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Mujeres, Iglesia y sociedad

Foto 1_Luis Morillo Crónica UNO(1)

Pedro Trigo, s.j.*

SITUACIÓN DE LA MUJER EN LA SOCIEDAD

Me voy a fijar, ante todo, en la situación de la mujer en la sociedad y lo hago desde Venezuela, entendiendo que no es una excepción, aunque sí puede ser que la evolución se vaya dando con más rapidez y coherencia que en otros lugares.

Carácter contrapuesto del machismo ayer y hoy

La primera observación, que quiere funcionar como punto de partida, es que hace sesenta o setenta años el machismo de no pocos varones estaba basado en su convicción de que eran superiores a las mujeres y ejercían su pretendida superioridad despóticamente, es decir, no buscando promover a las mujeres para que se acorten las distancias ni tratarlas con respeto para que ellas cayeran en la cuenta de sus posibilidades, sino ejerciendo una superioridad que se entendía constitutiva y por eso estable. El sobreentendido es que el varón es la cabeza de la mujer y que la mujer debe mantenerse a su servicio, un servicio aquiescente y no deliberante.1

Naturalmente que esta actitud, aunque se echaba de ver en todos los ambientes, no daba el tono a la situación. No daba el tono porque los varones que se portaban así se habían perdido el respeto a sí mismos al no respetar a las mujeres. De hecho, hablando de calidad humana, eran inferiores a muchas mujeres y por eso se imponían inhumanamente. La mayoría de los varones huía instintivamente de ese despotismo que no solo ofendía a las mujeres, sino que lesionaba su propia dignidad.

No pocos varones respetaban genuinamente la dignidad de las mujeres y consideraban que la inferioridad manifiesta en estudios y capacitación se debía a una falta de oportunidades derivada de la asimetría injusta de la sociedad y por eso, por un lado, trataban como iguales a las mujeres y por otro se esforzaron en abrirles esas oportunidades negadas en estudios y puestos de trabajo y de representación social.

Sin embargo, hay que asentar que el clima establecido, tanto en el trato como en las oportunidades, seguía discriminando objetivamente a las mujeres, aunque no mantuviera con ellas un trato denigratorio. Este es el punto de partida. Vamos con el acontecimiento.

Lo que pasó fue que así como en los años sesenta y setenta muchísimos varones, sobre todo populares y los jóvenes de otras clases sociales, emigraron a las ciudades, no solo buscando mejores oportunidades de vida sino, más todavía, para buscarse a sí mismos, a su propia individualidad, porque en las comunidades tradicionales en las que vivían los papeles estaban ya prefijados y no cabían ellos con su creatividad, así en las décadas siguientes muchas mujeres, en esa situación nueva de modernización y democratización, descubrieron la posibilidad de nuevos papeles y nuevos desarrollos personales y nuevas relaciones sociales, y las aprovecharon a fondo. Y se fueron desarrollando en todos los aspectos y ocuparon lugares sociales y puestos reservados hasta entonces a los varones.

Aunque una minoría lo hizo competitivamente y por eso asumiendo muchos rasgos y actitudes masculinas, la mayoría lo llevó cabo desde lo mejor de ellas mismas. Claro que hubo una minoría que valoró tanto lo adquirido que, viendo difícil compaginarlo con lo anterior, remitió el desempeño familiar para buscar la realización en esos nuevos ámbitos. Pero la mayoría siguió valorando lo que venía desempeñando y logró un nuevo equilibrio consiguiendo de ese modo investir una humanidad más compleja y fecunda.

Por eso ahora lo que queda de machismo es, no ya por complejo de superioridad sino, por el contrario, por resentimiento al percibir que la mujer tiene una actitud dinámica en la vida y es capaz de hacer frente a la realidad superadoramente, mientras que él comprende que se ha quedado y no da la talla. Como no lo acepta y como no siente impulso ni capacidad para superarse, arremete en contra de la que con su actitud dinámica le hace sentir que está quedado, aunque de ninguna manera sea esa la actitud de la mujer.

