompañados, donde trasmitieron lo mejor que tenían y recibieron el tesoro invalorable de experimentar la densidad humana de muchas personas del pueblo y de apoyarse en su fe y de recibir agradecidos los dones de su generosidad. Este encuentro despertó una gran esperanza, dinamizó a estas personas y dio lugar a multitud de grupos y comunidades.
Pero la crisis económica y de personal, unida al cambio de época, llevó a un enroque reinstitucionalizador que provocó un progresivo abandono de estas comunidades insertas para concentrarse en grandes instituciones. Ahora el tono lo da el pietismo, el predominio de lo devocional, separado de la vida y no alimentado por la lectura orante del Evangelio, al contrario de lo que dio el tono a ese encuentro fecundo. El segmento más modernizado apuesta, como era de esperar, por el corporativismo: familias que giran alrededor de señas de identidad más que de actuaciones carismáticas, que son siempre abiertas.
¿Nos decidiremos a caminar en esa dirección?
El Concilio Plenario Venezolano recogió, sistematizó y relanzó con un gran sentido de oportunidad lo mejor de la época pasada. Él sí concibió muy concretamente una Iglesia pobre y para los pobres; pero, por ahora, no tiene sujeto que se responsabilice de él y lo lleve a la práctica.
Dios quiera que estemos equivocados y que, aunque oculto a nuestros ojos, esté surgiendo ese sujeto. Nunca hemos querido más equivocarnos que al escribir esta nota. Y Dios quiera que la frase inicial del nuevo obispo de Roma a la prensa internacional, que ha servido de horizonte para este examen de conciencia, nos aleccione para enrumbarnos y que sus gestos y sus decisiones nos animen e incluso nos empujen hacia ellos.
*Miembro del Consejo de Redacción de SIC.
[1] Decía el Papa en un mensaje difundido por la radio vaticana el 11 de septiembre de 1962, un mes antes del inicio del Concilio: “De cara a los países pobres, la Iglesia se presenta como es y quiere ser: la Iglesia de todos, pero especialmente la Iglesia de los pobres”.