Scroll Top
Edificio Centro Valores, local 2, Esquina de la Luneta, Caracas, Venezuela.

Emily Dickinson: Una vida oculta

Daguerrotipo de Emily Dickinson, en California a principios de 1847. Actualmente se encuentra en Amherst College Archives & Special Collections. (Extracto editado) (1)

Por Germán Briceño Colmenares

“Mi mayor placer es estar en comunión a solas con el gran Dios y sentir que Él escuchará mis oraciones”.

Emily Dickinson

Emily Dickinson escribió cerca de dos mil poemas e innumerables cartas sin apenas salir de las cuatro paredes de su habitación. Se la considera con justicia una de las mayores poetas norteamericanas, pero ese reconocimiento sólo llegaría unos cuantos años después de su muerte. Mientras vivió, en el mundo literario y fuera de él, casi no se supo de su existencia, y a ella tampoco le preocupó demasiado hacer gran cosa por darse a conocer –le horrorizaba la notoriedad, dice Natalia Ginzburg en un memorable ensayo dedicado a la rapsoda de Amherst–, llegando escasamente a ver publicados en vida unos diez de sus poemas.

Hasta donde se sabe pasó la mayor parte de su vida en una reclusión autoimpuesta, en parte debida al cuidado de su madre enferma a la que no podía dejar sola y a las tareas domésticas que consecuentemente recayeron sobre ella. Al poco tiempo se daría cuenta de que, teniendo ella misma una frágil salud, una pequeña biblioteca con una puerta a un pequeño jardín era todo lo que necesitaba para vivir, según la antigua fórmula de Cicerón. Sus coterráneos la veían como una persona taciturna y excéntrica con una peculiar predilección por las vestiduras blancas. No le gustaban las visitas y en un momento dado decidió no abandonar su alcoba y hablar con los demás a través de la puerta. Nunca se casó y las pocas amistades que cultivó en su vida fueron esencialmente epistolares.

Vista desde afuera, cualquiera hubiera dicho que la suya era una vida pueblerina, estéril y de escaso relieve. Lo que casi nadie sabía en aquel momento era que en su alma bullía la poesía con una fuerza torrencial y luminosa, y que los territorios de su mundo eran mucho más vastos y dilatados de lo que muchos consumados trotamundos hubieran podido jactarse. Sin moverse de su casa, su espíritu emprendía viajes fabulosos hasta los últimos rincones de la lírica, sin buscar otra recompensa que el puro goce del arte. Como bien apunta Ginzburg, en sus versos no hay autocompasión. Tampoco ningún eco de nostalgia o melancolía, el anhelo o el llanto por correr otra suerte. No hay lágrimas en ellos.

Es cierto que la propia Emily intentó sigilosamente y sin demasiado empeño publicar sus poemas por conducto del misterioso señor Higginson, un modesto crítico literario, pero sería finalmente su hermana Lavinia quien diera con el escondite de los fascículos, primorosamente encuadernados por Emily con hilo blanco, a su muerte en 1886, y que ésta le había hecho prometer quemar. Algunos conocidos comenzaron a publicar sus versos hacia 1890, de manera fragmentaria y torpemente editados. Sin embargo, no sería hasta medio siglo largo después que se darían a conocer en toda su plenitud, por medio de la antología publicada por el académico Thomas H. Johnson en 1955.

En estos tiempos de búsqueda desenfrenada de atención, reconocimiento y gratificación inmediatas uno no puede dejar de preguntarse si existen todavía artistas, poetas, escritores o gentes de cualquier oficio, capaces de consagrar toda una vida a una obra por pura vocación y devoción, sin saber si llegarán a verla publicada, reconocida o expuesta jamás. Casi nadie es capaz de vivir libre de esa sensación de insignificancia que tan bien describe la propia Ginzburg:

“Nuestros horizontes se nos hacen estrechos, tenemos la perpetua sensación de haber caído en el sitio equivocado y de que la porción de horizonte que nos ha tocado es exigua. Nos corroe en secreto la idea de que, si hubiésemos tenido unos horizontes más vastos, y a nuestro alrededor más amigos e interlocutores, nuestro destino habría sido más alto”.

Como inocuo antídoto ante esa vaciedad espiritual, hoy lo que impera es un desbocado y exhibicionista afán, exacerbado por las redes sociales, de hacer pública cualquier cosa que alguien hace o que se le pase por la cabeza, sin el más mínimo pudor respecto a su mérito, interés o pertinencia, haciendo buena aquella socarrona observación platónica de que los sabios hablan porque tienen algo que decir; y los tontos porque tienen que decir algo. A propósito de Platón, todos recordaremos que su maestro Sócrates no escribió una sola línea, ocupado como estaba en formular preguntas ingeniosas y profundas, pero influyó de tal manera en su insigne discípulo que éste le consagró una ingente obra escrita.

No pretendo decir con esto que el dar a conocer lo que se hace no sea en ocasiones importante. Buena parte del progreso de la humanidad se debe a ideas o descubrimientos que se hicieron del conocimiento público. De hecho, conocemos hoy las obras que han sido y son publicadas, mientras desconocemos por completo las que no lo han sido.

El asunto es que las cosas que valen la pena no deberían hacerse pensando en la exposición, la fama o el rédito inmediato que podamos obtener. Deberíamos obrar como si nadie fuera a vernos jamás, con dedicación y perfección, de cara a Dios y a nuestra conciencia. Algo de eso quiso enseñarnos nuestro Señor con el ejemplo de su vida oculta, que ocupó la mayor parte de su existencia terrenal, trabajando silenciosamente la madera en una remota aldea de Galilea, con su familia, sus escasos parientes y allegados y su Padre celestial como únicos testigos.

Algunos creen que la ardorosa fe juvenil de Emily, sobre la que habría dicho: “nunca disfruté de una paz y una felicidad tan perfectas como el breve tiempo en el que sentí que había encontrado a mi Salvador”, fue declinando con el tiempo. Yo no estoy tan seguro. Nadie puede estarlo. No después de leer sobre su vida oculta y poder ver con una nueva claridad que cuando parece que nadie repara en lo que hacemos, o cuando nos abruma su aparente intrascendencia, es cuando resulta más importante seguir adelante, sin que hagan falta aplausos o reconocimientos; seguir adelante como Emily, haciendo las cosas con rectitud de intención, con la mayor perfección y devoción, un día tras otro, diciendo al igual que ella, con la mirada puesta en la eternidad:

“This is my letter to the world,
That never wrote to me, —
The simple news that Nature told,
With tender majesty.
Her message is committed
To hands I cannot see;
For love of her, sweet countrymen,
Judge tenderly of me!”

Entradas relacionadas

Nuestros Grupos