Eso mismo sigue pasando estructuralmente en lo que queda, que no es poco, de discriminación de sueldos en los empleos o de denegación de puestos de demasiado relieve o, para poner un caso concreto, de reconocimiento institucional de su aporte actual en la Iglesia. El machismo de no pocos clérigos, como el de no pocos que tienen puestos decisivos en sus instituciones es, sin ninguna duda, producto de resentimiento por captar, sin que se lo quieran decir a sí mismos, que ellos no están a la altura de la situación, mientras que ellas sí dan la talla. Esa es la razón de la discriminación real, aunque inconfesada o, en el caso de la institución eclesiástica, justificada con razones que no expresan la realidad, sino que pretenden encubrir su desfase personal respecto de ella.

Es decisivo hacerse cargo del sentido de la discriminación en los discriminadores actuales, porque si no se capta y se sigue pensando que es el mismo de antaño, el remedio que se pone agrava la enfermedad. En efecto, insistirles que ellos no son superiores a las mujeres y que ellas son tan dignas y capaces como ellos, cuando ellos sienten que ellas les están sobrepasando y que ellos no tienen energía para ponerse al tanto es agravar su impresión de inferioridad, cuando, por el contrario, lo que cumple es estimularlos.

El reto es competir por la excelencia

El reto actual es hacernos cargo de que cada día son más las mujeres que estudian y que ocupan puestos laborales y de gran responsabilidad y que no solo han acabado absolutamente con la exclusiva de los varones en el desempeño de esas funciones, sino que de hecho los están desplazando, en el sentido de que cada día son más ellas y menos ellos.

Esto implica que tenemos que aceptar que no hay puestos reservados a los varones. Y que, consiguientemente, la competencia no es ya entre varones y mujeres, sino exclusivamente por el grado de capacitación y excelencia en cada una de las áreas. Eso no significa que no haya rasgos masculinos o femeninos en el desempeño, que son secundarios, pero que se deben aceptar como una riqueza adicional y por eso no hay que buscar anularlos.

Este nuevo equilibrio tiene que comenzar a instaurarse en la familia. Hay que reestructurar los papeles. Ya no tiene sentido establecer que el varón se ocupa del mantenimiento de la familia y de su conducción última, y que la mujer es la reina del hogar y la que lleva la voz cantante en la cotidianidad. Ambos son compañeros y deben considerarse y actuar desde este relacionamiento. En la mayoría de las familias ambos trabajan y por eso ambos tienen que mirar por el hogar y los hijos. Aunque es claro que cada uno lo hace a su modo y que en la primera crianza es insustituible la mujer. También los hijos a medida que van creciendo tienen que desempeñar un papel más activo. En general se pasa de roles fijos al predominio de la relación horizontal y complementaria y de llevarlo todo mancomunadamente.

Las mujeres también son responsables

Ahora bien, si, como sucede en nuestro país y en la mayor parte del mundo, estamos en una situación de pecado porque el dinero y el poder llevan la voz cantante en un ambiente individualista en el que la pirámide social se ha elevado desmesuradamente de manera que hay muchísimos abajo y un número creciente fuera, esto significa que el desastre también hay que atribuirlo a las mujeres que están en puestos decisivos y que se definen por esos parámetros deshumanizadores. Esto no lo podemos ocultar al tratar de las mujeres en la sociedad actual. Esas mujeres son no solo cómplices, sino culpables igual que los varones.

Sin embargo, en el medio popular y más aún suburbano, en el que las mujeres llevan la voz cantante, tenemos que decir que están sacando lo mejor de sí y por eso son climas predominantemente humanizadores, en los que reina la convivialidad y que a pesar de la precariedad habitual no están crispados ni resentidos ni arribistas, sino que se caracterizan por la serenidad de quienes están abiertos a la realidad para que dé de sí, tanto a lo mejor de sí mismos y de los demás, como a las potencialidades de la situación para actuarlas.

