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En el amor: “Todo lo hago nuevo”. Homilía V domingo de pascua. Ciclo C

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Por Alfredo Infante, s.j.*

En mis años de servicio ministerial, como cura en las periferias sociales y existenciales, he sido testigo de cómo Dios actúa y obra maravillas en el corazón humano. Es un misterio luminoso ser testigo de que, en el reverso de la historia, hay testimonios anónimos, de cómo Dios actúa sanando, liberando y transfigurando vidas y comunidades.

Cuando escucho los testimonios de madres y padres de víctimas de presuntas ejecuciones extrajudiciales, de cómo ante tanta impunidad y adversidad se mantienen en pie apostando por la verdad y la justicia, en medio del dolor, se me revela el resucitado; cuando contemplo a las personas de las comunidades excluidas organizándose por sus derechos, me admiro por la forma en que el Resucitado actúa en nuestro pueblo, cuidando la vida y fortaleciendo el tejido comunitario ante el deslave social inducido desde el poder.

El otro día, la señora Juana, abatida por tanta adversidad, enfermedad y duelo, conversando en la sala de su casita, me decía: “Padre me sostiene una fuerza mayor que mis fuerzas, Cristo es mi fortaleza”. Yo guardé silencio reverencial ante el misterio pascual que se me revelaba. También, son emblemáticos los testimonios de fe de religiosas que, en medio de la guerra en Ucrania, han decidido quedarse, para acompañar y cuidar la vida aún a costa de la suya propia.

El evangelio de este quinto domingo de pascua nos invita a contemplar cómo nuestro Señor Jesucristo, en su pasión, transparenta la gloria del Padre y, a su vez, cómo Dios Padre revela en la pasión de nuestro Señor Jesucristo, la paternidad misericordiosa con su Hijo y, en él, con toda la humanidad.

Para Juan, la gracia de la resurrección está actuando ya en la pasión de Cristo y ésta se expresa en la libertad plena e indoblegable de nuestro Señor ante los poderes del mundo, y en la vida entregada por amor a la humanidad –en obediencia a su conciencia y a la voluntad del Padre– hasta las últimas consecuencias. Por eso, ambos, Padre e Hijo, se glorifican recíprocamente en el Espíritu de Amor. Un acto de amor que nos abre a nosotros como humanidad a la plenitud, revelada en la gloriosa resurrección. Cristo es nuestra pascua.

El evangelista nos abre los ojos para que no caigamos en la tentación –muy común entre los creyentes– de desligar a Cristo-resucitado de Cristo-crucificado y a Cristo-crucificado de Cristo-resucitado. Por ejemplo, hay en nuestra Iglesia ‘espiritualidades triunfalistas’ que presentan la resurrección suprimiendo el camino de la cruz y ‘espiritualidades doloristas’, cuya referencia es el dolor y el sacrificio, sin la trascendencia del amor que libera, sana, plenifica, signo de la resurrección.

Para Juan, pasión-muerte-resurrección es un acontecimiento único y salvífico. Por eso, en las escenas de encuentro pascual de Cristo con sus discípulos, el resucitado enseña las llagas y el costado herido, para no dejar dudas de que el Cristo-resucitado es el mismo que murió en la cruz y que la resurrección exalta y transfigura la cruz como acontecimiento salvífico, como camino glorioso, máxima expresión del Hijo de Dios. “En verdad les digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (Juan 12,24).

El evangelista San Juan, desde la mirada pascual, nos hace ver como la crucifixión, momento tan desolador donde las tinieblas parecieran vencer al reino de la luz, es un gran acontecimiento salvífico, pues, la gloria del Padre, está actuando ya, en la libertad, entereza humana y amor entregado hasta las últimas consecuencias de Jesucristo, nuestro Señor: “Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará” (Jn 13, 31-33a).

En la pasión Cristo se entrega y en esa entrega experimenta existencialmente la plena unidad con el Padre y, así, el Hijo glorifica al Padre y el Padre glorifica al Hijo quien, a su vez, abre la gloria del Padre a la humanidad, reconciliándola en su corazón.

Así, con la resurrección de Cristo crucificado, el Padre dice “Sí”, dice “amén” a todo el camino recorrido por su Hijo en medio de nosotros, quien nos lo ofrece con sus propias palabras: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6).

Por eso, en la cruz de Cristo, como Pablo también nosotros estamos llamados a gloriarnos: “En cuanto a mí, no quiero sentirme orgulloso más que de la cruz de Cristo Jesús, nuestro Señor. Por Él el mundo ha sido crucificado para mí, y yo para el mundo” (Gal 6,14).

¿Qué significa gloriarnos en la cruz de Cristo? Reconocer en ella el sacramento del amor que nos abre al misterio de la resurrección. En la cruz, Cristo, extiende sus brazos y acoge en su corazón a toda la humanidad, revelando que la fraternidad es el camino de la salvación. El Crucificado-resucitado nos deja como herencia el mandamiento nuevo, del que Él es signo visible:

–”Hijos míos, me queda poco de estar con ustedes:

Les doy un mandamiento nuevo: que se amen unos a otros; como yo los he amado, ámense también entre ustedes. La señal por la que conocerán todos que son discípulos míos será que se amen unos a otros” (Jn 13, 34-3y5).

Este camino de amor, se concreta en el hacernos prójimos del herido del camino, del otro, del extraño, como el buen Samaritano (Lc 10, 30-36). También, en el servicio incondicional al prójimo, pues, Jesús es muy claro, no se trata de cualquier manera de amar, es amar al modo de Jesús. Él hace ese énfasis “como yo los he amado” y lo hace después de que se ha reclinado y lavado los pies a sus discípulos, es decir, la manera de revelar al resucitado y dar gloria a Dios es la entrega incondicional, libre y amorosa, servicio a la Creación y en ella a la humanidad: “En todo amar y servir”, diría Ignacio.

Así lo entendieron los discípulos y, especialmente, Pablo y Bernabé, quienes, convertidos en apóstoles por la experiencia pascual, con clara conciencia de ser enviados, van anunciando por el mundo, itinerantes y apasionados, la Buena Nueva del reino de Dios, animando y advirtiendo que “hay que pasar muchas tribulaciones para entrar al reino de Dios” y, confiados en el Señor, son testigos de los signos del resucitado “Al llegar, reunieron a la Iglesia, les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe” (Hch 14, 21b-27).

El acontecimiento de la resurrección ha sanado y liberado a los discípulos y los ha constituido apóstoles, es decir, misioneros de la Esperanza que, en Cristo, ven todas las cosas nuevas.

“Porque el primer mundo ha pasado. Y el que estaba sentado en el trono dijo: ‘Todo lo hago nuevo’” (Ap 21, 1-5 a).

Esta es nuestra Esperanza, por eso, con el salmista cantamos: “Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey” (Sal 144).

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