Creo que en ese ámbito sí es de justicia reconocer específicamente su aporte, que se manifiesta ante todo en la configuración de una cotidianidad serena y dinámica que propicia la convivencia humanizadora.

SITUACIÓN DE LA MUJER EN LA IGLESIA

Mujeres, Iglesia y sociedad
Crédito: Andrew Medichini / AP / Shutterstock

Reconocimiento no puede equivaler a equiparación a las pautas de la clerecía

En la Iglesia, prosiguiendo con la visión desde Venezuela, que no nos parece una excepción, hay que decir dos cosas: la primera que, de hecho, la alimentación cotidiana de la vida cristiana la llevan predominantemente las mujeres. Hay una minoría de varones que colabora muy cualitativa y proactivamente con su vida intachable y con su palabra y su trato. Esto hay que reconocerlo. Pero también hay que reconocer que, si seguimos siendo cristianos, en gran medida se debe a la trasmisión de las mujeres, sean las catequistas o las abuelas, que lo hacen capilarmente, sean otras mujeres que dan el tono en sus ambientes.

Esto se sabe, pero no hay un reconocimiento institucional. Cabría, sin embargo, preguntarse si tiene sentido que se dé ese reconocimiento, por ejemplo, reconociendo como lo acaba de hacer el papa Francisco el ministerio de la catequesis o, si no es más productivo dejar que siga la vida con su espontaneidad, en la que se van decantando las funciones y perduran las que, de hecho, dan vida.

Eso no excluye que se agradezca, pero también en la vida. Y sobre todo incluye muy expresamente que se haga todo lo posible por la cualificación de esas personas, con tal de que sea una cualificación real, es decir un mayor conocimiento y solvencia en el modo de introducir en el misterio cristiano y no una normalización del ministerio, en el sentido de asumir pautas muy objetivadas, lo que equivaldría a una clericalización, lo que entrañaría una gran pérdida.

Porque lo valioso de lo actual es que es una persona concreta convencida la que introduce a las otras, que por eso son introducidas al misterio y no a objetivaciones que, de hecho, lo sustituyen: doctrinas, normas y ritos. Se puede decir que en lo que tendría que centrarse la cualificación es en la introducción a los evangelios mediante la lectura orante comunitaria, siempre que sea una contemplación de las escenas mismas, seguidas de una escucha de lo que el Señor les había querido decir mientras contemplaban la escena, y no meras resonancias subjetivas. Esto, que es lo medular, complementado con talleres sobre los tópicos que van saliendo.

Pero habría que excluir un reconocimiento que equivalga a una normalización de esas funciones equiparándolas a las de los clérigos, porque estas, en el modo como se desempeñan mayoritariamente, dificultan, si no impiden, la sinodalidad.

No al presbiterado de las mujeres, mientras no cambie estructuralmente el desempeño del presbítero

Lo segundo que tendría que decir es que habría que recuperar ese paso que se dio en los que aceptaron el Concilio en la versión de Medellín y Puebla, sobre todo a nivel popular y de profesionales solidarios, a una Iglesia de comunidades verdaderamente fraternas, centradas en el evangelio y que celebraban la Cena del Señor de una manera muy situada y participada y centrada en Jesús de Nazaret que unificaba y dinamizaba al grupo. En esas comunidades el presbítero era ante todo cura: un hermano que, desde esa fraternidad agradecida, ya que captaba lo que le enriquecía cada uno, ejercía su ministerio con gran fecundidad, ayudando a cualificar la palabra evangélica y a que cada quien diera lo mejor de sí y el grupo caminara dinámicamente y en comunión, enriquecida por el carisma de cada uno.

Creo que mientras no se recupere esta imagen de cura fundamentalmente fraterno y agradecido que cualifica la palabra evangélica y estimula los dones de cada quien y contribuye a la consolidación continua de las comunidades y a su coordinación en una comunidad de comunidades no se debería plantear el tema del presbiterado para las mujeres. No se debe plantear porque se induce a las mujeres a que se adapten al paradigma establecido y entonces, además de lo que pierden en calidad cristiana las mujeres, se retrasará hasta casi impedirse la recuperación evangélica de la Iglesia.

Somos conscientes de que lo dicho es muy delicado por la valoración fundamentalmente negativa del modo como viene ejerciéndose la autoridad o más exactamente los ministerios en la Iglesia, pero para el que tuviera duda por no haber experimentado ese florecimiento eclesial en los años setenta, ochenta y parte de los noventa, la resistencia actual al planteamiento tan medular y decisivo de la sinodalidad hace ver al que no sea ciego, que se debe a que, de hecho, no se ejercita la fraternidad constituyente de todos los bautizados, porque el ministro se identifica con su función, que es, en el mejor de los sentidos, secundaria (viene después) y no con su ser fraterno que es, como dice Agustín y cita el Concilio, su gracia y su salvación.2

El pretendido derecho sobre su cuerpo

En lo que disentimos radicalmente del feminismo establecido y beligerante es en su insistencia al derecho al aborto como derecho sobre su propio cuerpo.

Ante todo, hay que distinguir este derecho de los derechos de los que tienen una orientación sexual diversa de la heterosexual. Nadie es bueno o malo por lo que es, sino por lo que hace con lo que es. En el ser humano el sexo siempre tiene que estar al servicio del amor. Cuando esto ocurre es un ejercicio humanizador, lo realicen heterosexuales u homosexuales. Ahí no hay ningún rollo.

Tampoco lo hay en el reconocimiento de que el acto sexual, si siempre tiene que ser expresión de amor, no siempre tiene que estar abierto a la procreación. Esto es así porque no se puede pretender que las parejas tengan tantos hijos como puedan, ni que solo practiquen el sexo cuando la mujer no tenga peligro de quedar embarazada. Por eso tienen sentido las pastillas u otros métodos para lograrlo.

Ahora bien, si la mujer ha concebido y lo concebido se ha desarrollado hasta configurarse como una persona en ciernes, hay que respetar absolutamente los derechos de esa persona. No es verdad; es, pues, falso alegar que abortar es ejercer el derecho al propio cuerpo de la mujer. Por el contrario, es desconocer el derecho de la persona que se forma en ella. Por eso a partir del momento en que el feto es una persona en ciernes se lo tiene que respetar absolutamente, lo que incluye el cuidado.

Sobre este punto hay una hipersensibilidad muy introyectada y posicionada socialmente, pero no podemos aceptarla; sino que tenemos, por el contrario, que desenmascararla e insistir en los derechos de la persona. Se comprende que estas mujeres sientan que no hay simetría respecto del varón porque solo concibe ella y eso es así. Pero como es verdad que es así, tenemos que aceptarlo. Ellas tienen que extremar el cuidado para no quedar embarazadas, si no quieren concebir. Pero desde el momento en que otro ser se incuba en ellas, lo tienen que respetar y cuidar. Ese ser es sagrado, como ellas.


Notas:

  1. Los textos bíblicos más brutales que avalan esta tendencia son estos de Pablo: “[…] la cabeza de todo varón es Cristo y la cabeza de la mujer es el varón” y “[…] el varón no debe cubrirse la cabeza, pues es imagen de la gloria de Dios; pero la mujer es gloria del varón” (1Cor 11,2 y 7). Hay que decir, para hacer justicia a la realidad, que, si esta era la mentalidad de Pablo, fue sin embargo ampliamente superada en sus relaciones concretas. Basta ver los agradecimientos del fin de sus cartas, sobre todo la de los Romanos, para comprobar que, en contra de sus expectativas, muchas mujeres lo ayudaron y acogieron y él estaba muy agradecido a ellas.
  2. “Para ustedes soy el obispo, con ustedes soy el cristiano. Aquél es el nombre del cargo; éste de la gracia; aquél el del peligro; éste, el de la salvación” (LG 32)

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